martes, 8 de diciembre de 2015

LAS CARTAS DE LOS MAHATMAS. CARTA N°. 30

LAS CARTAS DE LOS MAHATMAS.
CARTA N°. 30
Carta del Mahatma K.H. a Hume.

CARTA N° 30 (La parte de la carta de A.C. Hume citada por K.H. pp. 330-1, es una precipitación facsímil de la escrita por A.O.H., y las frases en bastardilla que hay en ella han sido subrayadas por K.H.—Ed.) Privada

Mi querido Hermano,
Probablemente, hace una semana, difícilmente hubiera dejado pasar esta oportunidad para decirle que su carta relativa al señor Fern es una tergiversación tan completa del espíritu, y sobre todo de la actitud de M. hacia el mencionado joven caballero, como podría serlo la absoluta ignorancia por parte de usted del objetivo que él persigue —y no hubiera dicho nada más. Pero ahora las cosas han cambiado y aunque usted ha "llegado a saber" que nosotros "no poseíamos realmente el poder de leer en las mentes" como se había pretendido, sin embargo, sabemos bastante del espíritu con que mis últimas cartas fueron recibidas y del descontento producido, —para sospechar, si no conocer, que por mal acogida que sea con frecuencia la verdad, aún así ha llegado el momento de que yo hable con usted abierta y francamente. El mentir es un refugio del débil y nosotros somos suficientemente fuertes, incluso con todos los defectos que usted se complace en atribuirnos, para temer muy poco a la verdad; ni es probable que mintamos sólo porque lo que nos interesa es aparecer como sabios con respecto a cuestiones que ignoramos. Así pues, tal vez hubiera sido más prudente decir que usted sabía que no tenemos realmente el poder de leer en las mentes, a menos que nos pongamos en armonía total con la persona cuyos pensamientos quisiéramos conocer, y concentrando sobre ella toda nuestra atención —ya que eso hubiera sido un hecho innegable en lugar de una suposición gratuita, tal como ahora consta en su carta. Sea como sea, yo sólo encuentro ahora dos caminos ante nosotros, sin la más mínima desviación para un acuerdo.
A partir de ahora, si su deseo es que trabajemos juntos, debemos hacerlo sobre una base de perfecto entendimiento. Tiene usted completa libertad para decirnos —puesto que usted parece creerlo, o mejor dicho, ha llegado a creerlo sinceramente— que la mayoría de nosotros, debido al misterio que nos envuelve, vivimos consiguiendo reputación por saber lo que realmente no sabemos; mientras que yo, por ejemplo, quedaré tan libre como usted para hacerle saber lo que pueda pensar de usted, prometiendo usted, por su parte, que no se reirá por fuera de lo que diga y que no me guardará rencor por dentro, (algo que, a pesar de sus esfuerzos, rara vez podrá evitar); pero que, en el caso de que yo esté equivocado, usted lo demostrará con alguna prueba más sólida que la de una simple negativa. Si usted no se compromete a tal promesa, será totalmente inútil para cualquiera de nosotros perder nuestro tiempo en controversias y en correspondencia. Mejor darnos la mano astralmente, a través del espacio y esperar a que, o bien usted adquiera el don de distinguir lo verdadero de lo falso en un grado superior al que posee actualmente, o bien a que se haya demostrado que no somos más que impostores (o peor todavía, —espectros embusteros); o bien, en último caso, que alguno de nosotros esté en disposición de demostrarle nuestra existencia a usted mismo o al señor Sinnett —no astralmente, pues eso sólo fortalecería la teoría "espiritista"— sino visitándoles personalmente.
Puesto que resulta totalmente imposible convencerle de que incluso, a veces, leemos los pensamientos de otras personas, ¿puedo esperar que reconozca en nosotros, al menos, el suficiente conocimiento del idioma inglés como para no haber interpretado totalmente mal su muy comprensible carta? Y créame, cuando le digo que habiéndola comprendido perfectamente, le contesto a usted tan llanamente: "Mi estimadísimo Hermano, ¡usted está tremendamente equivocado de principio al fin!" Toda su carta está basada en una falsa interpretación, en una total ignorancia de los "eslabones perdidos" que son los únicos que pueden proporcionarle la verdadera clave de toda la situación. ¿Qué puede usted interpretar de lo que sigue?
Mi querido Maestro:
Entre todos ustedes están echando a perder por completo a Fern —es mil veces lamentable— porque, realmente, en el fondo es un buen muchacho y tiene un intenso deseo de conocimiento oculto —fuerte voluntad y una gran capacidad de automortificación— y estoy seguro de que él sería útil para los propósitos de ustedes, pero su arrogancia se está volviendo intolerable y se está convirtiendo en un inveterado embaucador; y esto es culpa de todos ustedes. ¡Ha engañado completamente a Morya desde el principio! Y ha seguido mintiendo persistentemente a Sinnett para mantener la ilusión de que ha conseguido que Morya le confíe secretos y le acepte como chela, y ahora piensa de sí mismo que es un digno rival para cualquiera. . . . Morya contesta cayendo completamente en la trampa . . . este fraude empezó, sin duda, en interés nuestro (de ustedes) . . . etc. etc. etc.
No es necesario que yo repita, una vez más, lo que ya he dicho antes, es decir, que hasta recibir la primera carta de usted sobre el señor Fem, yo nunca le había dedicado un solo momento de atención. Entonces, ¿quién de entre nosotros echa a perder a ese joven caballero? ¿Morya? Bien; es fácil ver que usted todavía sabe menos de él de lo que cree que él sabe sobre lo que usted tiene en su mente. "Fern ha embaucado por completo a Morya". ¿Sí? Siento verme obligado a confesar que, de acuerdo con el código occidental de ustedes, más bien parecería lo contrario; que fue mi amado Hermano el que "embaucó" al señor Fern —si no tuviese el malsonante término otro significado entre nosotros, así como también otro nombre. Este último, por supuesto, puede parecerle a usted aún más "irritante", puesto que hasta el señor Sinnett, que en esto no es más que el eco de cada hombre de la Sociedad inglesa, lo considera absolutamente irritante para los sentimientos de la mayoría de los ingleses. Este otro nombre es —PROBACIÓN, algo que todo chela que no quiere serlo simplemente a título decorativo, tiene que soportar nolens volens durante un período más o menos largo; algo que, —por esta mismísima razón que sin duda está basada en lo que ustedes, los occidentales, siempre considerarán como un sistema de embaucar o engañar— yo, que conozco las ideas europeas mejor que Morya, me he negado siempre a aceptar, y ni siquiera a tener en cuenta a cualquiera de ustedes dos como —chelas.
Así pues, lo que usted considera ahora como "engaño" por parte del señor Fern, lo hubiera atribuido a Morya sólo con que hubiera sabido usted algo más de lo que sabe de nuestro sistema; mientras que la verdad es que el uno es por completo irresponsable en muchas de las cosas que está haciendo ahora, y el otro está llevando a cabo lo que, honradamente, advirtió de antemano al señor Fern; y si usted ha leído la correspondencia, como dice, debe haberse enterado de ello por la carta de H.P.B. a Fern, escrita desde Madras, carta que en su celo al servicio de M. ella le escribió a Simla, esperando que con eso le atemorizaría.
A un chela en probación se le permite pensar y hacer lo que le plazca. Se le previene y se le avisa de antemano: "usted será tentado y engañado por las apariencias; dos caminos se abrirán ante usted, ambos conducen a la meta que trata de alcanzar; el uno es fácil y le conducirá más rápidamente al cumplimiento de las órdenes que pueda recibir; el otro —más penoso, más largo— es un camino lleno de piedras y abrojos que le hará tropezar más de una vez en su marcha, y al final del cual, después de todo, puede que quizás encuentre el fracaso y puede que se sienta incapaz de cumplir las órdenes que se le han dado para algún pequeño trabajo en particular. Pero, mientras que el segundo camino será el causante de las dificultades que usted habrá soportado en él, y que se le tendrán en cuenta en su haber, el primero, el camino más fácil, no puede ofrecerle más que una satisfacción momentánea y un cumplimiento fácil de la tarea".
El chela se halla en perfecta libertad, y con frecuencia completamente justificada desde el punto de vista de las apariencias —para sospechar que su Gurú es "un impostor", como la elegante palabra expresa. Más que eso: cuanto más grande, cuanto más sincera sea su indignación —ya expresada en palabras o bien bullendo en su corazón— tanto más capacitado está él y mejor cualificado para convertirse en un adepto.
Es libre y no se le ha de tener en cuenta la utilización de las palabras y expresiones más ofensivas que se refieran a las acciones y a las órdenes de su Gurú, siempre que salga victorioso de la penosa experiencia; siempre que resista todas y cada una de las tentaciones, que rechace toda fascinación y demuestre que nada, ni siquiera la promesa de lo que él considera más querido que la vida, la más preciosa dádiva —su futuro adoptado— es capaz de desviarle del camino de la verdad y de la honradez, o de obligarle a convertirse en un impostor.
Mi querido señor: difícilmente estaremos nunca de acuerdo en nuestras ideas sobre las cosas, ni siquiera en el valor de las palabras. Usted nos llamó en cierta ocasión jesuitas; y vistas las cosas como usted las ve, quizás tuvo razón hasta cierto punto al consideramos así, puesto que, en apariencia, nuestros sistemas de entrenamiento no difieren mucho. Pero es sólo externamente. Como dije una vez, ellos saben que lo que enseñan es mentira, y nosotros sabemos que lo que impartimos es verdad, la única verdad y nada más que la verdad. Ellos trabajan por el mayor poder y gloria (!) de su Orden; nosotros por el poder y gloria final de los individuos, de las unidades aisladas, de la humanidad en general, y nos sentimos complacidos, aún más, nos sentimos — obligados— a mantener nuestra Orden y sus jefes totalmente en la sombra. Ellos trabajan, se afanan y embaucan para beneficio del poder terrenal en esta vida; nosotros trabajamos y nos afanamos y dejamos que nuestros chelas sean temporalmente embaucados para procurarles medios mediante los cuales nunca puedan ser engañados en adelante, y para que puedan descubrir todo el mal de la falsedad y la mentira, no sólo en ésta, sino en muchas de sus vidas futuras. Ellos —los jesuitas— sacrifican el principio interno, el cerebro Espiritual del ego, para alimentar y desarrollar mejor el cerebro físico del hombre personal, evanescente, sacrificando a toda la humanidad para ofrecerla en holocausto a su Sociedad —el insaciable monstruo que se alimenta del cerebro y de la médula de la humanidad, y desarrolla un cáncer incurable en cada punto de carne sana que toca. Nosotros —los criticados y mal comprendidos Hermanos— tratamos de persuadir a los hombres para que sacrifiquen su personalidad —destello pasajero— por el bienestar de toda la humanidad y, en consecuencia, por sus propios Egos inmortales, que son parte de esa última, puesto que la humanidad es un fragmento del todo integral, aquello en lo que se convertirá algún día. Ellos son adiestrados para engañar; nosotros para desilusionar; ellos mismos hacen el trabajo del basurero y — exceptuando algunos pobres y sinceros instrumentos suyos— lo hacen con amore y con fines egoístas; nosotros dejamos eso a nuestros servidores —los dugpas a nuestro servicio, dándoles carie blanche por el momento, y con el único objeto de evidenciar toda la naturaleza interna del chela, cuyos muchos escondrijos y rincones permanecerían oscuros y ocultos para siempre si no se facilitaran los medios para poner a prueba, por turno, cada uno de esos rincones. Que el chela gane o pierda la recompensa, depende sólo de él. Pero usted tiene que tener presente que nuestras ideas orientales acerca de los "motivos", la "veracidad" y la "honradez", difieren considerablemente de sus ideas occidentales. Tanto ustedes como nosotros pensamos que es moral decir la verdad, e inmoral mentir; pero aquí termina todo parecido, y nuestras opiniones difieren en un grado realmente notable.
Por ejemplo,
¿sería muy difícil para usted explicarme cómo puede ser que su civilizada sociedad occidental — iglesia, Estado, política y comercio— haya presumido siempre de una virtud que resulta totalmente imposible poner en práctica sin restricciones, lo mismo por parte de un hombre educado que de un estadista, un comerciante, o cualquier otro que viva en el mundo? ¿Puede alguien perteneciente a las clases antes citadas —la flor y nata de la caballerosidad inglesa, sus más orgullosos pares, y sus miembros del Parlamento más distinguidos, sus damas más virtuosas y puritanas— puede alguno de ellos decir la verdad, me pregunto, tanto en casa como en sociedad, durante sus funciones públicas o en el círculo familiar?
¿Qué pensaría usted de un caballero o de una dama, cuyas afables y corteses maneras y cuya suavidad de lenguaje no disimularan ninguna falsedad, que al encontrarse con usted le expresara brusca y simplemente lo que piensa de usted, o de cualquier otra persona?
¿Y dónde puede usted hallar a esa perla de comerciante honesto, o ese patriota temeroso de Dios, o político, o un simple visitante casual suyo, que durante todo el tiempo no disimule sus pensamientos —y no se sienta obligado— a mentir deliberadamente —so pena de ser considerado un bruto y un loco tan pronto como se ve obligado a decirle lo que piensa de usted; a menos que, excepcionalmente, sus verdaderos sentimientos no necesiten ser disimulados?
Todo es mentira, todo es falsedad a nuestro alrededor y en nosotros, hermano mío, y es por eso que parece usted tan sorprendido, si no afectado, cada vez que se encuentra con una persona dispuesta a decirle claramente la verdad en su propia cara; y además, ¿por qué le parece imposible aceptar que un hombre pueda no sentir animosidad contra usted, y aún más, incluso que le aprecie y le respete por algunas cosas y que, sin embargo, le diga a usted a la cara, franca y sinceramente, lo que piensa de usted? Al informarse de la opinión de M. sobre usted, expresada en algunas de sus cartas, dice usted que él tiene "un modo peculiar de expresarse, por no  decir otra cosa peor". No debe usted estar tan seguro de que, por el hecho de que las cartas son de su puño y letra estén escritas por él, aunque, desde luego, cada palabra está ratificada por él para servir a ciertos fines. Ahora bien, ese "modo" es simplemente la verdad desnuda, que él está dispuesto a escribirle, o incluso a decirle y a repetirle a la cara sin el menor cambio o disimulo, (a menos que haya dejado a propósito que las expresiones fuesen exageradas con la misma intención ya mencionada); y de todos los hombres que conozco, ¡él es, precisamente, el único para hacerlo así sin la menor vacilación! Y por esto le llama usted "una especie de tipo autoritario y muy irritable si le contradicen", pero añadiendo que usted "no advierte en él malicia y que no por eso le agrada menos". Ahora bien, ESTO NO ES ASI, hermano mío, y USTED LO SABE. No obstante, estoy dispuesto a conceder a la definición un sentido limitado, y a admitir y a repetir con usted (y con él a mi lado) que es una especie de tipo muy autoritario, y ciertamente, algunas veces muy propenso al enfado, especialmente si le llevan la contraria en lo que él sabe que es cierto. ¿Pensaría usted mejor de él si disimulara su enojo, si se mintiera a sí mismo y a los extraños, permitiéndoles así que le adjudicaran una virtud que no tiene? Si es un acto meritorio extirpar de raíz todo sentimiento de cólera, también lo es no sentir nunca el menor paroxismo de una pasión que todos consideramos pecaminosa, y es todavía un pecado mayor en nosotros pretender que así está extirpada. Le ruego que lea de nuevo "The Elixir of Life", n° 2 (abril, p. 169, col. l, párrafos 2, 3, 4, 5 y 6). Y sin embargo, en las ideas de Occidente, todo se reduce a apariencias, incluso en religión. Un confesor no pregunta a su penitente si sintió cólera, sino si demostró cólera ante alguien. "Si mientes, robas, matas, etc., evita ser descubierto". Tal parece ser el principal mandamiento de los Señores dioses de la civilización: la Sociedad y la Opinión Pública. Esta es la única razón de por qué a usted, que pertenece a esa civilización, le será difícil apreciar, si es que puede, caracteres como el de Morya: un hombre tan estricto consigo mismo, tan severo con sus imperfecciones, como indulgente para los defectos ajenos, no de palabra, sino en los más íntimos sentimientos de su corazón; porque mientras que siempre está dispuesto a decirle a la cara cualquier cosa que pueda pensar de usted, no obstante siempre fue un amigo más fiel para usted que yo mismo, un amigo que puede vacilar a menudo antes de herir los sentimientos de alguien, incluso para decir la más estricta verdad.
Así pues, de ser M. de los que condescienden a una explicación, le habría dicho:
"Hermano mío, en mi opinión es usted intensamente egoísta y presuntuoso. En su apreciación y en su auto-adulación, en general, pierde usted de vista al resto de la humanidad, y yo creo, en verdad, que usted considera a todo el universo creado para el hombre y ese hombre —es usted mismo. Si yo no puedo soportar que me contradigan cuando sé que tengo razón, usted todavía puede soportar menos que le contradigan, aún cuando su conciencia le dice claramente que está usted equivocado. Usted es incapaz de olvidar —aunque admito que es uno de los que perdonan— la más pequeña descortesía. Y creyendo usted, sinceramente, haber sido tan desatendido por mí (humillado, tal como usted lo expresó una vez) hasta hoy la supuesta ofensa ejerce una callada influencia sobre todos sus pensamientos relacionados con mi humilde persona. Y aunque su elevado intelecto siempre le impedirá que cualquier sentimiento de venganza se imponga y domine de este modo lo mejor de su naturaleza, sin embargo, esos sentimientos no están exentos de ciertas influencias, ni siquiera por lo que se refiere a sus facultades de razonamiento, puesto que usted se complace (aunque difícilmente lo reconocerá ante sí mismo) —en idear medios para cogerme en falta, hasta el punto de verme en su imaginación como un tonto, como un crédulo ignorante capaz de caer ¡en las trampas de un Fern! Razonemos, Hermano mío —dejemos de lado, totalmente, el hecho de que yo sea un iniciado, un adepto— y razonemos acerca de la posición que sus facultades imaginativas han creado para mí —como dos mortales corrientes con cierta dosis de sentido común en mi cabeza y una gran dosis de lo mismo en la suya. Si usted está dispuesto a ceder, aunque sea un poco, yo estoy preparado para demostrarle que es absurdo pensar que yo pudiera haber sido ¡atrapado en las redes de un ardid tan pobre! Usted escribe que, con el propósito de probarme, Fern quiso saber 'si Morya deseaba que (su visión) fuese publicada — y que Morya contestó, cayendo completamente en la trampa que así lo deseaba'. Ahora bien, aceptar esta última explicación es más bien difícil y sólo se necesita un hombre con un sentido común moderado y poderes de razonamiento para darse cuenta de que existen dos dificultades insuperables en la manera de conciliar su anterior opinión sobre mí y la creencia de que realmente caí en la trampa.
Primera: la naturaleza y el tema de la visión. En esa visión hay tres seres misteriosos —el 'Gurú'— el 'Poderoso' y el 'Padre'; —siendo este último su humilde servidor. Pero es difícil creer —si no se me atribuyen las facultades de un médium alucinado— que yo, sabiendo bien que nunca me había acercado hasta entonces al joven caballero a menos de la distancia de una milla, ni le había visitado nunca en sus sueños, creyera en la realidad de la visión descrita, o que al menos no se hubieran despertado mis sospechas por tan extraña afirmación.
"Segundo. La dificultad de conciliar el doble hecho de ser yo un 'tipo autoritario' que monta en cólera cuando le contradicen, y mi total sumisión a la desobediencia, a la rebelión de un chela en probación, el cual, al enterarse de que 'Morya lo deseaba' —es decir, deseaba que se diera publicidad a la visión— y habiendo prometido realmente volver a escribirla, después de todo, nunca pensó obedecer ese deseo, ni el pobre y fatuo gurú y 'Padre' pensó más en el asunto. Ahora bien, todo lo anterior debería estar perfectamente claro, incluso para el hombre de mediano intelecto. Lo que sucedió fue lo contrario, y es que, indudablemente, un hombre de grandes poderes intelectuales, y todavía mayores de razonamiento, al dejarse atrapar por la más burda de las falsedades jamás imaginada —la conclusión es perentoria, y ninguna otra puede ser formulada— ese hombre, sin saberlo, dejó que su mezquino sentimiento de venganza quedara satisfecho a expensas de su lógica y de su sentido común. BMSS, no hablaremos más de ello. Con todo esto y mientras expreso abiertamente mi desagrado por su presunción y su egoísmo en muchas cosas, admito con franqueza y le expreso mi admiración por sus muchas otras admirables cualidades, por sus genuinos méritos y su buen sentido en todo lo que no se relaciona directamente con usted mismo —pues en estos casos resulta usted tan autoritario como yo, sólo que muchísimo más impaciente— y confío de todo corazón que usted me perdonará por mis bruscas y rudas maneras de expresión, ateniéndome a sus códigos de educación occidental. Al mismo tiempo diré, lo mismo que usted, que no le guardo rencor y que no me agrada usted menos por esto —sino que lo que le digo es la pura verdad, la expresión de mis genuinos sentimientos, y no meras palabras escritas para satisfacer el sentimiento del deber cumplido".
Y ahora que he hecho de interlocutor de Morya para usted, tal vez pueda permitirme decirle algunas palabras por mi cuenta. Comenzaré recordándole que en diversas ocasiones, en especial durante los últimos dos meses, usted se ha ofrecido repetidamente como chela, y el primer deber de éste es escuchar sin enfado ni resentimiento todo lo que el gurú pueda decir.
¿Cómo podremos nunca enseñarle a usted, o cómo podrá usted aprender, si tenemos que mantener una actitud completamente ajena a nosotros y a nuestros métodos: —la actitud de dos hombres de mundo? Si usted quiere realmente ser un chela, es decir, si quiere convertirse en el depositario de nuestros misterios, tiene que adaptarse a nuestras maneras, no nosotros a las suyas. Hasta que no lo haga así, es inútil para usted esperar algo más de lo que podemos dar bajo circunstancias ordinarias. Usted quiso enseñar a Morya, y puede descubrir (y descubrirá, si Morya me autoriza a actuar por mi cuenta) que él le ha enseñado a usted una cosa, la cual, o bien nos hará amigos y hermanos para siempre, o bien —si prevalece en usted el caballero occidental sobre el chela oriental y futuro adepto— usted romperá con nosotros disgustado y acaso lo proclame por todo el mundo. Para esto estamos todos preparados, y estamos intentando precipitar la crisis en un sentido o en otro. Se acerca noviembre y para entonces todo tiene que estar decidido.
La segunda pregunta es. ¿No piensa usted, mi buen Hermano, que el incivilizado y autoritario tipo que le diría su parecer honradamente y por su propio bien y que, al mismo tiempo, protegería cuidadosamente, aunque pasando desapercibido, a usted, a su familia y su reputación, de cualquier posible daño, —¡ay! hermano, hasta el punto de vigilar día y noche a un cruel sirviente musulmán, dispuesto a tomar venganza de usted y destruyendo realmente sus viles planes; —no cree que ese autoritario e incivilizado tipo vale diez veces más su peso en oro, que un Residente británico, un caballero que manche su reputación y la haga añicos a sus espaldas, mientras le sonríe y le estrecha la mano calurosamente dondequiera que le encuentre? ¿No cree que es mucho más noble decir lo que uno piensa, y habiéndolo dicho —cosa que incluso usted considerará, naturalmente, como una impertinencia— prestar  después a la persona así tratada toda clase de servicios, de los cuales probablemente nunca oirá hablar, ni los descubrirá, que por el contrario, hacer lo que el muy civilizado Coronel o General Watson, y especialmente su esposa han hecho, cuando al ver por primera vez en su vida a dos extranjeros en su casa —Olcott y un juez nativo de Baroda— lo tomaron como pretexto para desacreditar a la Sociedad —porque usted estaba en ella! No le repetiré las mentiras de que fueron acusados, las exageraciones y las calumnias dirigidas contra usted por la señora Watson y corroboradas por su esposo —el galante soldado; tan sorprendido y desazonado quedó el pobre Olcott por el imprevisto ataque —él, que se sentía tan orgulloso de que usted perteneciese a la Sociedad que, en su consternación, apeló a M. Si hubiera usted oído lo que este último dijo de usted, y cuánto apreciaba su actual trabajo y su disposición de ánimo, gustosamente le concedería el derecho de ser, en alguna ocasión, rudo en apariencia.
Le prohibió a Olcott decir algo más de lo que ya había dicho a H.P.B., la cual —como mujer que es— lo comunicó de inmediato al señor Sinnett —y a pesar de lo enfadada que estaba con usted en aquel momento, le sentó muy mal el insulto y la ofensa inferidos a usted— y se tomó la molestia de observar retrospectivamente aquel momento que la señora Watson mencionaba, en que usted estaba disfrutando de la hospitalidad de su casa. Esa es, pues, la diferencia entre supuestos amigos bien intencionados de origen occidental superior, y los pretendidos —mal intencionados de la raza oriental inferior. Aparte de esto, le concedo el derecho de sentirse enfadado con M., porque éste ha hecho algo que, aunque está estrictamente de acuerdo con nuestras reglas y métodos, será profundamente desagradable para la mentalidad occidental cuando se sepa, y de haberlo sabido yo a tiempo para detenerlo, ciertamente habría evitado que se hiciera. Verdaderamente, es muy amable por parte del señor Fern, expresar su intención de "atraparnos", —por supuesto que "sin comprometer a la Vieja Dama", porque, ¿qué tiene que ver la pobre "Vieja Dama" con todo esto? Tiene nuestro beneplácito para atraparnos, e incluso para desenmascararnos, no sólo en beneficio propio y en el de ustedes, sino en beneficio de todo el mundo, si ello puede, de algún modo, consolarle de su fracaso. Y es seguro que fracasará si sigue adelante por ese camino de hacer un doble juego. La opción de aceptarle o no como un chela ordinario —queda para el Chohan.
M. tiene que hacer, simplemente, que se lo someta a prueba, se le tiente y se le examine por todos y cada uno de los medios posibles, a fin de que su verdadera naturaleza se ponga de manifiesto.
Esta es una regla para nosotros tan inexorable como desagradable para sus ojos de occidental, y yo no podría evitarla aunque quisiera. No es bastante conocer cabalmente lo que el discípulo es capaz de hacer o dejar de hacer en un momento dado y bajo las circunstancias que abarcan el período de probación. Nosotros debemos saber lo que puede ser capaz de hacer ante toda clase de oportunidades. Todas nuestras precauciones están tomadas. Ninguna de nuestras Upasika o Yu-posah (Duda sobre si debería ser Upasaka, la forma masculina de Upasika.— Eds.) ni H.P.B., ni O., ni siquiera Damodar, ninguno de ellos puede ser incriminado. Fern queda en libertad de enseñar cualquier carta que tenga en su poder, y de divulgar lo que se le sugirió que hiciera, y de explicar lo que realmente ha hecho, o mejor dicho, lo que no ha hecho, (Dejándole a él la elección entre los dos caminos). Cuando llegue el momento —si para su desgracia llega alguna vez— nosotros tenemos medios para demostrar cuánto de ello es verdad y cuánto es falso o inventado por él. Mientras tanto, tengo un consejo que ofrecer —vigile y no diga una palabra. El ha sido, es y será tentado para que cometa toda clase de errores. Tal como digo, yo no sabía nada de lo que estaba sucediendo, hasta el otro día. Cuando supe que hasta mi nombre era indirectamente asociado con la probación, previne a quien tenía que prevenir, y prohibí terminantemente que mis propios asuntos se vieran mezclados en ello.
Sin embargo, él es una magnífica persona para la clarividencia, y de ninguna manera tan malo como usted piensa de él. Es engreído, pero, ¿quién no lo es? ¿Quién de nosotros está completamente libre de este defecto? El puede imaginar y decir lo que quiera, pero que usted se deje seducir así por un prejuicio cuya existencia ni siquiera está dispuesto a admitir, ¡es sumamente extraño! El que usted creyera sinceramente la afirmación de que M. fue embaucado y cogido en la trampa por el señor Fern, es en realidad algo demasiado ridículo, cuando hasta O., no sólo la "Vieja Dama", nunca creyeron en ello, puesto que sabían que él iba a estar en probación, y también sabían lo que esto significaba. Hace algunos días, M. se tomó el trabajo de demostrarle a usted que él nunca fue atrapado, como usted esperaba, y la sola idea le hacía reir; y seguramente Olcott le dará a usted una buena prueba de ello, aunque se encuentra en el interior de Ceilán en estos momentos, donde no pueden llegar cartas ni mucho menos telegramas. Ni tampoco ese fraude —si usted lo quiere llamar así— fue nunca propiciado en nuestro interés, por la sencilla razón de que nosotros no tenemos interés en ello —sino en el señor Fern, en la Sociedad y en las ideas de H.P.B. Pero, ¿por qué llamarlo fraude? El le pidió a ella su consejo, la importunó y le suplicó, y ella le dijo: "Trabaje por la causa; trate de indagar e investigar, y de obtener así todas las pruebas que pueda de la existencia de los Hermanos. Fíjese que este año no vendrán, pero hay muchos Lamas que bajan cada año a Simla y sus alrededores, y consiga así toda la evidencia que pueda para usted para el señor Hume, etc." ¿Hay algo malo en esto? Cuando recibió el manuscrito que contenía la visión de Fern, ella le preguntó a M., y aquel a quien en dicho manuscrito se le llama "el Poderoso" y el "Padre" y qué sé yo qué mas, le contó a ella la verdad, y entonces le mandó que preguntara al señor Fern si lo      publicaría, habiéndole dicho de antemano a ella y a O. que no lo haría. Lo que Morya sabe de ésta y de otras visiones, sólo él lo sabe, y nunca me inmiscuiré en sus métodos de trabajo, por muy enfadosos que puedan resultarme personalmente. Por supuesto, ya que me lo pide, la "Vieja Dama" no sabrá nada. Pero usted debe saber que desde que ella se fue a Baroda, tiene peor opinión de Fern que usted mismo.
Allí supo ciertas cosas de él y de Brookes, y oyó otras contadas por este último que es, como usted sabe, el Mejnoor de Fem en Baroda. Ella es mujer, aunque sea una Upa-si-ka (discípula) y excepto en cuestiones ocultas, difícilmente puede contener su lengua. Creo que ya tuvimos bastante de todo esto. Cualquier cosa que haya ocurrido o que pueda ocurrir, afectará sólo a Fern —y a nadie más.
He oído hablar de la proyectada gran ‘Conversazione teosófica’ —y si en ese momento usted sigue siendo teósofo es mejor, por supuesto, que se celebre en su casa. Y ahora me gustaría decirle algunas palabras de despedida. A pesar del triste conocimiento que tengo de su principal y casi único defecto —uno que usted mismo me ha confesado en su carta— deseo que me crea, mi muy querido Hermano, cuando digo que mi consideración y mi respeto hacia usted en todas las demás cosas son grandes y muy sinceros. No es probable de que me olvide, pase lo que pase, que durante los muchos meses transcurridos sin esperar ni pedir recompensa o ventaja alguna para usted, ha trabajado y se ha afanado día tras día por el bien de la Sociedad y de la Humanidad en general, con la única esperanza de hacer el bien. Y yo le ruego, buen Hermano, que no considere como un "reproche" cualquier simple advertencia que venga de mí. Si he tratado de razonar con usted ha sido porque me vi obligado a hacerlo así, ya que el Chohan las consideró (las sugerencias de usted) como algo completamente inaudito, reclamaciones que, a su parecer, no cabe tener en cuenta ni por un momento. Aunque ahora pueda considerar los argumentos esgrimidos contra usted como "reproches inmerecidos", sin embargo, habrá de reconocer algún día que usted, realmente, estaba "esperando concesiones irrazonables". El hecho de sus insistentes proposiciones de que a usted —(y a nadie más)— le fuera permitido obtener algún don fenoménico, que se utilizaría para convencer a los demás —aunque pueda aceptarse simplemente en sentido literal, "como sugerencia a tener en cuenta (por parte mía)", y que ello "no constituía en modo alguno una reclamación"— sin embargo, para cualquiera que pudiera leer entre líneas, aparecería, desde luego, como una clara exigencia. Tengo todas sus cartas y a duras penas hay una en la que no se respire el espíritu de una exigencia determinada, de una petición merecida, es decir, una exigencia de lo que se debe y la no aceptación de la cual le proporciona a usted el derecho a sentirse agraviado. No dudo de que no fue ésa su intención al escribirlas. Pero ese era su pensamiento secreto, y su íntimo sentimiento siempre fue descubierto por el Chohan cuyo nombre tantas veces utiliza usted, y Él fue quien tomó nota de ello. ¿Subestima usted lo mucho que ya consiguió, por su inconsistencia y por ser incompleto? Le he pedido: tome notas de lo primero, empezando con las inconsistencias —como usted las juzga— en nuestros primeros argumentos en pro y en contra de la existencia de Dios, y terminando con las supuestas contradicciones acerca de los "accidentes" y "suicidios". Envíemelas, y yo le demostraré que no existe ninguna contradicción para el que conoce bien el conjunto de la doctrina. ¡Es extraño que se acuse a alguien, en plena posesión de sus facultades mentales, de que el miércoles escribiera una cosa y el sábado o domingo siguientes lo hubiera olvidado todo y se contradijera categóricamente! No creo que ni siquiera nuestra H.P.B-, con su deplorable y deteriorada memoria, pudiera ser culpable de tan grande olvido. En opinión de usted, "no merece la pena estar trabajando meramente para las inteligencias de segunda clase", y propone, siguiendo la línea de ese razonamiento, o bien conseguirlo todo, o abandonar por completo el trabajo, si no puede divulgarse inmediatamente un "esquema de filosofía que resista el escrutinio y la crítica de hombres como Herbert Spencer". A esto le respondo que usted peca contra la masa. No es entre los Herberts Spencer y los Darwins o los Johns Stuart Milis donde tienen que hallarse los millones de espiritistas ahora intelectualmente extraviados, pero son ellos los que constituyen la mayoría de las "inteligencias de segunda clase". Si al menos hubiera tenido paciencia, habría recibido todo lo que hubiera deseado conseguir de nuestra filosofía especulativa —queriendo significar por "especulativa" que se hubiera mantenido como tal, por supuesto, para todos menos para los adeptos. Pero, realmente, mi querido Hermano, usted no anda sobrado de esa virtud. Sin embargo, todavía soy incapaz de ver por qué usted ha de sentirse tan descorazonado ante la situación.
Pase lo que pase, espero que usted no se tomará a mal las amistosas verdades que ha escuchado de nosotros. ¿Por qué debería hacerlo? ¿Se ofendería usted con la voz de su conciencia, susurrándole que a veces es usted irrazonablemente impaciente y en absoluto tal como a usted le gustaría ser? Realmente, usted ha estado trabajando por la causa sin interrupción durante varios meses y en muchas direcciones; pero no debe pensar, por el hecho de que no hemos manifestado nunca conocimiento alguno de lo que usted ha estado haciendo, ni porque tampoco nunca se lo reconocimos o se lo agradecimos en nuestras cartas —que somos desagradecidos o que ignoramos a propósito o por otra razón, lo que usted ha hecho, pues realmente no es así. Porque, aunque nadie debiera estar esperando agradecimiento por cumplir con su deber hacia la humanidad y hacia la causa de la verdad —puesto que, después de todo, el que trabaja para los demás trabaja para sí mismo— sin embargo. Hermano mío, me siento profundamente agradecido a usted por lo que ha hecho. No soy muy efusivo por naturaleza, pero confío en demostrarle algún día que no soy un ingrato, como usted piensa. Y usted mismo, aunque evidentemente ha sido indulgente en las cartas que me ha dirigido, al no quejarse de lo que llama fallos e inconsistencias en las nuestras, sin embargo, no ha llevado tan lejos esa indulgencia como para dejar al tiempo y a las explicaciones ulteriores la tarea de decidir si tales fallos fueron reales o sólo lo fueron aparentemente en la superficie. Usted siempre se ha quejado a Sinnett e incluso a Fern, al principio. Si usted consintiera, aunque sólo fuera durante cinco minutos, en imaginarse en la posición de un gurú nativo y de un chela europeo, vería en seguida cuan monstruosa debería parecer cualquier relación como la nuestra para la mente de un nativo; y usted no acusaría a ninguno de falta de respeto. Ahora bien, le ruego que me entienda. Yo no me quejo, pero el simple hecho de que usted se dirija a mí como "Maestro" en sus cartas, me convierte en el hazmerreír de todos nuestros Tchutuktus que conocen algo de nuestra relación. Nunca hubiera mencionado este hecho, pero estoy en posición de demostrárselo, incluyendo aquí una carta de Subba Row dirigida a mí, llena de excusas, y otra a H.P.B. llena de sinceras verdades, ya que ambos son chelas, o mejor dicho, discípulos. Espero no estar cometiendo una indiscreción —en el sentido occidental. Usted me hará el favor de devolvérmelas después de leerlas y de tomar nota de lo que dicen. Se le envían como estrictamente confidenciales, y sólo para su instrucción personal. Observará en no en el país. Mientras tanto, debo terminar reiterándole, una vez más, la seguridad de mi sincera consideración y estima.
Suyo,
K.H.
Créame, es usted demasiado severo e injusto con Fern.


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