domingo, 18 de septiembre de 2016

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA CAPITULO 10 y Final de este libro

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA


CAPITULO 10 y Final de este libro


FRUTOS DEL ESTUDIO TEOSOFICO

"Los miembros de la Sociedad Teosófica estudian estas verdades y los teósofos se esfuerzan en practi­carlas".
 Así pues,
¿qué clase de hombre es el verda­dero teósofo a consecuencia de este conocimiento?
¿Qué fruto da este estudio en su conducta diaria?
Convencido el teósofo de la existencia de un su­premo Poder infinitamente sabio y amoroso que di­rige el curso de la evolución, ve que todo cuanto este plan abarca está encaminado a su progresivo desenvol­vimiento.
Comprende el teósofo que el pasaje de la Escritura según el cual "todas las cosas propenden al bien" no es un poético arranque de la fantasía ni expresa una piadosa esperanza sino que afirma una cien­tífica verdad. El logro final de inefable gloria es absolutamente seguro para todo hijo de hombre cualquiera que sea su presente condición. Pero aún hay más. En el momento actual todos están en camino de su gloria y las circunstancias en que cada cual se halla propenden a favorecerle y no a perjudicarle, con tal que acertadamente las comprenda. Triste verdad es que en el mundo hay mucha ma­licia, aflicción y sufrimiento; pero desde su alto punto de mira, ve el teósofo que a pesar de lo muy terribles son temporáneos y superficiales, y pueden aprovecharse como elementos de progreso. Cuando en los días de su ignorancia contemplaba el teósofo desde su bajo nivel los males del mundo, le era imposible comprender esta verdad ni descubrir el genuino significado del aparente mal que veía al clavar sus ojos en el inferior aspecto de la vida. Pero una vez se ha levantado de su bajo asiento para subir a los altos niveles de la mente y la conciencia y desde allí mira los males del mundo con los ojos del espíritu y descubre su significado, se convence de que en verdad todo es bueno; pero no que será bueno en algún lejanísimo período, sino que aun en el presente momento, en el fragor de la lucha y en medio del apa­rente mal, sigue fluyendo la caudalosa corriente de evo­lución y por lo tanto todo es bueno, porque todo mar­cha hacia la meta de perfección.
Elevando así su conciencia sobre las borrascas y tribulaciones de la vida mundana, advierte el teósofo que lo que miraba como mal, parece oponerse a la cau­dalosa corriente de progreso; pero también se da cuenta de que el impulso de la divina ley de evolución es respecto de aquel somero mal como las formidables cataratas del Niágara respecto de las espumosas vedijas que flotan en la superficie. Así es que mientras simpatiza profundamente con todo lo que sufre, sabe cuál será el fin de este sufri­miento y son para él imposibles la desesperación y el desaliento.
Además aplica estas consideraciones a sus propias penas y disgustos así como a los del prójimo; y por lo tanto, allega del estudio de la Teosofía una perpetua serenidad y más todavía, incesante placidez y jovialidad. No conoce el tedio, pues no tiene en verdad motivos para entediarse desde el momento en que sabe que todo ha de acabar en bien. Su elevada ciencia le convierte en firme optimista, porque le enseña que cuanto de malo pueda haber en una persona o en una colectividad ha de ser necesariamente transitorio por oponerse al irresistible impulso de la evolución, mien­tras que cuanto de bueno haya ha de ser por necesidad permanente y útil, porque está apoyado por la omnipotencia de aquel impulso y por lo tanto ha de persistir y prevalecer. Sin embargo, no cabe imaginar ni por un momento que porque el teósofo esté absolutamente seguro del definitivo triunfo del bien, mire con pasiva indiferencia los males del mundo. Sabe que es su deber combatirlos con todas sus fuerzas, pues así coadyuva a la acción de las energías evolutivas y adelanta la hora de su vic­toria final. Nadie será tan activo como él en trabajar por el bien, aunque se vea libre de las desazones y angustias que suelen afligir a quienes se esfuerzan en auxiliar al prójimo.
Otro valiosísimo fruto del estudio de la Teosofía es la carencia de temor.
Muchas gentes están de con­tinuo anhelosas e inquietas por tal o cual cosa y temen que les suceda esto o lo otro, que les falle tal o cual combinación o que fracasen en sus proyectos, por lo que no tienen ni un momento tranquilo y lo más temi­ble para la mayoría es la muerte. El teósofo transciende todos estos sentimientos, porque conoce la capital verdad de la reencarnación, ha desechado ya varios cuerpos físicos y sabe que la muerte no difiere esencialmente del sueño, pues así como el sueño sobreviene entre nuestros días de actividad y nos proporciona descanso y refrigerio, así entre los días de trabajo aquí en la tierra, a que llamamos vidas, sobreviene una larga noche de existencia astral y men­tal para darnos descanso y refrigerio y ayudarnos en nuestro camino.
Para el teósofo equivale la muerte a despojarse por largo tiempo de su carnal vestidura. Sabe que es su deber conservarla todo lo posible para adquirir por su medio cuantas experiencias pueda; pero  cuando le llegue la hora, la desechará agradecido, porque seguro está de que la nueva etapa será mucho más gozosa que la pasada. Por lo tanto, no teme a la muerte, aunque conoce que ha de seguir en el mundo hasta el término natural de su vida física, pues en el mundo está para progresar y su progreso es cosa de formidable importancia.
El teósofo tiene de la vida un concepto muy dis­tinto del de la generalidad de las gentes. No es su objeto amontonar riquezas materiales ni obtener honores. Lo importante para él es llevar adelante el divino plan. Sabe que para esto se halla en el mundo y que a ello ha de supeditar todo lo demás.
También está libre el teósofo de cavilaciones, te­mores, sobresaltos e inquietudes de carácter religioso. Nada de esto le conturba, porque ve claramente que el progreso hacia la perfección es la divina voluntad res­pecto del hombre, que nadie puede substraerse a este progreso y que todo cuanto encontremos en nuestro camino, todo cuanto nos suceda está destinado a favorecer nuestro adelanto. Ya no se conturba ni experimenta temor alguno respecto de sí mismo. Se contrae a cumplir lo mejor posible los deberes que le van saliendo al paso, seguro de que así todo le resultará en bien sin necesidad de inquietarse. Se satisface tranquilamente con realizar su labor y ayudar a los hombres sus hermanos, convencido de que el supremo poder le impulsará firme y lentamente y hará por él todo cuanto necesite, con tal que se man­tenga en el recto sendero y mientras por su parte haga cuanto buenamente le sea posible.
Puesto que el teósofo sabe que todos formamos parte de una magna evolución y literalmente somos hijos de un mismo Padre, ve que la confraternidad uni­versal de la humanidad no es imagen poética sino un hecho positivo; no un sueño de algo que haya de reali­zarse en una vaga y lejana Utopía, sino una condición ya existente. La certeza de esta omniabarcante fraternidad le da al teósofo una más dilatada perspectiva de la vida y un amplio punto de mira desde donde ver todas las cosas.
Advierte que son idénticos los verdaderos inte­reses de todos los seres humanos que a costa del quebranto o del sufrimiento ajeno, nadie logrará positivas ganancias. Esto no es para él artículo de fe religiosa sino una verdad científica comprobada por el estudio. Echa de ver que la humanidad constituye un todo, no puede ser bueno para la colectividad nada de lo que perjudique al individuo, porque el perjuicio no sólo afecta a quien lo infiere sino a cuanto le rodean.
Comprende el teósofo que el verdadero beneficio para él es el que comparte con los demás, y que todo adelanto que realice en el orden espiritual es algo que consigue para sí y también para los demás. Si adquiere conocimiento o dominio propio, logra con ello en verdad mucho sin quitarle nada a nadie, antes al contrario auxilia y fortalece a los demás. Conocedor de la absoluta unidad espiritual del linaje hu­mano, sabe que aun en este bajo mundo ningún positivo provecho puede obtenerse que no resulte al propio tiempo provechoso para toda la humanidad y se obtenga en su nombre; que el progreso del hombre debe con­sistir en aliviar las cargas del prójimo; que su espiritual adelanto implica un leve, pero no imperceptible ade­lanto de la humanidad en general; y que cuantos so­brellevan noblemente las penalidades y aflicciones en sus esfuerzos hacia la luz, alivian con ello la carga y consuelan los dolores del prójimo.
Al reconocer la fraternidad humana, no como una halagüeña esperanza acariciada por el abatimiento sino como un positivo hecho derivado científicamente de una serie de hechos naturales; al convencerse de la absoluta certeza de esta verdad, cambia radicalmente su actitud hacia todas las cosas y siente profundamente simpatía y se dispone a prestar auxilio, porque ve que nada debe hacer de cuanto entrechoque con sus altos intereses.
De aquí se sigue que ha de estar henchido de am­plísima tolerancia y viva caridad. No puede menos de ser tolerante porque sabe que más importa la conducta que las creencias.
También ha de tener caridad porque su mayor conocimiento le capacita para no mostrarse riguroso con cosas que el hombre ordinario no comprende. ­
La norma del teósofo respecto al bien y al mal, a lo justo e injusto, es siempre más elevada que la de las gentes vulgares y sin embargo es mayor su indulgencia con el pecador porque penetra más en lo hondo de la naturaleza humana.
Se da cuenta de lo que era el pe­cado a los ojos del pecador en el momento de cometerlo y así es más indulgente que quien nada sabe de todo esto.
Pero el teósofo va aún más allá de la tolerancia, caridad y simpatía. Siente verdadero amor a todos los seres humanos y por ello está siempre dispuesto a pres­tar auxilio, porque sabe que cada contacto con el pró­jimo le deparará oportunidad de auxiliarlo y el mayor conocimiento adquirido por sus estudios lo capacitará para dar consejo y auxilio en casi todos los casos que se les presenten. No se empeña en que los demás piensen como él, pues sabe que tal empeño es uno de los más comunes errores entre las gentes vulgares y que argumentar equivale a consumir energía mental y así no se enzarza en discusiones; pero si alguien desea de él consejo o instrucción está siempre pronto a dárselos, aunque sin el menor intento de ganar prosélitos. La idea de auxilio predomina en todas las relacio­nes de su vida, no sólo respecto del prójimo sino también en conexión con el vasto reino animal que le rodea. Algunos seres de este reino están en íntimo contacto con el hombre y con ello tiene ocasión de favorecerlos. Reconoce el teósofo que también los seres del reino animal son sus hermanos, aunque mucho más jóvenes y que también les debe fraternal cariño, de modo que su relación con ellos sea siempre para favorecerlos y nunca para perjudicarlos.
Ante todo y sobre todo, la Teosofía es para el teó­sofo una doctrina de sentido común, que le enseña hasta el punto en que por ahora es capaz de compren­derlas, las verdades referentes a Dios y al hombre y las relaciones entre ambos. Después reflexiona sobre estas verdades y obra de conformidad con ellas, guiado por la razón y el discernimiento. Acomoda su conducta a la ley de evolución que le enseñó la Teosofía y le proporciona una nuevo punto de vista y una piedra de toque en donde comprobar todas las cosas; ante todo, sus pensamientos, emociones y obras y después cuanto le quepa experimentar en el mundo exterior.

Siempre aplica el siguiente criterio:
"¿favorecerá o dificultará esto la evolución? ¿Es justo o injusto?".
Con arreglo a este criterio ve desde luego si debe alen­tar o reprimir cualquier pensamiento o emoción que se levante en su interior. Si ha de beneficiar a la mayoría de la humanidad será bueno. Si ha de perjudicar a al­guien o entorpecerle en su adelanto será malo y debe evitarlo. Exactamente el mismo criterio ha de seguir al juzgar de las cosas exteriores. Si sometida a la piedra de toque resulta favorable a la evolución ha de admi­tirla y de lo contrario rechazarla. Los intereses personales no le preocupan en ningún caso. Sólo piensa en el bien de la evolución ge­neral y así se asienta en sólido fundamento con claro criterio que le libra de las angustias de la incertidumbre y la indecisión.

Dios quiere que el hombre evolucione; y por lo tanto todo lo que favorezca esta evolución ha de ser bue­no y todo lo que a ella se oponga o la retarde desde ser malo aunque tenga en su apoyo la creencia de las multitudes o la inmemorial tradición.
Sabedor el teósofo de que el verdadero hombre es el ego y no el cuerpo, comprende que lo importante es la vida del ego y que a estos altos menesteres ha de subordinar todo cuanto se relaciona con el cuerpo. Reconoce que se halla en la vida terrena para progresar y que este progreso es lo único importante.
La verdadera finalidad de su vida es la educción de sus inherentes cualidades y el perfeccionamiento de su carácter en los tres aspectos físico, mental y espiritual. Advierte que en este progreso se espera de él no menos que la absoluta perfección; que en su mano están las fuerzas necesarias y dispone de la eternidad para con­seguirlo, aunque cuanto más pronto la alcance mayor será su individual eficacia para colaborar en el di­vino plan.
Sabe que su vida terrena es como un día de escuela y su cuerpo físico una temporal vestidura en que se ha envuelto para aprender las lecciones de la expe­riencia. Comprende que estas lecciones son el único propósito de verdadera importancia y que obra con inconcebible estupidez quien con por cualquier conside­ración se desvía de tal propósito. La vida dedicada exclusivamente a la adquisición de riquezas o de fama le parece juego de chiquillos y un insensato sacrificio de todo cuanto es verdaderamente valioso, por fugaces momentos de engañosa satisfacción para la naturaleza inferior. Pone sus afectos en las cosas espirituales y no en las terrenas, porque comprende que tal es la rectitud de conducta y conoce cuán deleznables y fútiles son las cosas de la tierra. Siempre procura colocarse en muy alto punto de vista, pues sabe que no son de fiar los inferiores, donde los pasionales deseos y sentimientos forman una nube que le ciega la visión. Cuando se entabla una lucha en su interior, re­cuerda que su verdadero ser ha de triunfar, porque la naturaleza pasional no es el verdadero hombre sino tan sólo la indómita porción de uno de sus vehículos. Sabe que aunque caiga mil veces en el camino hacia su meta, sus motivos para alcanzarla son tan poderosos después de la milésima caída como eran al principio; de modo que sería inútil a más de insensato y perjudicial entregarse al abatimiento y la desespe­ración. Emprende desde luego la marcha por el sendero de perfección porque sabe que no le será tan penosa como si la demorara para más tarde y sobre todo porque si se esfuerza en realizar algún progreso y lo consigue, estará en disposición desde un superior nivel de tender una mano auxiliadora a quien no ha llegado todavía al peldaño de la escala a que él ascendió. Echa de ver que llegó al punto de adelanto en que se halla, por lento proceso de mejoramiento, y así es que no espera el instantáneo logro de la perfección. Considera cuán inevitable es la magna ley de causa y efecto y que una vez comprendida la actuación de esta ley puede valerse inteligentemente de ella para su adelanto mental y moral, de la propia suerte que en el mundo físico nos aprovechamos de las leyes cuya ope­ración hemos logrado comprender.
Como sabe qué es la muerte no la teme ni se aflige por la suya ni por la de aquellos a quienes ama, pues ya murieron varias veces en otros tiempos y están fa­miliarizados con ella. Considera la muerte como el tránsito de una in­completa vida física a otra completa y superior, por lo que sinceramente la recibe y cuando mueren sus allegados reconoce que es un beneficio para ellos, aun­que no pueda por menos de experimentar algo de pena al verse separado siquiera temporalmente de ellos por lo que respecta al mundo físico. Sin embargo, sabe que los llamados muertos están todavía cerca de él y que le basta con desprenderse interinamente de su cuerpo físico durante el sueño para estar junto a ellos como antes.
Ve claramente que el universo es uno y que todo él está regido por la misma ley divina, tanto en lo visible como en lo invisible a la vista física. Así es que no experimenta nerviosidad ni extra­ñeza al pasar de una a otra región del universo ni está inseguro acerca de lo que ha de encontrar allende el velo. Sabe que en la vida superior se le dejarán admirables ocasiones de adquirir nuevos conocimientos y realizar utilísima obra; que la vida fuera de este denso cuerpo físico tiene una intensidad y refulgencia con las que en comparación se anonada todo goce terreno. De esta suerte, a favor de su claro conocimiento y completa seguridad reciben cuantos le rodean el poderoso influjo de la vida eterna. Es imposible en él la duda respecto de su destino, pues así como mirando al salvaje se percata de lo que fue en el pasado, así contemplando a los primates de la humanidad en grandeza y sabiduría comprende lo que será en el porvenir.
Ve ante sí una continua cadena de progreso, una escala de perfección en cada uno de cuyos peldaños hay seres humanos, de modo que conoce que puede su­bir por ellos, según la inalterable ley de causa y efecto, que obra siempre de la misma manera y por lo tanto puede confiar en ella y utilizarla como utiliza las leyes del mundo físico. El conocimiento de la ley de causa y efecto amplía su perspectiva y le demuestra que si algo ha de suce­derle le sucederá por haberlo merecido a consecuencia de alguna acción cometida, de alguna palabra hablada, de algún pensamiento sostenido en pasados tiempos o en precedentes vidas. Comprende que toda tribulación equivale al pago de una deuda; y por lo tanto, cuando le sobreviene una tribulación la recibe y acepta como una enseñanza, pues sabe por qué le ha sobrevenido y se alegra de que le depare coyuntura de satisfacer alguna de sus obligaciones. Además, considera la tribulación como otra índole de oportunidad, esto es, lo que le permite verla por su aspecto beneficioso si la sobrelleva dignamente. No malgasta tiempo en anticipar posibles infor­tunios ni cuando le alcanza la desdicha la agrava in­sensatamente con lamentaciones, sino que se dispone a sufrir con paciencia y fortaleza lo que en ella haya de inevitable. Sin embargo, no se somete al infortunio con fata­lista resignación. Recibe la adversidad como un estí­mulo para prosperar en términos que sea capaz de ven­cerla y así de un remotísimo mal extrae la semilla del futuro perfeccionamiento. Porque para pagar la deuda pendiente actualiza cualidades de valor y resolución que serán para siempre suyas en venideras edades.
Se distingue el verdadero teósofo del resto de las gentes, por su inalterable júbilo, su indomable valor en las dificultades,
su franca simpatía y positivo auxilio; pero al propio tiempo toma muy por lo serio la vida y reconoce que cada cual tiene mucho que hacer en este mundo, por lo que no hay tiempo que perder.
Sabe el teósofo con absoluta seguridad que además de labrar su propio destino influye poderosamente en el de quienes le rodean y por ello ve la gravísima responsabilidad que le acarrea el ejercicio de su poder.
También sabe que los pensamientos son cosas y que por medio de ellos se puede hacer mucho bien o mucho mal.
Comprende que nadie vive independientemente porque cada uno de sus pensamientos influye también en los demás y las vibraciones emitidas por su mente se reproducen en las mentes ajenas, de suerte que es un foco de salubridad o de infección mental para todos aquellos con quienes se pone en contacto.
De aquí que su código de ética sea muy superior al vigente en el mundo profano, porque sabe que no sólo ha de regir sus palabras y acciones sino también sus pensamientos, puesto que pueden tener más graves y transcendentales efectos que su externa expresión en el mundo físico, ya que aunque un hombre no piense concretamente en otro puede afectarlo con su pensa­miento en bien o en mal. Aparte de esta inconsciente influencia de su pen­samiento en los demás, lo emplea conscientemente para el bien, emitiendo corrientes mentales de auxilio y consuelo hacia los menesterosos y afligidos, con lo que se le abre un nuevo mundo de útiles servicios. Sus pensamientos son siempre nobles, armónicos y elevados. Se coloca en actitud optimista respecto de todas las cosas y en disposición de auxiliar.
Repudia los pensamientos viles y siniestros, las actitudes pesimistas y el desdén ante el dolor.
Continuamente busca el bien en todas las cosas para intensificarlo en cuanto pueda y se esfuerza en favorecer sin nunca perjudicar.
Así llega a ser utilísimo para los hombres sus hermanos y en modesta esfera un colaborador del plan de evolución.
Se olvida completamente de sí mismo y sólo vive para beneficiar a los demás, reconociéndose como una partícula del plan de evolución. Ve a Dios en su interior, aprende a ser fiel expre­sión de Dios y cumpliendo así la voluntad de Dios llega a ser bendición de sí mismo y de toda la hu­manidad.


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