El fallido intento de explicar la
resurrección con ciencia.
Durante siglos, los
filósofos trataron de explicar la resurrección como un fenómeno natural sujeto
a las leyes físicas normales. El desarrollo de la ciencia moderna mostró que
era imposible
Hace unos 2.000
años, un joven palestino cumplió, según sus seguidores, un sueño universal
sobre el que se edificaría un mundo nuevo. Jesús de Nazaret, ajusticiado en una
cruz de madera tres días antes, regresó de entre los muertos en un día que los
católicos celebran el Domingo de Pascua. La religión fundada sobre este fenómeno
extraordinario basaría su éxito, en buena medida, en la promesa de que al final
de los días todos disfrutarían de la resurrección de su cuerpo y su alma.
Hasta ahora, la
única forma de inmortalidad fehaciente es la conseguida por los egoístas genes que nos empujan a fornicar,
muchas veces contra nuestros propios intereses, para tratar de saciar su hambre
de eternidad. Sin embargo, durante mucho tiempo, los pensadores cristianos se
devanaron los sesos para otorgar una justificación más o menos racional a las
promesas de resurrección. Hasta la Ilustración, muchos científicos compartían
la idea de que la religión revelada incluía conocimientos empíricos
sustantivos, por lo que la resurrección de los cadáveres era un proceso
físicamente posible.
Como recuerda
Carlos Solís, investigador de la UNED en
un artículo publicado en la revista Asclepio, este esfuerzo dio lugar a
esfuerzos intelectuales muy peculiares. En la segunda mitad del siglo II se
introdujo la resurrección de los cuerpos materiales y hubo que explicar el modo
en que los cadáveres descompuestos, comidos por los gusanos o absorbidos por
las plantas, se podían volver a reunir para formar a todos los humanos que
habrán vivido cuando se acabe el tiempo.
Si el final de los
tiempos llegase mañana, Dios tendría que reconstruir los cuerpos de 107.000
millones de humanos
Uno de los
filósofos que se aplicó con mayor talento a buscar una explicación fue
Atenágoras de Atenas. Criticaba la teoría aristotélica según la cual todo
cuerpo consta en diversas proporciones de cuatro elementos (tierra, aire, agua
y fuego). Con procesos de frío y calor, unos elementos podrían transmutarse en
otros y no habría límite para la corrupción de los cadáveres. Según explica
Solís, Atenágoras, planteando una teoría de la materia más parecida a la que
hoy se conoce, “supone que hay unas partes mínimas que se dispersan por el
ecosistema, diminutas pero intactas, con lo que el problema de reunirlas
de nuevo es meramente técnico y una fruslería para la omnisciencia divina
que conoce la posición de cada una”.
Solís hace un
cálculo de las dimensiones de la tarea que deberá cumplir Dios antes del juicio
final: “Podemos contar con no menos de 26 toneladas de materia cadavérica
por kilómetro cuadrado, estimando a la baja la esperanza media
de vida en unos diez años, cuando un niño de hoy alcanza los 30 kilos de
peso. La población total de Homo sapiens moderno en toda la
historia se ha calculado en unos 107.000 millones; 100.000 millones
quitando los aún vivos. Las tierras emergidas suman 148,6 millones de
kilómetros cuadrados, a las que si restamos los 32.941 millones de
desiertos con población despreciable, nos dejan unos 115,7 millones
habitables. Así, podemos calcular que de media ha habido unos 864
cadáveres por kilómetro cuadrado”.
Un alquimista
afirmó haber resucitado a unos cangrejos después de reducirlos a cenizas
“En cualquier caso,
las partículas de esos cadáveres recibidos por la tierra, pasaron a las
plantas, de ahí a los animales y de ambos, a los humanos. Todos somos
caníbales indirectos, lo que plantea el problema de a quién asignar esas
partículas compartidas por tanta gente en el momento de la resurrección de
los mismos cuerpos que tuvimos”, continúa Solís. Para resolver este
problema, Atenágoras toma la teoría de la digestión de Galeno, el médico
contemporáneo suyo, según la cual se podría asumir que la materia humana,
aunque alimente, no se asimila al organismo y acaba en las letrinas.
A partir del
Renacimiento, cuando los alquimistas mezclaban el interés por probar experimentalmente
las teorías con una tendencia a creer cualquier cosa espiritual o mágica, se
llegaron a hacer experimentos para probar los mecanismos físicos que harían
posible la resurrección. Alquimistas como Paracelso planteaban que, de un modo similar al T-1000 en
Terminator 2,
los átomos sueltos tendrían un poder regenerador de todo el cuerpo. Este
principio, conocido como palingenesia, se llegó a probar, supuestamente, en
experimentos como los que realizó Kenelm Digby a mediados del siglo XVII, que
afirmó haber logrado la resurrección completa de cangrejos de río.
“Primero los coció
durante un par de horas, luego los destiló en un alambique de barro,
reservó el destilado y calcinó el residuo en el horno de reverbero.
Mezcló la sal fija así obtenida con el resultado de la destilación y lo
puso todo en un recipiente que colocó en un lugar fresco y húmedo. A los
pocos días aparecieron unos cangrejitos diminutos que,
alimentados con sangre de buey, pronto alcanzaron unos pocos
centímetros. Se pasaban entonces a agua de río que se cambiaba cada
tres días y a la que se añadía sangre de buey hasta que los animales
alcanzaban un tamaño notable”, cuenta Solís.
La promesa de la medicina regenerativa
Aunque este tipo de
experimentos eran relativamente populares y gozaban de credibilidad entre la
gente culta, con el perfeccionamiento del método científico, la credulidad
disminuyó. Robert
Boyle, uno de los padres
fundadores de la química moderna y teólogo cristiano,
trató sin éxito de reproducir algunos experimentos similares de resurrección y
concluía que los que habían visto aquellos resultados “no solo habían recurrido
a sus ojos sino también a su imaginación”.
El desarrollo de la
ciencia mostró que no era posible explicar el fenómeno de la resurrección sin
recurrir a lo sobrenatural y la teología cristiana renunció a apoyarse en las
leyes físicas. En un libro reciente sobre la materia, el papa Benedicto XVI,
buen conocedor de los esfuerzos estériles de sus predecesores, se refugiaba en
el misterio: “Cualquiera que se acerque a las narraciones de la Resurrección
creyendo que sabe lo que significa levantarse de entre los muertos, inevitablemente
malinterpretará esas narraciones y las descartará como carentes de
significado”.
Tras descubrir los
nuevos poderes que les otorgaba la nueva ciencia y la tecnología, los cerebros
que antes se habían dedicado a la alquimia o la teología no han renunciado a
combatir la mortalidad por otros medios. La medicina
regenerativa,
que utiliza el poder reparador de las células madre, es una de las vías
empleadas para esta pelea con resultados mucho más humildes que los que ofrece
la religión, pero tangibles. Algunos, como Ray Kurzweil, predican incluso la posibilidad
relativamente cercana de copiar nuestra consciencia en un dispositivo digital
para vivir como un cíborg para siempre.
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