viernes, 16 de septiembre de 2016

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA CAPITULO 6 (Parte 2)

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA

 

CAPITULO 6 (Parte 2)


DESPUES DE LA MUERTE

En el mundo astral no siente el hombre hambre ni frío no está expuesto a enfermedades; pero muchos hay que poseídos todavía del deseo de las cosas terrenas, se han envuelto en la red de sus propios pen­samientos y necesitan en su ignorancia quienes de ellos los libren enseñándoles a distinguir la realidad de la ilusión en lo referente al mundo astral, porque los más de ellos llegan a dicho mundo completamente ignoran­tes de sus condiciones sin darse cuenta de que han muerto y cuando de ello se percatan, les sobrecoge el temor de lo que les tenga reservado la suerte según coligen de las funestas enseñanzas teológicas que re­cibieron en la tierra.
Todos éstos necesitan el inteli­gente y cariñoso auxilio de quienes conozcan el mundo astral y las leyes de la naturaleza. Así es que en el mundo astral no le falta prove­chísima ocupación al hombre cuyos intereses durante la vida física fueron noblemente racionales, ni tam­poco se carece de relaciones de sociedad, porque los hombres de análogos gustos y aficiones se asocian lo mismo que sucede en el mundo físico y muchos fenó­menos de la naturaleza incomprensibles en la tierra por estar ocultos tras el denso velo de la materia física, se ofrecen abiertamente al estudio de quienes quieran observarlos. Cada cual se forma allí gran parte de su ambiente.
Ya hablamos de las siete subdivisiones del mundo astral y numerándolas desde lo superior y más sutil hacia abajo, las vemos agrupadas naturalmente en tres clases:
las primera, segunda y tercera subdivisiones forman una clase;
las cuarta, quinta y sexta otra clase;
y la séptima o ínfima queda aislada.
Según ya dijimos, aunque la materia de todas las subdivisiones se interpenetra, propende a ordenarse en obediencia a su gravedad específica, de modo que la mayor parte de la materia perteneciente a las subdivisiones superiores se encuentra respecto de la superficie de la tierra en un nivel mucho más elevado que la masa de la ínfima subdivisión. De aquí que aunque un habitante del mundo astral pueda moverse por todos sus ámbitos, propenderá a flotar en el nivel correspondiente al peso específico de la materia más densa que haya en su cuerpo astral. Quien no hubiere permitido el reordenamiento de la materia astral después de la muerte podrá recorrer libremente todo el mundo astral; pero la mayoría que así lo permiten no son igualmente libres y no porque algo les impida ascender o descender de nivel, sino porque tan sólo pueden percibir distintamente una parte de dicho mundo.
Ya dijimos algo acerca del destino del hombre situado en el ínfimo nivel y preso en una recia concha de grosera materia. A causa de la relativamente extrema densidad de dicha materia no es tan consciente de su propia subdivisión como el que está en cualquier otro nivel. El peso específico de su cuerpo astral lo sume bajo la superficie de la tierra cuya materia física no  pueden percibir sus sentidos astrales y queda naturalmente atraído hacia la grosera materia astral que cons­tituye la contraparte de la tierra sólida. Por lo tanto, el hombre que se confina a esta ínfi­ma subdivisión flota en tinieblas, muy separado de otros muertos cuya vida fue tal, que se hallan en superior nivel.
Las subdivisiones cuarta, quinta y sexta del mundo astral son la residencia de la mayor parte de sus habi­tantes y tienen por trasfondo la contraparte astral del mundo físico con todos sus familiares accesorios. La vida en la sexta subdivisión es la misma que la terrestre, excepto el cuerpo físico y sus necesidades; pero en las quinta y cuarta subdivisiones ya no es tan material y se aparta más y más de nuestro bajo mundo y de sus intereses.

Aunque las subdivisiones primera, segunda y tercera ocupan el mismo espacio, dan la impresión de estar mucho más lejanas del mundo físico y de ser mucho menos materiales. Los habitantes de estas sub­divisiones pierden de vista la tierra y sus pertenencias. Por lo general se hallan muy ensimismados y forman en gran parte su propio ambiente, aunque son lo bastante objetivos para que los perciban los demás habitantes de su nivel y también los clarividentes.

Esta región del mundo astral es la tierra de ve­rano a que se refieren los espiritistas, el mundo donde por la actividad de su mente ponen los muertos en tem­poránea existencia casas, escuelas y ciudades, que si fantásticas desde nuestro punto de vista, son para ellos tan reales como para nosotros las casas, los templos y demás edificios de piedra; y muchas gentes viven allí satisfechas durante largos años en medio de aquellas creaciones mentales. Bellísimos son algunos de los paisajes de tal modo creados, pues contienen encantadores lagos, ingentes montañas y amenos jardines, muy superiores a todo cuanto existe en el mundo físico, aunque por otra parte también contiene mucho de lo que ridículo le parece al clarividente que sabe ver las cosas tal cuales son, como por ejemplo, las formas mentales creadas por el esfuerzo de los ignorantes para representar los simbo­lismos de sus doctrinas religiosas. Así un tosco aldeano construye la forma mental de un monstruo de mil ojos o de un mar de cristal entremezclado con fuego, las son naturalmente grotescas aunque para su autor resul­ten completamente satisfactorias. Esta región del mundo astral está repleta de fi­guras y paisajes creados por el pensamiento. Los indi­viduos de todas las religiones forjan allí las imágenes de sus dioses y plasman sus conceptos del paraíso, go­zándose sumamente entre aquellas imaginadas repre­sentaciones hasta que pasan al mundo mental y se ponen en contacto con algo más cercano a la realidad. Todo el que ha consentido en el instintivo reorde­namiento de su cuerpo astral, o sean las gentes vulga­res, han de ir pasando sucesivamente por todas las sub­divisiones del mundo astral, aunque no todos serán conscientes en todas ellas. El hombre de ordinaria hon­radez tiene en su cuerpo astral muy poca materia de la ínfima subdivisión, que no basta en modo alguno para formar la compacta y recia envoltura, pues si bien la reordenación coloca en la periferia la materia más densa, esta materia es en el hombre ordinario de la sexta subdivisión con muy poco de la séptima y por lo tanto su ambiente es la contraparte del mundo físico.
El ego se va concentrando continuamente en sí mismo y a medida que se concentra, elimina de su cuerpo astral la materia de una tras otra subdivisión. Por lo tanto, la permanencia del hombre en cualquiera subdivisión del mundo astral depende de la cantidad de materia que perteneciente a dicha subdivisión haya en su cuerpo astral y aquella cantidad dependerá a su vez de la conducta que hubiere seguido en la vida te­rrena, de la índole de sus deseos, emociones y senti­mientos y de la clase de materia que de esta suerte se haya atraído y asimilado.
Cuando el hombre vulgar se halla en la sexta sub­división, planeando todavía por los lugares y cerca de las gentes con quienes más estrechamente se relacionó en la tierra, nota que según pasa el tiempo se debilitan poco a poco los espectáculos terrenos y van perdiendo su importancia, al paso que de cada vez más propende a formar su ambiente de conformidad con sus más persistentes pensamientos.
Al llegar a la tercera subdi­visión, advierte en ella plenamente las realidades del mundo astral.
La segunda subdivisión es algo menos material que la tercera, porque así como ésta es la tierra de verano de los espiritistas, aquélla es el cielo material de los más ignorantes ortodoxos,
mientras que la primera subdivisión o superior nivel del mundo astral es la peculiar mansión de quienes en vida se dedicaron a empresas materiales, pero de índole intelectual, no con propósito de beneficiar a la humanidad sino por motivos de ambición egoísta o con propósito de ejercicio intelectual.
Todos estos individuos son completamente dichosos y más tarde llegarán a una etapa en que pue­dan apreciar algo muy superior y lo encontrarán dis­puesto para ellos. En la vida astral propenden a juntarse los egos de la misma nacionalidad y comunes intereses, lo mismo que sucede en la tierra. Por ejemplo, las gentes religio­sas que se imaginan un cielo material, no se mezclan con las de otras religiones que tengan distinto con­cepto de los goces celestes. Nada le impide a un cristiano de internarse en el cielo del hinduista o del musulmán, pero no lo intentará siquiera porque su interés e inclinaciones le llevan al cielo de su propia fe en compañía de sus correligionarios. Sin embargo, no es tal en modo alguno el verdadero cielo que describen todas las religiones, sino una su grosera y material desnaturalización. Ya veremos cuál es el verdadero cielo al considerar el mundo mental. Quien no ha consentido el reordenamiento de la materia de su cuerpo astral puede recorrer libremente todo este mundo y examinarlo a su placer en vez de quedar confinado a una sola parte. No lo encuentra inconvenientemente henchido, porque es mucho más extenso que la superficie del globo terrestre, mientras que su población es algo menor, porque el término medio de la vida de la humanidad en el mundo astral es menor que en el físico.

Sin embargo, no sólo los muertos habitan en el mundo astral, sino que siempre hay una tercera parte de vivientes que dejan durante el sueño su cuerpo físico. También hay en el mundo astral cierto número de habitantes no humanos, algunos de ellos muy infe­riores al hombre y otros considerablemente superiores.

Los espíritus de la naturaleza constituyen nume­rosísimo reino, de cuyos miembros existen algunos en el mundo astral y forman gran parte de su población. También habitan individuos de este vasto reino en el mundo físico, porque muchas de sus clases llevan cuerpos etéreos y están en el punto inmediatamente inferior al normal alcance de la vista física. Así es que en ciertas circunstancias suele ocurrir que son visibles y en comarcas montañosas y solitarias la aparición de estos seres es tradicional entre los cam­pesinos, quienes los llaman hadas, duendes, trasgos y ondinas. Aunque son proteicos, prefieren presentarse en forma de homúnculos o feminúnculas y por no haberse individualizado se les puede considerar casi como ani­males etéreos o astrales; pero muchos de ellos son tan inteligentes como el promedio de la humanidad y tienen sus razas y naciones como nosotros las tenemos, si bien se clasifican en cuatro tipos principales que son: los espíritus de la tierra, del agua, del fuego y del aire. En el mundo astral sólo residen espíritus del aire, pero en tan prodigioso número que se les encuentra en todas las subdivisiones.
Asimismo tiene representación en el mundo astral el multinúmero reino de los ángeles llamados devas en la India. Son seres mucho más evolucionados que el hombre y sólo habitan en el mundo astral los pertene­cientes a la hueste inferior, cuyo estado de evolución es casi el mismo que en el que se hallan los que podría­mos llamar hombres bondadosos. Pero los seres humanos no son los únicos ni si­quiera los principales pobladores de nuestro sistema solar. Hay otras líneas de evolución paralelas a la nuestra, cuyos seres no pasan por la forma humana aunque sí por un nivel análogo al de la humanidad. A una de estas otras líneas de evolución pertenecen los espíritus de la naturaleza anteriormente descritos y en muy alto nivel de dicha línea se halla el gran reino de los ángeles, quienes en nuestro actual estado de evolución rara vez se ponen en contacto con nosotros; pero según adelantemos seremos capaces de familiari­zarnos con ellos.
Cuando se consumen las siniestras emociones del hombre, esto es, las entremezcladas con egoístas pen­samientos, termina la vida astral y el ego pasa al mundo mental.
Pero este paso no supone translación alguna en el espacio, sino que el impulso natural del ego ha transpuesto ya la materia sutilísima de la primera subdivisión astral y su conciencia se concentra en el mundo mental.
El cuerpo astral no se ha desintegrado todavía aunque está en proceso de desintegración y el ego lo desecha como en un período anterior de su evolución desechó el cuerpo físico. Sin embargo, entre los cadá­veres astral y físico hay una diferencia que conviene advertir por las consecuencias que de ella se derivan. Cuando el hombre deja su cuerpo físico, la sepa­ración ha de ser completa como generalmente lo es; pero no ocurre lo mismo con la mucho más sutil ma­teria del cuerpo astral. El hombre que durante la vida física se identificó con sus pasionales deseos, se asimila tanta materia as­tral que el impulso del ego no basta a desasimilarla por completo. Por consiguiente, al trascender el cuerpo astral y transferir sus actividades al mental, deja algo de sí mismo aprisionado en la materia del cuerpo astral, que de esta suerte conserva cierta vitalidad y puede moverse libremente por el mundo astral, de modo que los ignorantes arriesgan confundirlo con la verdadera entidad, sobre todo teniendo en cuenta que la porción de conciencia remanente en el cadáver astral es del ego y por lo tanto, se considera como tal ego, cuyos re­cuerdos conserva aunque sólo parcial e inexactamente. A veces se presenta en las sesiones espiritistas una entidad de esta índole y quienes conocieron y trataron en la vida física a la verdadera, se extrañan que haya venido tan a menos después de la muerte. A esta fragmentaria entidad se le llama ectoplasma. Posteriormente, se desvanece dicho fragmento de conciencia sin restituirse al ego a quien originariamente pertenecía y el cadáver astral subsiste todavía, aunque sin vestigio alguno de vida. En tal estado se le llama cascarón. Por sí mismo no puede el cascarón aparecerse en las sesiones espiritistas ni ejercer actividad de ningún linaje; pero pueden apoderarse juguetonamente de él los espíritus de la naturaleza y utilizarlos para tempo­ránea residencia; y en este caso sí puede comunicarse mediumnímicamente simulando la personalidad del ego a que un tiempo perteneció, pues el espíritu de la na­turaleza que de él se vale evoca y reproduce algunas de las características y recuerdos de aquella perso­nalidad.
Durante el sueño se concentra el hombre en su cuerpo astral y se aparta del físico; pero al morir se lleva de momento consigo la parte etérea del cuerpo físico y mientras desecha esta parte queda incons­ciente, porque el doble etéreo no es un vehículo ni puede utilizarse como tal; y así mientras en él está envuelto no es capaz el hombre de actuar en el mundo físico ni en el astral. Hay quienes en pocos momentos se libran de la envoltura etérea, al paso que otros tar­dan horas, días y aun semanas. Sin embargo, tampoco es todo hombre consciente en el mundo astral desde el momento en que se libra de la envoltura etérea, porque si hay en él gran can­tidad de materia astral densa, se forma en su alrededor una costra, sin que le sea posible utilizar dicha clase de materia. Si su vida física no fue del todo mala, poca costumbre tendrá de utilizar la materia astral densa o de responder a sus vibraciones, por lo que permane­cerá inconsciente hasta que dicha materia se desasimile y llegue a la superficie la clase de materia que esté acostumbrado a utilizar. Sin embargo, semejante oclusión nunca es com­pleta, pues aun cuando la costra sea muy compacta, siempre se abre paso hacia la periferia alguna partícula de sutil materia astral y le da al hombre pasajeros vislumbres de su ambiente. Hay quienes tan desesperadamente se aferran a la vida física, que en vez de desprenderse del doble etéreo procuran con todas sus fuerzas retenerlo y algunos lo logran durante mucho tiempo, aunque a costa de pe­nosos sufrimientos, pues están incomunicados con los mundos físico y astral y envueltos en una espesa niebla gris a cuyo través columbran vaga e incoloramente las cosas del mundo físico. Muy terrible lucha les cuesta mantenerse en tan desdichada situación y sin embargo no quieren desprenderse del doble etéreo porque les parece una especie de enlace con el único mundo que conocen. Así es que vagan solitarios y miserables hasta que de pura fatiga se desprenden del doble etéreo y pasan a la relativa felicidad de la vida astral.
A veces se agarran desesperadamente a cuerpos ajenos e intentan introducirse en ellos, logrando en ocasiones su intento. Pueden apoderarse de un cuerpo infantil, después de expulsar a la débil entidad para quien estaba destinado y también suelen posesionarse del de un animal.
Todas estas perturbaciones provienen de la ignorancia y nunca le sobrevienen a quien comprende las leyes de la vida y de la muerte. Al fin de la vida astral, el hombre muere a su vez en este mundo y nace en el mental; pero no le ocurre lo que al experto clarividente, quien lo recorre todo y vive en él lo mismo que en los mundos físico y astral. El hombre ordinario ha estado circuido durante toda su vida terrena de una congerie de formas men­tales, algunas de ellas transitorias y de largo tiempo desvanecidas; pero las que representan los capitales intereses de su vida le acompañan siempre y de más en más se intensifican. Si algunas de éstas fueron egoístas, se difundió su energía por la materia astral hasta consumirse durante la vida en este mundo. Pero las enteramente inegoístas son peculiares de su cuerpo mental y cuando pasa al mundo mental sólo es capaz de apreciarlo por medio de las puras formas mentales. El cuerpo mental del hombre no está entonces completamente desarrollado, pues sólo actúan en toda plenitud las partes que utilizó inegoístamente.
Al des­pertar después de la segunda muerte, su primer sentimiento es de indescriptible dicha y vitalidad, de tan in­tensa alegría de vivir que de momento no anhela otra cosa que vivir. Esta dicha es la esencia de la vida en todos los mundos superiores del sistema y aun la mis­ma vida astral tiene mucho mayores posibilidades de dicha que cuanto conocemos en el mundo físico; pero la vida celeste en el mundo mental es incomparable­mente más dichosa que la vida astral. La misma gra­dación se experimenta en cada mundo superior, pues la vida en cualquiera de ellos parece el pináculo de la felicidad y sin embargo es mucho más feliz en el mundo inmediatamente superior.
A medida que aumenta la felicidad, se acrecienta la sabiduría y es mucho más amplia la visión. Se enfrasca el hombre en los menesteres de la vida física y se figura que es muy laborioso y entendido; pero cuando pasa a la vida astral, advierte que en la tierra no fue más que una oruga que sólo veía la hoja por donde rastreaba, mientras que allí despliega alas de mariposa y vuela por el esplendoroso espacio de un mundo mejor. Sin embargo, por imposible que parezca, la misma experiencia se repite al pasar al mundo mental, donde a su vez es la vida incomparablemente más amplia e intensa que en el astral. No obstante, todavía hay más allá la vida del mundo intuicional que es respecto de la del mental lo que la luz del sol, comparada con la de la luna.
La situación del hombre en el mundo mental di­fiere muchísimo de la que tuvo en el astral, donde usaba un cuerpo a que estaba completamente habituado, pues de él se servía cada noche durante el sueño.
Pero en el mundo mental vive en un vehículo que no ha usado hasta entonces, que no está del todo desarrollado y por lo tanto le impide ver gran parte de su ambiente. La naturaleza inferior de su personalidad se con­sumió durante la vida astral y ahora sólo le quedan los altos y puros pensamientos, las nobles e inegoístas as­piraciones que tuvo en la vida terrena y que le envuel­ven a manera de concha por cuyo medio es capaz de responder a determinadas vibraciones de aquella suti­lísima materia.
Los pensamientos que lo envuelven son las fuerzas absorbentes de la riqueza del mundo celeste y echa de ver que este mundo es inagotable venero del que puede extraer cuanto alcance la potencia de sus pensamientos y aspiraciones; porque en el mundo mental, la infinita plenitud de la Mente divina está abierta con ilimitada abundancia a todas las almas en la justa proporción de sus merecimientos para recibirla. Quien ya ha completado su evolución humana y edujo de su interior el germen divino, goza plenamente del esplendor del mundo mental; pero como ninguno de nosotros ha llegado todavía a tal punto, sino que esta­mos ascendiendo gradualmente a tan espléndida con­sumación, resulta que no podemos disfrutar por com­pleto del mundo mental. Pero cada uno obtiene y conoce de dicho mundo tanto cuanto para obtenerlo y conocerlo se haya preparado con sus anteriores esfuerzos. A diferentes individuos corresponden diferentes capacidades; y según dicen los orientales cada cual tiene su vaso grande o pequeño, pero todos han de llenarse hasta colmar su medida, porque el mar de la felicidad contiene muchísima más de la necesaria para todos. El hombre sólo puede contemplar la gloria y her­mosura del mundo mental por las ventanas que él mis­mo se haya construido. Cada forma mental es una de estas ventanas por la cual recibe respuesta de las fuerzas externas. Si durante su vida terrena se interesó principalmente por las cosas del mundo físico, pocas ventanas se habrá construido para contemplar por ellas las bellezas del mundo mental. Sin embargo, todo el que esté en un nivel superior al del salvaje debe haber tenido algún toque de sentimiento puramente inegoísta, aunque no haya sido más que una sola vez en su vida y dicho sentimiento será su ventana en el mundo mental. El hombre ordinario no es capaz de mucha acti­vidad en este mundo, pues su condición en él es prin­cipalmente receptiva y muy limitada su visión allende su costra de pensamientos. Está rodeada de fuerzas vivas, es decir de los potentes ángeles que habitan en tan esplendoroso mundo y muchas de sus jerarquías son muy sensibles a ciertas aspiraciones del hombre y responden a ellas fácilmente. Pero sólo es posible aprovechar el auxilio angé­lico, previa preparación al efecto, porque sus aspira­ciones y pensamientos están ya orientados en determi­nada dirección y no es posible darles de repente nuevo rumbo. Los pensamientos elevados pueden seguir muchas direcciones, unas personales y otras impersonales. Entre estas últimas se cuentan el arte, la música y la filosofía y quien se interese en cualquiera de estas actividades, encontrará ilimitadas enseñanzas e infinito goce, de conformidad con su poder de recepción. También hay quienes cuyos elevados pensamien­tos se contraen al amor y la devoción. Si un hombre ama a otro profundamente o si tiene intensa devoción a una deidad personal, forja una imagen del amado o de la deidad y la tiene a menudo presente en su mente, llevándosela consigo al mundo celeste, porque a este nivel pertenece por naturaleza la imagen.
Consideremos primero el caso del amor. Esta emo­ción, que forma y retiene la antedicha imagen, es una muy poderosa energía, lo bastante intensa para llegar hasta el ego amado en la parte superior del mundo mental, pues el amor recae sobre el ego, el verdadero hombre a quien el otro ama y no al cuerpo físico que es su tan parcial representación. El ego amado siente la vibración amorosa y respondiendo anhelosamente a ella se infunde en la forma mental de él forjada y por lo tanto el amado y el ama­dor se encuentran juntos mucho más vívidamente que nunca. No altera este resultado la circunstancia de que el amado esté vivo o muerto, pues el sentimiento amoroso no se dirige a la porción de ego aprisionado en un cuerpo físico, sino el verdadero hombre, al ego en su propio mundo, que siempre responde. Quien por ejemplo tenga cien seres queridos podrá responder completa y simultáneamente al afecto de cada uno de ellos, porque por numerosas que sean las imágenes mentales que de él se forjen en un nivel inferior no podrán consumir la inagotable energía del ego. Así es que todo hombre tiene a su alrededor du­rante la vida celeste a los parientes y amigos de su mayor predilección, quienes estarán siempre dispuestos a acompañarlo, porque les forja las imágenes mentales en que manifestarse con todos los visos de la realidad.
En nuestro limitado mundo físico estamos tan acostumbrados a considerar a quienes amamos en su escueta forma corporal, que de momento nos es difícil comprender la magnitud del antedicho concepto; pero una vez comprendido nos convenceremos de cuán más cerca que en la vida terrena estamos de ellos en la celeste. Lo mismo ocurre en el caso de la devoción. En el mundo celeste se halla el hombre dos etapas más pró­ximo al objeto de su devoción que lo estaba durante la vida terrena y así sus experiencias son más vívidas y mucho más transcendentales.
En el mundo mental, como en el astral, hay siete subdivisiones.
La primera, segunda y tercera son la morada del ego en su cuerpo causal;
pero el cuerpo mental contiene únicamente materia de las otras cuatro subdivisiones y por lo tanto en éstas transcurre su vida celeste.
Sin embargo, el hombre no va pasando de una a otra de estas subdivisiones como en el caso del mundo as­tral, porque su cuerpo mental no experimenta reorde­namiento, sino que el ego se sitúa en la subdivisión correspondiente a su grado de adelanto y allí pasa toda su vida celeste. Cada cual establece sus propias condiciones que son tan diferentes como individuos.
En términos generales cabe decir que la caracte­rística predominante en la subdivisión inferior es el inegoísta afecto de familia, e inegoísta ha de ser, pues de lo contrario no tendrían allí lugar adecuado, porque todo matiz egoísta se desvanece en el mundo astral.

La característica peculiar de la sexta división es el sentimiento religioso de índole antropomórfica,
mien­tras que en la quinta es la devoción manifestada en vivas obras.
Las quinta, sexta y séptima subdivisiones se re­lacionan con la devoción personal concentrada en los parientes y amigos o en una deidad personal,
mientras que la desinteresada e impersonal devoción a la huma­nidad tiene su lugar en la cuarta subdivisión, cuyas actividades son muy variadas y pueden dividirse en cuatro clases principales:
1.          La inegoísta adquisición de conocimiento es­piritual.
2.          Estudios filosóficos y científicos de orden superior.
3.          La habilidad literaria o artística ejercida con fines inegoístas.
4.            Servicio por el sólo anhelo de servir.

Pero también termina esta gloriosa vida celeste y entonces se desintegra el cuerpo mental como se desin­tegraron el astral y el físico y comienza la vida del ego en su cuerpo causal.
Aquí ya no necesita el ego ventanas, porque es su peculiar morada y se ha derrum­bado toda valla.
La mayoría de los egos tienen escasa conciencia en tan excelsa altura. Permanecen soñolientos y apenas despiertos, pero su visión es verdadera por limitado que sea su desenvolvimiento o etapa de evolución. Sin embargo, cada vez que vuelven al mundo causal es menor su limitación y por lo tanto mayor es su cre­cimiento y más amplia y plena su verdadera vida.
Según prosigue el ego adelantando, es más larga, la vida causal en proporción de la existencia en los mundos inferiores. A medida que el ego progresa no sólo es capaz de recibir sino también de dar.
Entonces se acerca a su triunfo, porque aprende la lección del Cristo, el glo­rioso coronamiento del sacrificio, la suprema delicia de entregar su vida entera en beneficio de los hom­bres sus hermanos, la devoción del Yo a todos los se­res, el célico esfuerzo en servicio de la humanidad y el empleo de las espléndidas fuerzas celestes en auxilio de los militantes hijos de la tierra. Tal es la vida que nos aguarda. Tales son los peldaños que aun quienes estamos al pie de la áurea escala podemos ver y representar a los que todavía no los han visto, a fin de que también abran los ojos ante el inimaginable esplendor que los circuye aun ahora mismo en esta sombría vida cotidiana.


Tal es una parte del Evangelio de la Teosofía: la certidumbre de este sublime porvenir para todos los seres. Es seguro por­que ya está a nuestro alcance y para lograrlo no hemos de hacer más que predisponernos al logro.

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