UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA
CAPITULO
8
FINALIDAD DE LA VIDA
Para cumplir
nuestro deber en el plan divino, no sólo hemos de esforzarnos en comprenderlo
en conjunto sino también la parte esencial que en él ha de desempeñar el
hombre. La efusión divina llega en el reino mineral a su más honda inmersión en
la materia, pero no alcanza su ultérrimo punto de diferenciación en el Ínfimo
nivel de la materia, sino al entrar en el reino humano, en el arco ascendente
de la evolución.
Así es que hemos de considerar tres etapas en el curso de esta
evolución:
1.
El arco
descendente, en que propende continuamente a la diferenciación y hacia cada
vez más densa materialidad. En esta etapa, el espíritu va involucionándose en
la materia para aprender a recibir impresiones por medio de ella.
2.
La
primera parte del arco ascendente en que aumenta la tendencia hacia la
diferenciación, pero al propio tiempo hacia la espiritualización y salida de la
materia. En esta etapa, el espíritu aprende a dominar la materia y a
considerarla expresión de sí mismo.
3.
La
última parte del arco ascendente, en que ya cumplida la diferenciación, la
tendencia es hacia la unidad y una mayor espiritualidad.
En esta etapa el
espíritu sabe ya recibir impresiones de la materia y manifestarse por medio de
ella, ha despertado sus potencias latentes y aprende a emplearlas con acierto
en servicio de la Deidad. El objeto de esta evolución es producir un ego como manifestación
de la mónada, para entonces evolucionar revistiéndose de sucesivas
personalidades. Quienes así no lo comprenden, consideran la personalidad como
el verdadero ser del hombre y en consecuencia sólo viven para la personalidad,
ajustando su conducta a lo que les parece su beneficio temporal. Pero quien lo comprende echa de ver que lo único
importante es la vida del ego para cuyo progreso ha de valerse de su temporánea
personalidad; y por lo tanto, cuando ha de decidirse entre dos posibles
normas de conducta, no se pregunta como el hombre vulgar: ¿Qué me allegará
mayor placer y provecho como personalidad? sino ¿qué me hará progresar mayormente como ego?". La experiencia no tarda en enseñarle que nada puede serle
beneficioso ni beneficiar a nadie que al propio tiempo no beneficie a todo el
linaje humano y así aprende muy luego a olvidarse de sí mismo y desear tan sólo
lo que mejor pueda servir a la humanidad. Evidentemente, en esta
etapa de evolución, todo cuanto propenda a la unidad y a la espiritualidad
estará de acuerdo con el plan de Dios respecto del hombre y nos será por lo
tanto beneficioso, mientras que nos será perjudicial todo cuanto tienda a la
separación y a la materialidad.
Hay pensamientos
y emociones que propenden a la unidad, como el amor, la simpatía, el respeto y
la benevolencia y hay otros que propenden a la discordia, como el odio, la
antipatía, la envidia, los celos, el orgullo, la crueldad y el temor. Desde
luego que el primer grupo nos favorece y el segundo nos perjudica. En todos los
pensamientos y emociones de índole siniestra reconocemos la predominante nota
del egoísmo personal, mientras que en los de índole armónica vemos que el
pensamiento se dirige hacia el prójimo con olvido de la propia personalidad. En consecuencia advertimos que en el egoísmo se resumen todos
los vicios y el perfecto altruismo es la corona de toda virtud. De aquí se
infiere por norma de conducta de quien desee cooperar inteligentemente con la
divina Voluntad debe desechar todo pensamiento de placer o beneficio personal y
entregarse exclusivamente a cumplir la Voluntad de Dios trabajando en bien del
prójimo. Muy alto ideal es éste y de difícil logro, porque de larguísimo tiempo
atrás estamos sujetos al egoísmo. La mayoría de las gentes se hallan aún muy lejos
de la actitud altruista y no pueden esforzarse en conseguirla por falta de la
necesaria intensidad en las buenas cualidades y abundancia de las siniestras.
Aquí entra en actuación la capital ley de causa y efecto a que ya nos hemos
referido. Así como en el mundo físico
recurrimos confiadamente a las leyes de la naturaleza, así también podemos
recurrir a las mismas leyes en el mundo superior. Si en nuestro interior
encontramos malas cualidades es porque han ido creciendo a favor de la
ignorancia y la condescendencia; pero una vez disipada la ignorancia por el
conocimiento y reconocida la mala cualidad, disponemos evidentemente del
método para librarnos de ella. Cada vicio tiene
su virtud contraria y si algún vicio levanta cabeza en nuestro pecho, determinémonos
deliberadamente a cultivar la virtud contraria.
Si uno echa de ver que hasta entonces fue egoísta, que contrajo
el hábito de pensar ante todo en sus placeres y conveniencias personales sin
tener en cuenta el efecto que su conducta había de producir en los demás, ha de
acostumbrarse a complacer al prójimo aun a costa de sus propias privaciones y
molestias, hasta que arraigada en hábito la costumbre se desvanezca su
contraria.
Si uno reconoce que hasta entonces ha sido malicioso, con
tendencia de atribuir a siniestros móviles las acciones del prójimo,
acostúmbrese a pensar bien de todo el mundo y a suponer nobles motivos en la
ajena conducta. Se dirá que al obrar así se expone a que le engañen y abusen
de su confianza. Pero esto no importa gran cosa, pues más vale que alguna vez
le engañen, que engañarse al pensar mal del prójimo. Además, la confianza
engendra la fidelidad. Generalmente, el hombre en quien se confía, se muestra
digno de la confianza, mientras aquel de quien se sospecha o recela propende a
justificar la sospecha.
Quien se vea
inclinado a la avaricia ha de cultivar la largueza;
si a la ira, la
paciencia;
si a la
curiosidad, esfuércese en refrenarla;
si es propenso a
la melancolía, alegre su ánimo aun en las más adversas circunstancias.
En todo caso,
una mala cualidad personal presupone la carencia de la cualidad contraria en el
ego. El medio más expedito de extirpar la mala
cualidad e impedir que rebrote es llenar el vacío del ego y la buena cualidad
así vigorizada formará parte integrante del carácter del ego en futuras vidas.
Un ego no puede
ser malo, aunque puede ser imperfecto. Las cualidades que eduzca han de ser
necesariamente buenas y cuando ya están bien definidas se muestran en cada una
de sus sucesivas personalidades. En consecuencia, estas personalidades no
tienen los vicios contrarios a aquellas virtudes; pero cuando en el ego falta una buena cualidad, no hay nada en la personalidad
capaz de contrarrestar el crecimiento del vicio opuesto; y como ya otros de su
vecindad adolecen del mismo vicio y el hombre tiende al remedo, es muy probable
que también se manifieste rápidamente en él. Sin embargo,
aquel vicio es propio de los vehículos y no del ego y su reiteración puede
ocasionar un impulso muy difícil de dominar; pero si el ego se resuelve a
establecer en sí la opuesta virtud, quedará desarraigado el vicio sin temor de
rebrote ni en esta ni en las futuras vidas. Quien se esfuerce en establecer en sí buenas cualidades
tropezará con algunos obstáculos que ha de aprender a desbaratar.
Uno de ellos es el temperamento criticón de las gentes que a
todo ponen reparos y todo lo empequeñecen y señalan defectos en cosas y
personas. Para progresar se necesita todo lo contrario y quien desee
adelantar rápidamente por el sendero de evolución ha de acostumbrarse a ver el
bien en todas las cosas y descubrir la divinidad latente en cosas y personas. Únicamente así
le será posible auxiliar al prójimo y obtener el mejor provecho posible de las
cosas.
Otro obstáculo es la falta de perseverancia. Propendemos en
estos tiempos a la impaciencia. Si proyectamos un plan queremos lograr al
punto beneficiosos resultados y si no los logramos, desechamos enseguida aquel
plan y trazamos otro. No es tal medio a propósito para progresar en ocultismo.
El esfuerzo que estamos haciendo consiste en concentrar en una
o dos vidas la evolución que en natural transcurso necesitaría tal vez cien
vidas y precisamente no es empresa que haya de producir inmediatos resultados.
Intentamos
extirpar un vicio y vemos que es muy difícil ¿por qué? Porque hemos estado cediendo al vicio durante quizás veinte mil
años, y no es posible desarraigar en un par de días un hábito de veinte mil
años de arraigo. Permitimos que el vicioso hábito adquiriera enorme impulso,
que es indispensable vencer antes de aplicar la energía en opuesta dirección.
No es posible vencerlo en un momento; pero cabe la absoluta seguridad de que si perseveramos, eventualmente
lo venceremos, porque por violento que sea el impulso es una cantidad finita,
mientras que la fuerza que le oponemos es el infinito poder de la voluntad
humana, capaz de renovar su esfuerzo día tras día, año tras año y si necesario
fuese vida tras vida.
Otra grave
dificultad en nuestro camino es la falta de
discernimiento. Las gentes de Occidente no aciertan a ver claro en asuntos
de religión. Todo es vago y nebuloso y ni la
vaguedad ni la nebulosidad sirven para adelantar en ocultismo. Claros han
de ser nuestros conceptos y definidas nuestras imágenes mentales. Otras
cualidades necesarias son la serenidad y el júbilo, muy raras en la vida
moderna, pero indispensables en la obra de que tratamos. El procedimiento para
la formación del carácter es tan científico como el que se sigue para
robustecer los músculos. Muchos que tienen los músculos débiles y flácidos se
figuran que tal es su natural condición y la consideran como una especie de
sino a que están sujetos; pero todo el que entienda algún tanto de la constitución
del cuerpo humano, sabe que por medio del continuado ejercicio se vigorizarán
aquellos músculos y se normalizará todo el organismo. De exactamente la misma manera, muchos hombres reconocen que tienen
mal genio o que los domina algún vicio y cuando a consecuencia de ello cometen
un craso error o infieren un grave daño, se excusan diciendo que tienen un
temperamento impulsivo o que son tal o cual por naturaleza sin poderlo
remediar. Pero también en este caso, como en el de los músculos, está el
remedio en su mano. El metódico y apropiado ejercicio físico vigorizará los músculos
y el asimismo apropiado y metódico ejercicio mental fortalecerá una débil
cualidad del carácter. El hombre vulgar no se percata de que así puede hacerlo y
aunque se percate de que pueda, no se decide, porque requiere mucho esfuerzo y
mortificación. No ve motivo para emprender una tarea tan difícil y penosa. Sin
embargo, el motivo lo proporciona el conocimiento de la verdad. Quien bien
comprende la marcha de la evolución no solamente se interesa sino que se
complace y tiene por privilegio cooperar con ella. Quien desea el fin, también
desea los medios y para ser capaz de hacer buena obra en beneficio del mundo ha
de actualizar en su interior la conveniente energía y las necesarias
cualidades por lo tanto, quien aspire a reformar el mundo ha de empezar por
reformarse a sí mismo. Ha de abandonar la
actitud de insistir sobre sus derechos y entregarse al ardoroso cumplimiento
de los deberes. Ha de considerar cada punto de relación con el prójimo como una
oportunidad para auxiliarle o favorecerle. Quien estudia inteligentemente estos
asuntos no puede menos de reconocer la tremenda fuerza del pensamiento y la
necesidad de eficazmente regularla. Toda acción deriva de un pensamiento,
porque aun las que como suele decirse se hacen sin pensar, son el resultado de
los pensamientos, deseos y emociones que el hombre alimentó copiosamente
durante largo tiempo antes de que lo impulsaran a la acción. Por lo tanto, el hombre prudente vigila con mucho cuidado su
pensamiento, porque le sirve de poderoso instrumento de cuyo uso es
responsable. Tiene el deber de gobernar su pensamiento para que no se le
alborote en perjuicio propio y del prójimo. También
es su deber acrecentar el poder de su pensamiento porque le servirá para
realizar efectivamente mucho bien. Mediante el
gobierno de su pensamiento y de su acción, eliminando todo mal y fomentando las
buenas cualidades, podrá el hombre elevarse sobre el nivel de sus semejantes y
sobresalir entre ellos por su actuación en favor del bien y en contra del mal,
de la evolución en contra del estancamiento. Los miembros de la excelsa Jerarquía en cuyas manos está la
evolución del mundo desean encontrar hombres así para enseñarles a trabajar en
la magna empresa. Dichos hombres atraen inevitablemente la atención de los Maestros
quienes los utilizan como instrumentos de su labor. Si dan pruebas de ser
buenos y eficaces instrumentos, le proporcionarán concretas enseñanzas a
título de aprendices, para que ayudándoles en la obra mundial que han de hacer,
puedan algún día ser lo que Ellos son e ingresar en la potente Fraternidad a
que pertenecen. Mas para tan grande honra
como ésta no basta la ordinaria bondad. Por supuesto que ante todo ha de ser
bueno el hombre, pues de lo contrario no se le podrían utilizar; pero además de
bueno ha de ser fuerte y sabio. Lo necesario no es tan sólo un hombre bueno,
sino una vigorosa potencia espiritual. No sólo ha de haber desechado el candidato toda ordinaria
flaqueza, sino que debe haber adquirido robustas cualidades antes de ofrecerse
a los Maestros con esperanza de aceptación.
Ya no ha de seguir viviendo como desatinada y egoísta
personalidad sino como inteligente ego que comprende la parte que ha de
desempeñar en el vasto plan del universo.
Ha de haberse olvidado enteramente de sí mismo. Con abandono de
todo pensamiento de medro provecho o placer mundanos. Ha de resolverse a
sacrificarlo todo y principalmente su persona en favor de la Obra que ha de
llevar a cabo. Puede vivir en el mundo, pero no según el mundo ni ser del
mundo, ni ha de importarle un ardite la opinión de las gentes. A fin de auxiliar a los hombres ha de hacerse algo más que
hombre.
Ha de vivir radiante, jubilosa y enérgicamente por el bien de
los demás y ser en el mundo expresión del amor de Dios. Es un elevado ideal,
aunque no mucho; pero posible porque hombres son quienes lo han de realizar.
Cuando un hombre
actualiza sus potencias latentes hasta el punto de llamar la atención de los
Maestros de Sabiduría, es fácil que uno de Ellos lo reciba en calidad de aprendiz a prueba. El período de prueba suele
durar siete años, pero puede acortarse o prolongarse a discreción del Maestro.
Terminado el
período de prueba, si ha sido satisfactoria su labor asciende a la categoría de
discípulo aceptado y entonces se coloca en
más íntima relación con su Maestro, cuyas vibraciones influyen constantemente
en él de modo que poco a poco aprende a considerarlo todo como lo considera su
Maestro.
Después de otro
período, si ha dado muestras innegables de merecimiento, puede intimar todavía más
la relación y ascender al grado de hijo del
Maestro. Sin embargo, estos tres grados o etapas sólo indican su relación
con el Maestro, no con toda la Fraternidad, que únicamente admite en su seno a
quien está preparado para recibir la primera gran iniciación.
El ingreso en la
magna Fraternidad de Quienes gobiernan el mundo, puede considerarse, como el
tercero de los puntos críticos de la evolución del hombre.
El primero es cuando pasa
al reino humano, cuando se individualiza desde el reino animal y obtiene cuerpo
causal.
El segundo es el que los
cristianos llaman "conversión", los hinduistas "adquisición del
discernimiento" y los budistas "la apertura de las puertas de la
mente". En este punto se da cuenta el hombre de los capitales fenómenos
de la vida y se aparta de fines egoístas para unirse de grado a la corriente de
evolución en obediencia a la voluntad divina.
El tercer punto es el más
importante de todos, porque la iniciación que admite al hombre en las filas de
la Fraternidad, le asegura también contra todo riesgo de fracaso en el
cumplimiento del divino propósito en el tiempo para ello señalado. De aquí que a quienes llegan a este punto se les llame en la
religión cristiana los "elegidos" o los "salvados" y en la
budista "el que ha entrado en la corriente". Alcanzado este
punto tiene el hombre la absoluta seguridad de llegar con tiempo y esfuerzo al
todavía más alto del adeptado o etapa de superhumana evolución.
Llega a ser adepto
quien ha cumplido la divina voluntad en cuanto atañe a nuestra cadena
planetaria, porque el adeptado es la etapa en que el hombre ha de alcanzar ya
la meta final en el promedio del ciclo de evolución. Así es que durante el
tiempo restante del ciclo queda en libertad para auxiliar a los hombres sus
hermanos o dedicarse a todavía más grandiosa obra relacionada con otra
evolución superior.
Quien no está
iniciado corre el riesgo de rezagarse en el presente ciclo de evolución y
quedar en espera del siguiente. Tal es la "condenación eónica" de que habló Cristo y se ha interpretado erróneamente por "eterna
condenación". De esta condenación eónica,
es decir, del fracaso en el actual ciclo de evolución u oleada de vida,
se "salva" quien recibe la iniciación y ha "entrado en la
corriente" que debe conducirle al adeptado durante el actual ciclo de
evolución, aunque con sus acciones todavía puede apresurar o retardar su marcha
por el sendero qué está hollando.
La primera iniciación puede compararse a la matrícula de
ingreso del estudiante en la universidad y el adeptado equivale relativamente
al título de doctor que se recibe al fin de la carrera, durante la cual sufre
tres exámenes intermedios que continuando el símil son la segunda, tercera y
cuarta iniciación, pues el adeptado es la quinta.
Nos dará una
idea general del curso de esta superior evolución el estudio de lo que las
Escrituras budistas llaman "trabas" o sean los vicios y malas cualidades
de que ha de ir librándose el hombre a medida que adelanta en el sendero. .
Dichas trabas son:
1.
La
ilusión de separatividad.
2.
Duda.
3.
Superstición.
4.
Apego a
los placeres.
5.
Posibilidad
de odiar.
6.
Deseo de
vida en este o en otros mundos.
7.
Orgullo.
8.
Iracundia.
9.
Ignorancia.
A
quien alcanza el nivel del adeptado ya no le queda ninguna ulterior posibilidad
de perfeccionamiento moral, por la que en adelante la evolución significa para
él más amplio conocimiento y más admirables poderes espirituales.
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