sábado, 17 de septiembre de 2016

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA CAPITULO 8

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA


CAPITULO 8


FINALIDAD DE LA VIDA

Para cumplir nuestro deber en el plan divino, no sólo hemos de esforzarnos en comprenderlo en con­junto sino también la parte esencial que en él ha de desempeñar el hombre. La efusión divina llega en el reino mineral a su más honda inmersión en la materia, pero no alcanza su ultérrimo punto de diferenciación en el Ínfimo nivel de la materia, sino al entrar en el reino humano, en el arco ascendente de la evolución.
Así es que hemos de considerar tres etapas en el curso de esta evolución:
1.            El arco descendente, en que propende conti­nuamente a la diferenciación y hacia cada vez más densa materialidad. En esta etapa, el espíritu va involucionándose en la materia para aprender a recibir impresiones por me­dio de ella.
2.            La primera parte del arco ascendente en que aumenta la tendencia hacia la diferenciación, pero al propio tiempo hacia la espiritualización y salida de la materia. En esta etapa, el espíritu aprende a dominar la materia y a considerarla expresión de sí mismo.
3.            La última parte del arco ascendente, en que ya cumplida la diferenciación, la tendencia es hacia la unidad y una mayor espiritualidad.
En esta etapa el espíritu sabe ya recibir impresio­nes de la materia y manifestarse por medio de ella, ha despertado sus potencias latentes y aprende a em­plearlas con acierto en servicio de la Deidad. El objeto de esta evolución es producir un ego como manifestación de la mónada, para entonces evolucionar revistiéndose de sucesivas personalidades. Quienes así no lo comprenden, consideran la per­sonalidad como el verdadero ser del hombre y en consecuencia sólo viven para la personalidad, ajustando su conducta a lo que les parece su beneficio temporal. Pero quien lo comprende echa de ver que lo único importante es la vida del ego para cuyo progreso ha de valerse de su temporánea personalidad; y por lo tanto, cuando ha de decidirse entre dos posibles normas de conducta, no se pregunta como el hombre vulgar: ¿Qué me allegará mayor placer y provecho como per­sonalidad? sino ¿qué me hará progresar mayormente como ego?". La experiencia no tarda en enseñarle que nada puede serle beneficioso ni beneficiar a nadie que al propio tiempo no beneficie a todo el linaje humano y así aprende muy luego a olvidarse de sí mismo y desear tan sólo lo que mejor pueda servir a la humanidad. Evidentemente, en esta etapa de evolución, todo cuanto propenda a la unidad y a la espiritualidad estará de acuerdo con el plan de Dios respecto del hombre y nos será por lo tanto beneficioso, mientras que nos será perjudicial todo cuanto tienda a la separación y a la materialidad.
Hay pensamientos y emociones que propenden a la unidad, como el amor, la simpatía, el respeto y la benevolencia y hay otros que propenden a la discordia, como el odio, la antipatía, la envidia, los celos, el or­gullo, la crueldad y el temor. Desde luego que el primer grupo nos favorece y el segundo nos perjudica. En todos los pensamientos y emociones de índole siniestra reconocemos la predominante nota del egoísmo personal, mientras que en los de índole armónica ve­mos que el pensamiento se dirige hacia el prójimo con olvido de la propia personalidad. En consecuencia advertimos que en el egoísmo se resumen todos los vicios y el perfecto altruismo es la corona de toda virtud. De aquí se infiere por norma de conducta de quien desee cooperar inteligentemente con la divina Voluntad debe desechar todo pensamiento de placer o beneficio personal y entregarse exclusivamente a cumplir la Voluntad de Dios trabajando en bien del prójimo. Muy alto ideal es éste y de difícil logro, porque de larguísimo tiempo atrás estamos sujetos al egoísmo. La mayoría de las gentes se hallan aún muy lejos de la actitud altruista y no pueden esforzarse en conse­guirla por falta de la necesaria intensidad en las buenas cualidades y abundancia de las siniestras. Aquí entra en actuación la capital ley de causa y efecto a que ya nos hemos referido. Así como en el mundo físico recurrimos confiadamente a las leyes de la naturaleza, así también podemos recurrir a las mis­mas leyes en el mundo superior. Si en nuestro interior encontramos malas cualidades es porque han ido cre­ciendo a favor de la ignorancia y la condescendencia; pero una vez disipada la ignorancia por el conocimiento y reconocida la mala cualidad, disponemos evidente­mente del método para librarnos de ella. Cada vicio tiene su virtud contraria y si algún vicio levanta cabeza en nuestro pecho, determinémonos deliberadamente a cultivar la virtud contraria.
Si uno echa de ver que hasta entonces fue egoísta, que contrajo el hábito de pensar ante todo en sus pla­ceres y conveniencias personales sin tener en cuenta el efecto que su conducta había de producir en los demás, ha de acostumbrarse a complacer al prójimo aun a costa de sus propias privaciones y molestias, hasta que arraigada en hábito la costumbre se desvanezca su contraria.
Si uno reconoce que hasta entonces ha sido malicioso, con tendencia de atribuir a siniestros móviles las acciones del prójimo, acostúmbrese a pensar bien de todo el mundo y a suponer nobles motivos en la ajena conducta. Se dirá que al obrar así se expone a que le enga­ñen y abusen de su confianza. Pero esto no importa gran cosa, pues más vale que alguna vez le engañen, que engañarse al pensar mal del prójimo. Además, la confianza engendra la fidelidad. Gene­ralmente, el hombre en quien se confía, se muestra digno de la confianza, mientras aquel de quien se sos­pecha o recela propende a justificar la sospecha.
Quien se vea inclinado a la avaricia ha de cultivar la largueza;
si a la ira, la paciencia;
si a la curiosidad, esfuércese en refrenarla;
si es propenso a la melancolía, alegre su ánimo aun en las más adversas circunstancias.
En todo caso, una mala cualidad personal presupone la carencia de la cualidad contraria en el ego. El medio más expedito de extirpar la mala cualidad e impedir que rebrote es llenar el vacío del ego y la buena cua­lidad así vigorizada formará parte integrante del carác­ter del ego en futuras vidas.
Un ego no puede ser malo, aunque puede ser im­perfecto. Las cualidades que eduzca han de ser necesariamente buenas y cuando ya están bien definidas se muestran en cada una de sus sucesivas personalidades. En consecuencia, estas personalidades no tienen los vicios contrarios a aquellas virtudes; pero cuando en el ego falta una buena cualidad, no hay nada en la perso­nalidad capaz de contrarrestar el crecimiento del vicio opuesto; y como ya otros de su vecindad adolecen del mismo vicio y el hombre tiende al remedo, es muy probable que también se manifieste rápidamente en él. Sin embargo, aquel vicio es propio de los vehículos y no del ego y su reiteración puede ocasionar un im­pulso muy difícil de dominar; pero si el ego se resuelve a establecer en sí la opuesta virtud, quedará desarrai­gado el vicio sin temor de rebrote ni en esta ni en las futuras vidas. Quien se esfuerce en establecer en sí buenas cua­lidades tropezará con algunos obstáculos que ha de aprender a desbaratar.
Uno de ellos es el temperamento criticón de las gentes que a todo ponen reparos y todo lo empequeñecen y señalan defectos en cosas y personas. Para progresar se necesita todo lo contrario y quien desee adelantar rápidamente por el sendero de evolu­ción ha de acostumbrarse a ver el bien en todas las cosas y descubrir la divinidad latente en cosas y per­sonas. Únicamente así le será posible auxiliar al pró­jimo y obtener el mejor provecho posible de las cosas.
Otro obstáculo es la falta de perseverancia. Propendemos en estos tiempos a la impaciencia. Si proyec­tamos un plan queremos lograr al punto beneficiosos resultados y si no los logramos, desechamos enseguida aquel plan y trazamos otro. No es tal medio a propó­sito para progresar en ocultismo. El esfuerzo que esta­mos haciendo consiste en concentrar en una o dos vidas la evolución que en natural transcurso necesitaría tal vez cien vidas y precisamente no es empresa que haya de producir inmediatos resultados.
Intentamos extirpar un vicio y vemos que es muy difícil ¿por qué? Porque hemos estado cediendo al vicio durante quizás veinte mil años, y no es posible desarraigar en un par de días un hábito de veinte mil años de arraigo. Permitimos que el vicioso hábito adquiriera enor­me impulso, que es indispensable vencer antes de apli­car la energía en opuesta dirección. No es posible ven­cerlo en un momento; pero cabe la absoluta seguridad de que si perseveramos, eventualmente lo venceremos, porque por violento que sea el impulso es una cantidad finita, mientras que la fuerza que le oponemos es el infinito poder de la voluntad humana, capaz de renovar su esfuerzo día tras día, año tras año y si necesario fuese vida tras vida.
Otra grave dificultad en nuestro camino es la falta de discernimiento. Las gentes de Occidente no aciertan a ver claro en asuntos de religión. Todo es vago y ne­buloso y ni la vaguedad ni la nebulosidad sirven para adelantar en ocultismo. Claros han de ser nuestros con­ceptos y definidas nuestras imágenes mentales. Otras cualidades necesarias son la serenidad y el júbilo, muy raras en la vida moderna, pero indispensa­bles en la obra de que tratamos. El procedimiento para la formación del carácter es tan científico como el que se sigue para robustecer los músculos. Muchos que tienen los músculos débiles y flácidos se figuran que tal es su natural condición y la consideran como una especie de sino a que están su­jetos; pero todo el que entienda algún tanto de la cons­titución del cuerpo humano, sabe que por medio del continuado ejercicio se vigorizarán aquellos músculos y se normalizará todo el organismo. De exactamente la misma manera, muchos hom­bres reconocen que tienen mal genio o que los domina algún vicio y cuando a consecuencia de ello cometen un craso error o infieren un grave daño, se excusan di­ciendo que tienen un temperamento impulsivo o que son tal o cual por naturaleza sin poderlo remediar. Pero también en este caso, como en el de los músculos, está el remedio en su mano. El metódico y apropiado ejercicio físico vigorizará los músculos y el asimismo apropiado y metódico ejercicio mental forta­lecerá una débil cualidad del carácter. El hombre vul­gar no se percata de que así puede hacerlo y aunque se percate de que pueda, no se decide, porque requiere mucho esfuerzo y mortificación. No ve motivo para emprender una tarea tan difícil y penosa. Sin embargo, el motivo lo proporciona el conoci­miento de la verdad. Quien bien comprende la marcha de la evolución no solamente se interesa sino que se complace y tiene por privilegio cooperar con ella. Quien desea el fin, también desea los medios y para ser capaz de hacer buena obra en beneficio del mundo ha de ac­tualizar en su interior la conveniente energía y las ne­cesarias cualidades por lo tanto, quien aspire a refor­mar el mundo ha de empezar por reformarse a sí mismo. Ha de abandonar la actitud de insistir sobre sus dere­chos y entregarse al ardoroso cumplimiento de los deberes. Ha de considerar cada punto de relación con el prójimo como una oportunidad para auxiliarle o favorecerle. Quien estudia inteligentemente estos asuntos no puede menos de reconocer la tremenda fuerza del pensamiento y la necesidad de eficazmente regularla. Toda acción deriva de un pensamiento, porque aun las que como suele decirse se hacen sin pensar, son el resul­tado de los pensamientos, deseos y emociones que el hombre alimentó copiosamente durante largo tiempo antes de que lo impulsaran a la acción. ­Por lo tanto, el hombre prudente vigila con mucho cuidado su pensamiento, porque le sirve de poderoso instrumento de cuyo uso es responsable. Tiene el deber de gobernar su pensamiento para que no se le alborote en perjuicio propio y del prójimo. También es su deber acrecentar el poder de su pensamiento porque le servirá para realizar efectivamente mucho bien. Mediante el gobierno de su pensamiento y de su acción, eliminando todo mal y fomentando las buenas cualidades, podrá el hombre elevarse sobre el nivel de sus semejantes y sobresalir entre ellos por su actuación en favor del bien y en contra del mal, de la evolución en contra del estancamiento. Los miembros de la excelsa Jerarquía en cuyas manos está la evolución del mundo desean encontrar hombres así para enseñarles a trabajar en la magna empresa. Dichos hombres atraen inevitablemente la atención de los Maestros quienes los utilizan como instrumentos de su labor. Si dan pruebas de ser buenos y eficaces instrumentos, le proporcionarán concretas en­señanzas a título de aprendices, para que ayudándoles en la obra mundial que han de hacer, puedan algún día ser lo que Ellos son e ingresar en la potente Fra­ternidad a que pertenecen. Mas para tan grande honra como ésta no basta la ordinaria bondad. Por supuesto que ante todo ha de ser bueno el hombre, pues de lo contrario no se le podrían utilizar; pero además de bueno ha de ser fuerte y sabio. Lo necesario no es tan sólo un hombre bueno, sino una vigorosa potencia espiritual. No sólo ha de haber desechado el candidato toda ordinaria flaqueza, sino que debe haber adquirido robustas cualidades an­tes de ofrecerse a los Maestros con esperanza de acep­tación.
Ya no ha de seguir viviendo como desatinada y egoísta personalidad sino como inteligente ego que comprende la parte que ha de desempeñar en el vasto plan del universo.
Ha de haberse olvidado enteramente de sí mismo. Con abandono de todo pensamiento de medro provecho o placer mundanos. Ha de resolverse a sacrificarlo todo y principalmente su persona en favor de la Obra que ha de llevar a cabo. Puede vivir en el mundo, pero no según el mundo ni ser del mundo, ni ha de importarle un ardite la opinión de las gentes. A fin de auxiliar a los hombres ha de hacerse algo más que hombre.
Ha de vivir radiante, jubilosa y enérgicamente por el bien de los demás y ser en el mundo expresión del amor de Dios. Es un elevado ideal, aunque no mucho; pero posible porque hombres son quie­nes lo han de realizar.
Cuando un hombre actualiza sus potencias latentes hasta el punto de llamar la atención de los Maestros de Sabiduría, es fácil que uno de Ellos lo reciba en calidad de aprendiz a prueba. El período de prueba suele durar siete años, pero puede acortarse o prolongarse a discreción del Maestro.
Terminado el período de prueba, si ha sido satisfactoria su labor asciende a la categoría de discípulo aceptado y entonces se coloca en más íntima relación con su Maestro, cuyas vibraciones influyen constantemente en él de modo que poco a poco aprende a considerarlo todo como lo considera su Maestro.
Después de otro período, si ha dado muestras innegables de merecimiento, puede intimar todavía más la relación y ascender al grado de hijo del Maestro. Sin embargo, estos tres grados o etapas sólo indi­can su relación con el Maestro, no con toda la Frater­nidad, que únicamente admite en su seno a quien está preparado para recibir la primera gran iniciación.
El ingreso en la magna Fraternidad de Quienes gobiernan el mundo, puede considerarse, como el tercero de los puntos críticos de la evolución del hombre.
El primero es cuando pasa al reino humano, cuando se individualiza desde el reino animal y obtiene cuerpo causal.
El segundo es el que los cristianos llaman "con­versión", los hinduistas "adquisición del discernimiento" y los budistas "la apertura de las puertas de la mente". En este punto se da cuenta el hombre de los capi­tales fenómenos de la vida y se aparta de fines egoístas para unirse de grado a la corriente de evolución en obe­diencia a la voluntad divina.
El tercer punto es el más importante de todos, porque la iniciación que admite al hombre en las filas de la Fraternidad, le asegura también contra todo riesgo de fracaso en el cumplimiento del divino propósito en el tiempo para ello señalado. De aquí que a quienes llegan a este punto se les llame en la religión cristiana los "elegidos" o los "salvados" y en la budista "el que ha entrado en la corriente". Alcanzado este punto tiene el hombre la absoluta seguridad de llegar con tiempo y esfuerzo al todavía más alto del adeptado o etapa de superhumana evolución.

Llega a ser adepto quien ha cumplido la divina vo­luntad en cuanto atañe a nuestra cadena planetaria, porque el adeptado es la etapa en que el hombre ha de alcanzar ya la meta final en el promedio del ciclo de evolución. Así es que durante el tiempo restante del ciclo queda en libertad para auxiliar a los hombres sus hermanos o dedicarse a todavía más grandiosa obra re­lacionada con otra evolución superior.

Quien no está iniciado corre el riesgo de rezagarse en el presente ciclo de evolución y quedar en espera del siguiente. Tal es la "condenación eónica" de que habló Cristo y se ha interpretado erróneamente por "eterna condenación". De esta condenación eónica,  es decir, del fracaso en el actual ciclo de evolución u oleada de vida, se "salva" quien recibe la iniciación y ha "entrado en la corriente" que debe conducirle al adeptado durante el actual ciclo de evolución, aunque con sus acciones todavía puede apresurar o retardar su marcha por el sendero qué está hollando.
La primera iniciación puede compararse a la ma­trícula de ingreso del estudiante en la universidad y el adeptado equivale relativamente al título de doctor que se recibe al fin de la carrera, durante la cual sufre tres exámenes intermedios que continuando el símil son la segunda, tercera y cuarta iniciación, pues el adeptado es la quinta.

Nos dará una idea general del curso de esta superior evolución el estudio de lo que las Escrituras bu­distas llaman "trabas" o sean los vicios y malas cuali­dades de que ha de ir librándose el hombre a medida que adelanta en el sendero.       .

Dichas trabas son:
1.            La ilusión de separatividad.
2.            Duda.
3.            Superstición.
4.            Apego a los placeres.
5.            Posibilidad de odiar.
6.            Deseo de vida en este o en otros mundos.
7.            Orgullo.
8.            Iracundia.
9.            Ignorancia.

A quien alcanza el nivel del adeptado ya no le queda ninguna ulterior posibilidad de perfeccionamien­to moral, por la que en adelante la evolución significa para él más amplio conocimiento y más admirables poderes espirituales.


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