martes, 13 de septiembre de 2016

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA CAPITULO 2

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA

 

CAPITULO 2


DE LO ABSOLUTO AL HOMBRE

En nuestro actual estado de evolución, nada pode­mos saber de lo Absoluto, de la Infinito, de lo Om­ni-abarcante, sino que es.
Nada podemos decir que no sea limitado y por lo tanto inexacto.
En lo Absoluto se contienen innumerables univer­sos y en cada universo muchedumbre de sistemas so­lares.
Cada sistema solar es la expresión de un po­deroso Ser a quien llamamos el Logos, la Palabra de Dios, la Divinidad Solar. Es lo que los hombres signi­fican por Dios.
Penetra todo el sistema solar en el que nada hay que no sea El. Es el sistema solar la manifes­tación del Logos en la materia visible. Sin embargo, el Logos vive más allá y externamente al sistema solar con estupenda vida propia entre Sus iguales.
Según dice una Escritura oriental:
"Sabe que después de formar el universo entero con un átomo de mi Ser, sigo existiendo".
Nada podemos saber de la superior vida propia del Logos; pero de la porción de Su vida que vitaliza Su sistema, algo podemos saber en los niveles infe­riores de la manifestación.
No podemos verle; pero sí podemos ver la actuación de su poderío.
Ningún clari­vidente puede ser ateo, porque demasiado formidable es la evidencia. De Su propio ser puso este grandioso sistema en existencia.
Los que a este sistema pertenecemos somos evolucionantes porciones de la vida del Logos, chispas de Su divino Fuego. De El procedemos y a El hemos de volver.
Muchos han preguntado que por qué emanó el Logos de Sí mismo este sistema y nos ha enviado a arrostrar las borrascas de la vida. No podemos saberlo ni es cuestión práctica. Basta que estemos en este mun­do y nuestro deber es conducirnos óptimamente.
Sin embargo, muchos filósofos han especulado sobre este punto y han expuesto varias opiniones. La mejor que conozco es la de un filósofo gnóstico, quien dice: "Dios es amor, pero el amor en sí mismo no puede ser perfecto a menos que haya en quienes prodigarlo y puedan corresponderlo. Por lo tanto, el Logos se manifestó en la materia y puso límites a Su gloria, a fin de que por medio del natural y lento proceso de evolución viniéramos a la existencia y de acuerdo con Su voluntad fuéramos des­envolviéndonos hasta alcanzar Su nivel, porque enton­ces el amor de Dios sería más perfecto, pues podría prodigarlo en Sus propios hijos, quienes lo compren­derían y corresponderían a él, de suerte que se reali­zaría el magno plan del Logos y se cumpliría Su vo­luntad".
No sabemos en qué estupendas alturas reside la conciencia del Logos ni cuál es su verdadera naturaleza tal como allí se manifiesta; pero cuando se coloca en condiciones que están a nuestro alcance, su manifes­tación es siempre trina y así es que como Trinidad lo conciben todas las religiones. Son Tres y sin em­bargo esencialmente Uno. Son tres Personas (por per­sona se entiende una máscara) y sin embargo un solo Dios que se manifiesta en tres aspectos. Son Tres aspectos para nosotros, que los miramos desde nuestro inferior nivel, porque Sus funciones son diferentes; pero son Uno para El porque sabe que sólo son fases o facetas de Sí mismo. Los tres Aspectos se relacionan con la evolución del sistema solar y también con la del hombre.
Esta evolución es Su voluntad y el método de ella Su plan.
Inmediatamente después del Logos y formando parte de El de misteriosa manera están Sus siete minis­tros, llamados a veces los Espíritus planetarios.
Em­pleando un símil tomado de la fisiología del cuerpo humano, la relación de los Espíritus planetarios con el Logos puede compararse a la de los ganglios nerviosos con el cerebro.
Toda evolución dimanante del Logos se transmite por medio de uno u otro de los Espíritus planetarios.
Después de estos Espíritus siguen numerosas hues­tes u órdenes de Seres espirituales a que llamamos án­geles o devas.
No conocemos todas las funciones que desempeñan en las diferentes partes de este admirable plan, pero sí sabemos que algunos están íntimamente relacionados con la construcción del sistema solar y el desenvolvimiento de la vida en él.
En nuestro mundo hay un Ministro que repre­senta al Logos y gobierna en absoluto la evolución que se efectúa en este planeta.
Podemos concebirlo como el verdadero REY de éste mundo y a sus órdenes están varios agentes encargados de diferentes departamentos,
uno de los cuales atañe a la evolución de las diferentes razas humanas, de suerte que cada raza principal tiene un Jefe que la establece, la diferencia de las demás y preside su desenvolvimiento.
Otro departamento es el de religión y educación, del que han surgido todas las religiones y los insignes Instructores de que nos habla la historia. El ministro encargado de este departamento o viene individual­mente o envía a alguno de Sus discípulos a fundar una nueva religión cuando comprende que es necesaria. Por lo tanto, todas las religiones, al aparecer en el mundo, contenían una concreta afirmación de la ver­dad que siempre ha sido fundamentalmente la misma, aunque su exposición varió a causa de las diferencias entre las razas a quienes se revelaba. Por las condiciones de civilidad y el grado de evo­lución en que cada raza se hallaba, era conveniente ex­poner esta única verdad en diversas formas. Pero la verdad esencial es siempre la misma; así como la fuente de que dimana, aunque el aspecto externo parezca dife­rente y aun contradictorio. Es insensato que los hombres se peleen sobre la su­perioridad de tal o cual instructor o doctrina, porque el instructor es siempre un enviado de la Gran Fraternidad de Adeptos y sus enseñanzas coinciden siempre en los puntos capitales de ética y moral. Hay en el mundo un conjunto de verdades sub­yacentes en todas las religiones, que representan los hechos de la naturaleza tal coma hoy día los conoce el hombre. A causa del desconocimiento de estas verdades, las gentes ignorantes y profanas disputan sobre si hay Dios, si el hombre sobrevive a la muerte, si le es po­sible progresar y cuál es su relación con el universo. Estas cuestiones empezaron a inquietar la mente del hombre desde que despertó su inteligencia. No son enigmáticas coma suele suponerse, pues la respuesta está al alcance de cualquiera que se esfuerce debida­mente en hallarla. La verdad es asequible y la obtendrá todo aquel en que en obtenerla se esfuerce.
En las primeras etapas de la evolución de la hu­manidad, los superiores dignatarios de la Jerarquía provienen del exterior, es decir, de otros puntos mayormente evolucionados del sistema; pera tan pronto como los hombres alcanzan por la enseñanza recibida el suficiente nivel de poder y sabiduría, se encargan de ejercer el oficio de aquellos dignatarios.
Para que un hombre pueda ejercerlo ha de ascender a muy alto nivel y llegar a lo que se llama un adepto, un ser de tanta bondad, poder y sabiduría que sobresalga de en­tre el resto de la humanidad por haber alcanzado la cúspide de la evolución humana y cumplido lo que el plan de Dios le señalaba para su cumplimiento durante el actual ciclo de evolución. Sin embargo, prosigue evo­lucionando más allá de dicho nivel, en camino de la divinidad. Gran número de hombres de las principales nacio­nes del mundo han ascendido al nivel del adeptado. Son excelentes almas que con indomable valor asalta­ron los alcázares de la Naturaleza y se apoderaron de sus más recónditos secretos, ganando por ello el legí­timo derecho al título de adeptos. Hay entre ellos mu­chos grados jerárquicos y muchas esferas de actividad; pero siempre permanecen algunos en directo contacto con nuestra tierra, como miembros de la Jerarquía que tiene a su cargo la administración de los intereses del mundo y la espiritual evolución de la humanidad. A esta augusta Corporación se le suele llamar la Gran Fraternidad Blanca, aunque sus miembros no viven en comunidad, sino que cada uno de ellos se aparta del mundanal bullicio; y sin embargo perma­necen constantemente en comunicación entre sí y con su Jefe, porque es tanto su conocimiento de las fuerzas superiores, que para comunicarse no necesitan reunirse personalmente en el mundo físico.
En la mayor parte de los casos continúa viviendo cada cual en su propio país sin que ni quienes están junto a ellos sospechen su poderío. Todo el que quiera puede llamar su aten­ción, con tal de que se haga digno de atraerla. Nadie tema que sus esfuerzos pasen inadvertidos. Semejante inadvertencia es imposible, porque quien se entrega a un servicio de tanta trascendencia se distingue de los demás hombres como refulgente llama en noche tene­brosa. Algunos de estos adeptos que así trabajan en beneficio del mundo, desean tomar por aprendices a quie­nes han resuelto dedicarse por completo al servicio de la humanidad. A estos adeptos se les llama maestros.
Uno de dichos aprendices fue Elena Petrovna Blavatsky, una noble alma enviada hace cosa de noventa y cinco años a ofrecer conocimiento al mundo. En unión del coronel Henry Steele Olcott fundó la Sociedad Teosófica para la difusión de los conocimien­tos que estaba encargada de comunicar. Entre los que en aquellos primeros días se relacionaron con ella es­taba A. P. Sinnett, director del periódico The Pioneer, cuya aguda inteligencia comprendió desde luego la magnitud e importancia de las enseñanzas blavatskianas. Aunque la señora Blavatsky había ya publicado la obra Isis sin Velo, pocos se habían fijado en ella y Sin­nett fue el primero que en sus dos obras: El Mundo Oculto y El Buddhismo Esotérico puso las enseñanzas en forma inteligible para los lectores occidentales. Precisamente estas dos obras me proporcionaron la coyuntura de conocer primero a su autor y después a la señora Blavatsky. De ambos aprendí mucho; y cuan­do le pregunté a la señora Blavatsky que cómo podría yo adquirir mayor conocimiento y adelantar definiti­vamente en el Sendero que nos señalaba, me respondió diciendo que de la misma manera que los Maestros la habían aceptado a ella por aprendiz, aceptarían tam­bién a otros estudiantes; pero que el único medio de lograr la aceptación era mostrarse merecedor de ella por medio de ferviente y altruista labor. Manifes­tóme que para llegar el hombre a tal punto, había de tener una absolutamente fija determinación, pues no podía esperar feliz éxito quien tratara de servir simultáneamente a Dios y a Mammón.
Un Maestro había dicho sobre el particular: "Para obtener buen éxito, debe dejar el discípulo su propio mundo y venirse al nuestro". Esto significa que debe dejar de ser uno de cuan­tos sólo viven para adquirir riquezas y poderío y unirse a la exigua minoría que con menosprecio de semejan­tes cosas viven tan sólo para dedicarse abnegadamente al bien del mundo.
Nos advirtió claramente la señora Blavatsky que el sendero era muy difícil de hollar; que la incom­prensión de los mundanos podría vilipendiarnos; que nos esperaba labor muy ardua y penosa; y que aunque el resultado era seguro no cabía predecir cuánto tar­daríamos en obtenerlo. Algunos de nosotros aceptamos gozosas estas condiciones y ni por un momento nos hemos arrepentido de nuestra decisión. Al cabo de algunos años de labor tuve el beneficio de ponerme en relación con estos insignes Maestros de Sabiduría, de quienes aprendí muchas cosas, entre ellas la de comprobar por mí mismo y de primera mano la mayor parte de las enseñanzas que me habían comu­nicado. Por lo tanto, respecto de esta materia, escribo de lo que conozco y he visto por mí mismo. En las enseñanzas de los Maestros hay algunos puntos cuya comprobación requiere facultades supe­riores a las que hasta ahora he adquirido. De dichos puntos sólo puedo decir que son congruentes con lo que yo conozco y en algunos casos se ha de aceptar como necesarias hipótesis para la explicación de lo que yo he visto. También tienen dichos puntos, como el resto del sistema teosófico, la autoridad de los poderosos Instructores. Desde entonces aprendí a comprobar por mí mismo la mayor parte de lo que se me enseñaba y he visto que era exacto en todos sus pormenores. Por lo tanto, motivo tengo para dar por sentada la probabi­lidad de que también la parte restante resulte exacta cuando sea capaz de comprobarla. Todo fervoroso estudiante de Teosofía se propone obtener la honra de que por aprendiz lo acepte un Maestro de Sabiduría. Sin embargo, para ello se ne­cesita determinado esfuerzo. Siempre hubo quienes hi­cieron este esfuerzo y por lo tanto conocieron. Es tan trascendental el conocimiento, que cuando un hombre lo adquiere plenamente, llega a ser más que hombre y transpone los límites de nuestra visión. Pero hay diversas etapas en la adquisición de este conocimiento y si queremos podemos aprender mucho de quienes todavía están aprendiendo, porque todos los seres humanos se hallan en uno u otro de los peldaños de la escala de la evolución. Los salvajes están al pie de la escala. Los civilizados hemos recorrido ya parte del  camino. Pero aunque al mirar atrás veamos los in­feriores peldaños de la escala que ya hemos trans­puesto, al mirar hacía arriba veremos los muchos pel­daños superiores a que aún no hemos llegado. Así como en cada uno de los peldaños inferiores al nuestro hay quienes están, pasando por ellos, de modo que vemos por donde hemos pasado, así también hay hombres en cada uno de los peldaños superiores, de suerte que al observarlos podemos ver por donde hemos de pasar en el porvenir. Precisamente porque vemos hombres en cada uno de los peldaños de esta escala que conduce a un nivel de inefable esplendor, comprendemos que es para nosotros posible la ascensión. Quienes están más arriba de nosotros, tan altos que nos parecen dioses por su admirable sabiduría y poder, nos dicen que no hace mucho tiempo estaban donde nosotros estamos ahora y nos indican claramente los peldaños intermedios por los que hemos de pasar para ser como Ellos.


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