UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA
CAPITULO
10 y Final de este libro
FRUTOS DEL ESTUDIO TEOSOFICO
"Los
miembros de la Sociedad Teosófica estudian estas verdades y los teósofos se
esfuerzan en practicarlas".
Así pues,
¿qué clase de
hombre es el verdadero teósofo a consecuencia de este conocimiento?
¿Qué fruto da
este estudio en su conducta diaria?
Convencido el
teósofo de la existencia de un supremo Poder infinitamente sabio y amoroso que
dirige el curso de la evolución, ve que todo cuanto este plan abarca está
encaminado a su progresivo desenvolvimiento.
Comprende el
teósofo que el pasaje de la Escritura según el cual "todas las cosas
propenden al bien" no es un poético arranque de la fantasía ni expresa una
piadosa esperanza sino que afirma una científica verdad. El logro final de inefable gloria es absolutamente seguro para todo hijo
de hombre cualquiera que sea su presente condición. Pero aún hay más. En el
momento actual todos están en camino de su gloria y las circunstancias en que
cada cual se halla propenden a favorecerle y no a perjudicarle, con tal que
acertadamente las comprenda. Triste verdad es que en el mundo hay mucha malicia, aflicción y
sufrimiento; pero desde su alto punto de mira, ve el teósofo que a pesar de lo
muy terribles son temporáneos y superficiales, y pueden aprovecharse como
elementos de progreso. Cuando en los días de su ignorancia contemplaba el teósofo
desde su bajo nivel los males del mundo, le era imposible comprender esta
verdad ni descubrir el genuino significado del aparente mal que veía al clavar
sus ojos en el inferior aspecto de la vida. Pero
una vez se ha levantado de su bajo asiento para subir a los altos niveles de la
mente y la conciencia y desde allí mira los males del mundo con los ojos del
espíritu y descubre su significado, se convence de que en verdad todo es bueno;
pero no que será bueno en algún lejanísimo período, sino que aun en el presente
momento, en el fragor de la lucha y en medio del aparente mal, sigue fluyendo
la caudalosa corriente de evolución y por lo tanto todo es bueno, porque todo
marcha hacia la meta de perfección.
Elevando así su
conciencia sobre las borrascas y tribulaciones de la vida mundana, advierte el
teósofo que lo que miraba como mal, parece oponerse a la caudalosa corriente
de progreso; pero también se da cuenta de que el impulso de la divina ley de
evolución es respecto de aquel somero mal como las formidables cataratas del
Niágara respecto de las espumosas vedijas que flotan en la superficie. Así es que mientras simpatiza profundamente con
todo lo que sufre, sabe cuál será el fin de este sufrimiento y son para él
imposibles la desesperación y el desaliento.
Además aplica
estas consideraciones a sus propias penas y disgustos así como a los del
prójimo; y por lo tanto, allega del estudio de la Teosofía una perpetua
serenidad y más todavía, incesante placidez y jovialidad. No conoce el tedio,
pues no tiene en verdad motivos para entediarse desde el momento en que sabe
que todo ha de acabar en bien. Su elevada ciencia le convierte en firme optimista, porque le
enseña que cuanto de malo pueda haber en una persona o en una colectividad ha
de ser necesariamente transitorio por oponerse al irresistible impulso de la
evolución, mientras que cuanto de bueno haya ha de ser por necesidad
permanente y útil, porque está apoyado por la omnipotencia de aquel impulso y
por lo tanto ha de persistir y prevalecer. Sin embargo, no cabe imaginar
ni por un momento que porque el teósofo esté absolutamente seguro del
definitivo triunfo del bien, mire con pasiva indiferencia los males del mundo.
Sabe que es su deber combatirlos con todas sus fuerzas, pues así
coadyuva a la acción de las energías evolutivas y adelanta la hora de su victoria
final. Nadie será tan activo como él en trabajar por el bien, aunque se vea
libre de las desazones y angustias que suelen afligir a quienes se esfuerzan en
auxiliar al prójimo.
Otro valiosísimo fruto del estudio de la Teosofía es la carencia
de temor.
Muchas gentes
están de continuo anhelosas e inquietas por tal o cual cosa y temen que les suceda
esto o lo otro, que les falle tal o cual combinación o que fracasen en sus
proyectos, por lo que no tienen ni un momento tranquilo y lo más temible para
la mayoría es la muerte. El teósofo transciende todos estos sentimientos, porque conoce
la capital verdad de la reencarnación, ha desechado ya varios cuerpos físicos y
sabe que la muerte no difiere esencialmente del sueño, pues así como el sueño
sobreviene entre nuestros días de actividad y nos proporciona descanso y
refrigerio, así entre los días de trabajo aquí en la tierra, a que llamamos
vidas, sobreviene una larga noche de existencia astral y mental para darnos
descanso y refrigerio y ayudarnos en nuestro camino.
Para el teósofo equivale la muerte a despojarse por largo tiempo
de su carnal vestidura. Sabe que es su deber conservarla todo lo posible para adquirir
por su medio cuantas experiencias pueda; pero
cuando le llegue la hora, la desechará agradecido, porque seguro está de
que la nueva etapa será mucho más gozosa que la pasada. Por lo tanto, no teme a
la muerte, aunque conoce que ha de seguir en el mundo hasta el término natural
de su vida física, pues en el mundo está para progresar y su progreso es cosa
de formidable importancia.
El teósofo tiene
de la vida un concepto muy distinto del de la generalidad de las gentes. No es
su objeto amontonar riquezas materiales ni obtener honores. Lo importante para
él es llevar adelante el divino plan. Sabe que para esto se halla en el mundo y
que a ello ha de supeditar todo lo demás.
También está libre el teósofo de cavilaciones, temores,
sobresaltos e inquietudes de carácter religioso. Nada de esto le
conturba, porque ve claramente que el progreso hacia la perfección es la divina
voluntad respecto del hombre, que nadie puede substraerse a este progreso y
que todo cuanto encontremos en nuestro camino, todo cuanto nos suceda está
destinado a favorecer nuestro adelanto. Ya no se conturba ni experimenta temor alguno respecto de sí
mismo. Se contrae a cumplir lo mejor posible los deberes que le van saliendo al
paso, seguro de que así todo le resultará en bien sin necesidad de inquietarse.
Se satisface tranquilamente con realizar su labor y ayudar a los hombres sus
hermanos, convencido de que el supremo poder le impulsará firme y lentamente y
hará por él todo cuanto necesite, con tal que se mantenga en el recto sendero
y mientras por su parte haga cuanto buenamente le sea posible.
Puesto que el teósofo sabe que todos formamos parte de una magna
evolución y literalmente somos hijos de un mismo Padre, ve que la
confraternidad universal de la humanidad no es imagen poética sino un hecho
positivo; no un sueño de algo que haya de realizarse en una vaga y lejana
Utopía, sino una condición ya existente. La certeza de esta omniabarcante
fraternidad le da al teósofo una más dilatada perspectiva de la vida y un
amplio punto de mira desde donde ver todas las cosas.
Advierte que son idénticos los verdaderos intereses de todos
los seres humanos que a costa del quebranto o del sufrimiento ajeno, nadie
logrará positivas ganancias. Esto no es para él artículo de fe religiosa sino una verdad
científica comprobada por el estudio. Echa de ver que la humanidad constituye
un todo, no puede ser bueno para la colectividad nada de lo que perjudique al
individuo, porque el perjuicio no sólo afecta a quien lo infiere sino a cuanto
le rodean.
Comprende el
teósofo que el verdadero beneficio para él es el que comparte con los demás, y
que todo adelanto que realice en el orden espiritual es algo que consigue para
sí y también para los demás. Si adquiere conocimiento o dominio propio, logra
con ello en verdad mucho sin quitarle nada a nadie, antes al contrario auxilia
y fortalece a los demás. Conocedor de la absoluta unidad espiritual del linaje humano,
sabe que aun en este bajo mundo ningún positivo provecho puede obtenerse que no
resulte al propio tiempo provechoso para toda la humanidad y se obtenga en su
nombre; que el progreso del hombre debe consistir en aliviar las cargas del
prójimo; que su espiritual adelanto implica un leve, pero no imperceptible adelanto
de la humanidad en general; y que cuantos sobrellevan noblemente las
penalidades y aflicciones en sus esfuerzos hacia la luz, alivian con ello la
carga y consuelan los dolores del prójimo.
Al reconocer la
fraternidad humana, no como una halagüeña esperanza acariciada por el
abatimiento sino como un positivo hecho derivado científicamente de una serie
de hechos naturales; al convencerse de la absoluta certeza de esta verdad,
cambia radicalmente su actitud hacia todas las cosas y siente profundamente
simpatía y se dispone a prestar auxilio, porque ve que nada debe hacer de
cuanto entrechoque con sus altos intereses.
De aquí se sigue
que ha de estar henchido de amplísima tolerancia y viva caridad. No puede
menos de ser tolerante porque sabe que más importa la conducta que las
creencias.
También ha de
tener caridad porque su mayor conocimiento le capacita para no mostrarse
riguroso con cosas que el hombre ordinario no comprende.
La norma del
teósofo respecto al bien y al mal, a lo justo e injusto, es siempre más elevada
que la de las gentes vulgares y sin embargo es mayor su indulgencia con el
pecador porque penetra más en lo hondo de la naturaleza humana.
Se da cuenta de
lo que era el pecado a los ojos del pecador en el momento de cometerlo y así
es más indulgente que quien nada sabe de todo esto.
Pero el teósofo
va aún más allá de la tolerancia, caridad y simpatía. Siente verdadero amor a
todos los seres humanos y por ello está siempre dispuesto a prestar auxilio,
porque sabe que cada contacto con el prójimo le deparará oportunidad de
auxiliarlo y el mayor conocimiento adquirido por sus estudios lo capacitará
para dar consejo y auxilio en casi todos los casos que se les presenten. No se empeña en que los demás piensen como él, pues
sabe que tal empeño es uno de los más comunes errores entre las gentes vulgares
y que argumentar equivale a consumir energía mental y así no se enzarza en
discusiones; pero si alguien desea de él consejo o instrucción está siempre
pronto a dárselos, aunque sin el menor intento de ganar prosélitos. La idea de
auxilio predomina en todas las relaciones de su vida, no sólo respecto del
prójimo sino también en conexión con el vasto reino animal que le rodea.
Algunos seres de este reino están en íntimo contacto con el hombre y con ello
tiene ocasión de favorecerlos. Reconoce el teósofo que también los seres del
reino animal son sus hermanos, aunque mucho más jóvenes y que también les debe
fraternal cariño, de modo que su relación con ellos sea siempre para favorecerlos
y nunca para perjudicarlos.
Ante todo y
sobre todo, la Teosofía es para el teósofo una doctrina de sentido común, que
le enseña hasta el punto en que por ahora es capaz de comprenderlas, las
verdades referentes a Dios y al hombre y las relaciones entre ambos. Después
reflexiona sobre estas verdades y obra de conformidad con ellas, guiado por la
razón y el discernimiento. Acomoda su conducta a la ley de evolución que le enseñó la
Teosofía y le proporciona una nuevo punto de vista y una piedra de toque en
donde comprobar todas las cosas; ante todo, sus pensamientos, emociones y obras
y después cuanto le quepa experimentar en el mundo exterior.
Siempre aplica el siguiente criterio:
"¿favorecerá o dificultará esto la evolución? ¿Es justo o
injusto?".
Con arreglo a este criterio ve desde luego si debe alentar o
reprimir cualquier pensamiento o emoción que se levante en su interior. Si ha
de beneficiar a la mayoría de la humanidad será bueno. Si ha de perjudicar a alguien
o entorpecerle en su adelanto será malo y debe evitarlo. Exactamente el mismo
criterio ha de seguir al juzgar de las cosas exteriores. Si sometida a la
piedra de toque resulta favorable a la evolución ha de admitirla y de lo
contrario rechazarla. Los intereses personales no le preocupan en ningún caso.
Sólo piensa en el bien de la evolución general y así se asienta en sólido
fundamento con claro criterio que le libra de las angustias de la incertidumbre
y la indecisión.
Dios quiere que el
hombre evolucione; y por lo tanto todo lo que favorezca esta evolución ha de
ser bueno y todo lo que a ella se oponga o la retarde desde ser malo aunque
tenga en su apoyo la creencia de las multitudes o la inmemorial tradición.
Sabedor el teósofo de que el verdadero hombre es el ego y no el
cuerpo, comprende que lo importante es la vida del ego y que a estos
altos menesteres ha de subordinar todo cuanto se relaciona con el cuerpo. Reconoce que se halla en la vida terrena para
progresar y que este progreso es lo único importante.
La verdadera finalidad de su vida es la educción de sus
inherentes cualidades y el perfeccionamiento de su carácter en los tres
aspectos físico, mental y espiritual. Advierte que en este progreso se espera de él no menos que la
absoluta perfección; que en su mano están las fuerzas necesarias y dispone de
la eternidad para conseguirlo, aunque cuanto más pronto la alcance mayor será
su individual eficacia para colaborar en el divino plan.
Sabe que su vida terrena es como un día de escuela y su cuerpo
físico una temporal vestidura en que se ha envuelto para aprender las lecciones
de la experiencia. Comprende que estas lecciones son el único propósito de
verdadera importancia y que obra con inconcebible estupidez quien con por
cualquier consideración se desvía de tal propósito. La vida dedicada
exclusivamente a la adquisición de riquezas o de fama le parece juego de
chiquillos y un insensato sacrificio de todo cuanto es verdaderamente valioso,
por fugaces momentos de engañosa satisfacción para la naturaleza inferior. Pone sus afectos
en las cosas espirituales y no en las terrenas, porque comprende que tal es la
rectitud de conducta y conoce cuán deleznables y fútiles son las cosas de la
tierra. Siempre procura colocarse en muy alto punto de vista, pues sabe que no
son de fiar los inferiores, donde los pasionales deseos y sentimientos forman
una nube que le ciega la visión. Cuando se entabla una lucha en su interior, recuerda que su
verdadero ser ha de triunfar, porque la naturaleza pasional no es el verdadero
hombre sino tan sólo la indómita porción de uno de sus vehículos. Sabe que
aunque caiga mil veces en el camino hacia su meta, sus motivos para alcanzarla
son tan poderosos después de la milésima caída como eran al principio; de modo
que sería inútil a más de insensato y perjudicial entregarse al abatimiento y
la desesperación. Emprende desde luego
la marcha por el sendero de perfección porque sabe que no le será tan penosa
como si la demorara para más tarde y sobre todo porque si se esfuerza en
realizar algún progreso y lo consigue, estará en disposición desde un superior
nivel de tender una mano auxiliadora a quien no ha llegado todavía al peldaño
de la escala a que él ascendió. Echa de ver que llegó al punto de adelanto
en que se halla, por lento proceso de mejoramiento, y así es que no espera el
instantáneo logro de la perfección. Considera
cuán inevitable es la magna ley de causa y efecto y que una vez comprendida la
actuación de esta ley puede valerse inteligentemente de ella para su adelanto
mental y moral, de la propia suerte que en el mundo físico nos aprovechamos de
las leyes cuya operación hemos logrado comprender.
Como sabe qué es la muerte no la teme ni se aflige por la suya
ni por la de aquellos a quienes ama, pues ya murieron varias veces en otros
tiempos y están familiarizados con ella. Considera la muerte como el tránsito
de una incompleta vida física a otra completa y superior, por lo que
sinceramente la recibe y cuando mueren sus allegados reconoce que es un
beneficio para ellos, aunque no pueda por menos de experimentar algo de pena
al verse separado siquiera temporalmente de ellos por lo que respecta al mundo
físico. Sin embargo, sabe que los llamados muertos están todavía cerca de él y
que le basta con desprenderse interinamente de su cuerpo físico durante el
sueño para estar junto a ellos como antes.
Ve claramente
que el universo es uno y que todo él está regido por la misma ley divina, tanto
en lo visible como en lo invisible a la vista física. Así es que no experimenta nerviosidad ni extrañeza al pasar de una a
otra región del universo ni está inseguro acerca de lo que ha de encontrar
allende el velo. Sabe que en la vida superior se le dejarán admirables
ocasiones de adquirir nuevos conocimientos y realizar utilísima obra; que la
vida fuera de este denso cuerpo físico tiene una intensidad y refulgencia con
las que en comparación se anonada todo goce terreno. De esta suerte, a
favor de su claro conocimiento y completa seguridad reciben cuantos le rodean
el poderoso influjo de la vida eterna. Es imposible en él la duda respecto de
su destino, pues así como mirando al salvaje se percata de lo que fue en el
pasado, así contemplando a los primates de la humanidad en grandeza y sabiduría
comprende lo que será en el porvenir.
Ve ante sí una
continua cadena de progreso, una escala de perfección en cada uno de cuyos
peldaños hay seres humanos, de modo que conoce que puede subir por ellos,
según la inalterable ley de causa y efecto, que obra siempre de la misma manera
y por lo tanto puede confiar en ella y utilizarla como utiliza las leyes del
mundo físico. El conocimiento de la ley de causa y efecto amplía su
perspectiva y le demuestra que si algo ha de sucederle le sucederá por haberlo
merecido a consecuencia de alguna acción cometida, de alguna palabra hablada,
de algún pensamiento sostenido en pasados tiempos o en precedentes vidas. Comprende que
toda tribulación equivale al pago de una deuda; y por lo tanto, cuando le
sobreviene una tribulación la recibe y acepta como una enseñanza, pues sabe por
qué le ha sobrevenido y se alegra de que le depare coyuntura de satisfacer
alguna de sus obligaciones. Además, considera la tribulación como otra índole
de oportunidad, esto es, lo que le permite verla por su aspecto beneficioso si
la sobrelleva dignamente. No malgasta tiempo en anticipar posibles infortunios ni cuando
le alcanza la desdicha la agrava insensatamente con lamentaciones, sino que se
dispone a sufrir con paciencia y fortaleza lo que en ella haya de inevitable. Sin embargo, no
se somete al infortunio con fatalista resignación. Recibe la adversidad como un estímulo para prosperar en términos que
sea capaz de vencerla y así de un remotísimo mal extrae la semilla del futuro
perfeccionamiento. Porque para pagar la deuda pendiente actualiza cualidades de
valor y resolución que serán para siempre suyas en venideras edades.
Se distingue el verdadero teósofo del resto de las gentes, por
su inalterable júbilo, su indomable valor en las dificultades,
su franca simpatía y positivo auxilio; pero al propio tiempo
toma muy por lo serio la vida y reconoce que cada cual tiene mucho que hacer en
este mundo, por lo que no hay tiempo que perder.
Sabe el teósofo con absoluta seguridad que además de labrar su
propio destino influye poderosamente en el de quienes le rodean y por ello ve
la gravísima responsabilidad que le acarrea el ejercicio de su poder.
También sabe que los pensamientos son cosas y que por medio de
ellos se puede hacer mucho bien o mucho mal.
Comprende que nadie vive independientemente porque cada uno de
sus pensamientos influye también en los demás y las vibraciones emitidas por su
mente se reproducen en las mentes ajenas, de suerte que es un foco de
salubridad o de infección mental para todos aquellos con quienes se pone en
contacto.
De aquí que su
código de ética sea muy superior al vigente en el mundo profano, porque sabe
que no sólo ha de regir sus palabras y acciones sino también sus pensamientos,
puesto que pueden tener más graves y transcendentales efectos que su externa
expresión en el mundo físico, ya que aunque un hombre no piense concretamente
en otro puede afectarlo con su pensamiento en bien o en mal. Aparte de esta
inconsciente influencia de su pensamiento en los demás, lo emplea
conscientemente para el bien, emitiendo corrientes
mentales de auxilio y consuelo hacia los menesterosos y afligidos, con lo que
se le abre un nuevo mundo de útiles servicios. Sus pensamientos son siempre
nobles, armónicos y elevados. Se coloca en actitud optimista respecto de todas las cosas y en
disposición de auxiliar.
Repudia los
pensamientos viles y siniestros, las actitudes pesimistas y el desdén ante el
dolor.
Continuamente
busca el bien en todas las cosas para intensificarlo en cuanto pueda y se
esfuerza en favorecer sin nunca perjudicar.
Así llega a ser
utilísimo para los hombres sus hermanos y en modesta esfera un colaborador del
plan de evolución.
Se olvida completamente
de sí mismo y sólo vive para beneficiar a los demás, reconociéndose como una
partícula del plan de evolución. Ve a Dios en su interior, aprende a ser fiel
expresión de Dios y cumpliendo así la voluntad de Dios llega a ser bendición
de sí mismo y de toda la humanidad.
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