lunes, 7 de septiembre de 2020

 

LOS ESPIRITUS DE LA NATURALEZA

 Charles W. Leadbeater

 Parte VII

 Sílfides. - Vamos a considerar ahora el tipo supe­rior del reino de los espíritus de la naturaleza, o sea la etapa en que convergen las líneas de desen­volvimiento de las hadas de tierra y mar. Son las sílfides o espíritus del aire muy superiores a los tipos de que hemos tratado hasta ahora, pues ya se han desprendido de materia física y su vehículo inferior es el astral.

Aventajan mucho en inteligencia a las clases etéreas e igualan a la generalidad de los hombres, aunque todavía no están permanente­mente individualizadas. Por estar tan evolucionados estos seres, pueden comprender acerca de la vida mucho más que los animales al separarse de su alma grupal, y así ocu­rre que conocen que les falta la individualidad y anhelan ardientemente lograrla. Esta es la verdad subyacente en las tradiciones populares que repre­sentan a los espíritus de la naturaleza anhelosos de poseer un alma inmortal.

El procedimiento que ordinariamente siguen para este logro consiste en relacionarse por el tra­to y el amor con los devas o ángeles astrales que constituyen el grado de evolución inmediatamente superior.

Un animal doméstico, como el perro o el gato, progresa por el desarrollo de su inteligencia y de sus afectos mediante el íntimo contacto con su due­ño. No sólo le mueve su amor al dueño a determi­nados esfuerzos para comprenderle, sino que las vibraciones del cuerpo mental del dueño influyen de continuo en su rudimentaria mente, que poco a poco aumenta en actividad, al propio tiempo que el afecto de su amo despierta en su cuerpo astral siempre crecientes emociones.

El hombre puede o no amaestrar al animal; pe­ro en todo caso, aun sin deliberado esfuerzo, la ín­tima relación entre ambos favorece el progreso evolutivo del inferior. Con el tiempo, el desenvolvi­miento del animal llega a un nivel en que es capaz de recibir la tercera Oleada o, mejor dicho, Efusión de Vida, que lo individualiza separándolo definiti­vamente de su alma grupal.

Ahora bien, esto es exactamente lo que ocurre entre el deva astral y la sílfide, con la sola diferen­cia de que lo efectúan de más inteligente y eficaz manera. Ni un hombre entre mil sabe nada acerca de la verdadera evolución de su perro o de su ga­to, ni mucho menos comprende el animal las posi­bilidades que le aguardan.

Pero el deva conoce cla­ramente el plan de evolución y en muchos casos también sabe la sílfide lo que le conviene, y en consecuencia obra inteligentemente para lograrlo. Así es que cada Deva astral tiene adictas varias sílfides a quienes enseña y de él aprenden, intercambiándose sus afectos.

Muchos de estos devas astrales sirven de agentes a los devarrajas en la distribución del karma, y así ocurre que las sílfides suelen ser agentes subalter­nos de esta obra, adquiriendo sin duda copiosos conocimientos, mientras ejecutan la labor asigna­da.

El Adepto sabe cómo utilizar los servicios de los espíritus de la naturaleza cuando de ellos necesita, y hay no pocos asuntos que les pueden confiar.

En el número de Broad Views, correspondiente a fe­brero de 1907, se publicó un admirable relato de la ingeniosa manera en que un espíritu de la naturaleza desempeñó una comisión que le había confia­do un Adepto. Se le encargó que distrajese a un inválido enfer­mo de gripe, y durante cinco días el espíritu le en­tretuvo con curiosas e interesantes visiones cuyo fe­liz resultado, según confesión del mismo enfermo, fue "alegrar los días que en ordinarias circunstan­cias hubieran sido de insufrible tedio". Le mostró el espíritu de la naturaleza una des­concertante variedad de escenas en que aparecían el interior de semovientes rocas con diversidad de seres en ellas. También le mostró montañas, bosques, senderos y edificios de soberbia arquitectura, columnas corintias, estatuas, bóvedas y maravillo­sas flores entre palmas que ondeaban como meci­das por la brisa. Con los objetos del aposento com­ponía una escena de mágica transmutación, y en verdad que de la curiosa índole del solaz propor­cionado podía colegirse la especie de espíritu de la naturaleza empleado en tan caritativa obra.

Los magos orientales procuran a veces obtener la ayuda de los superiores espíritus de la naturale­za para sus operaciones; pero este empeño no está exento de peligros.

Al efecto han de valerse de la invocación o de la evocación.

La invocación consis­te en atraer al espíritu con súplicas y concertar el asunto con él.

La evocación estriba en actualizar in­fluencias que muevan al espíritu a obedecerle.

Si fracasa en el intento se expone a provocar la hosti­lidad con riesgo de inutilizarlo prematuramente, o por lo menos lo colocará en situación desairada y ridícula.

Hay muchas variedades de sílfides que difieren en poder, inteligencia, aspecto y costumbres.

Des­de luego que no están tan contraídas a determina­da localidad como las clases ya descritas, aunque también parecen reconocer los límites de diversas zonas de altitud, pues unas variedades flotan siem­pre cerca de la superficie terrestre, mientras que otras veces se acercan a ella. Por regla general, comparten la común repugnancia por la vecindad del hombre y sus inquietos deseos; pero hay ocasio­nes en que soportan esta molestia a cambio de di­versión o de lisonja.

 

Sus diversiones. - Se solazan animando formas mentales de varias clases. Por ejemplo, un novelis­ta produce vigorosas formas mentales de todos sus personajes y los va moviendo, como si fueran poli­chinelas, en su diminuto escenario; pero a veces un tropel de jubilosos espíritus de la naturaleza se apodera de las formas mentales creadas por el no­velista y desarrollan la acción bajo un plan impro­visado por la excitación del momento, de modo que el desalentado autor nota que sus muñecos se le han ido de la mano y demuestran voluntad pro­pia. La afición a las jugarretas, tan características en algunas hadas, persiste en las especies inferiores de sílfides, cuyas personificaciones no son ya de índo­le tan inofensiva.

Las gentes cuyo mal karma las colocó bajo el do­minio de la teología calvinista y no tienen todavía inteligencia o fe bastantes para desechar sus blasfemas doctrinas, producen con sus temerosas emociones horribles formas mentales del imaginario dominio a quien su superstición concede tan pree­minente papel en el universo.

Siento decir que al­gunos traviesos espíritus de la naturaleza son inca­paces de resistir a la tentación de enmascararse con estas terribles formas mentales, tomando a broma al aparecer con cuernos, arrastrar una cola ahor­quillada y echar llamas por las fauces. A quien conozca la índole de estos demonios de pantomima, no le causarán daño alguno; pero los niños bastante receptivos para tener un vislumbre de tan espantables espectros sentirán profundo te­rror si no se les advirtió de su inanidad. Como quiera que el espíritu de la naturaleza no conoce el miedo, no echa de ver las graves conse­cuencias de su travesura, y acaso cree que el miedo del niño es fingido y que forma parte del juego. Sin embargo, no podemos inculpar al espíritu de la naturaleza, desde el momento en que consen­timos que nuestros niños estén atados a la cadena de una grosera superstición, descuidando inculcar­les la capital verdad de que Dios es amor y que el perfecto amor desvanece todo temor.

Si el espíritu del aire aterroriza así de cuando en cuando a los niños vivientes mal instruidos, debe­mos poner en su abono el anhelo con que procura entretener y divertir a millones de niños de los que llamamos "muertos"; pues jugar con ellos y solazar­los de cien maneras distintas, es una de sus más di­chosas tareas.

Las sílfides han echado de ver la oportunidad que les deparan las sesiones espiritistas, y las hay que asisten frecuentemente a ellas con nombres por el estilo de Dalia o Girasol. Son capaces de dar sesiones muy interesantes porque saben mucho acerca de las condiciones e índole de la vida astral. Responden prontamente a preguntas con tanta veracidad como sus conocimientos les permiten y con apariencia de profundidad cuando el asunto está más allá de su alcance. Producen golpes, mo­vimientos, ruidos y haces sin la menor dificultad, y están dispuestas a llevar cualquier mensaje que sea necesario, no para dañar ni engañar; sino por el placer que experimentan en servir de mensajeras y verse adoradas y reverenciadas con profunda devo­ción y afecto como "queridos espíritus" y "ángeles custodios". Comparten la complacencia de los concurrentes a la sesión y les satisface la benéfica obra de consolar al triste. Como quiera que viven astralmente, la cuarta dimensión es un hecho vulgar en su existencia, y esto les facilita muchas jugarretas que a nosotros nos parecen prodigiosas, tales como sacar objetos de una caja cerrada o poner flores en un aposento igualmente cerrado. Las sílfides o espíritus del aire que asisten a las sesiones espiritistas conocen los deseos y sentimientos de los circunstantes de modo que pueden leer en su mente cuando piensan, excepto las ideas abstractas, y están a su alcance toda clase de materializaciones, con tal de disponer del conveniente material.

Se echa de ver, por lo tanto, que, sin necesidad de ajeno auxilio, son capaces de proporcionar di­versas distracciones y juegos de velada, como sin duda así lo hacen frecuentemente. No quiero decir en modo alguno que los espíritus de la naturaleza sean las únicas entidades que actúan en las sesio­nes espiritistas.

El manifestado "espíritu" es a me­nudo el mismo que dice ser, pero también es ver­dad que a veces no lo es ni remotamente, y el vul­gar circunstante no tiene medio alguno de distin­guir entre la legitimidad y la impostura.

 

 

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