jueves, 15 de septiembre de 2016

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA CAPITULO 5

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA

 

CAPITULO 5


CONSTITUCION DEL HOMBRE

El hombre es en esencia una chispa del Fuego di­vino, perteneciente al mundo monádico. A esta chispa, que reside continuamente en el mundo monádico, le llamamos mónada. Para los fines de la evolución hu­mana, la mónada se manifiesta en los mundos inferiores.
La señora Annie Besant, presidente de la Sociedad Teosófica, ha expuesto una nueva nomenclatura en que se de­nominan mundos los que antes se llamaban planos, cuyos nombres han cambiado también según vemos en los siguientes cuadros comparativos. “Las nuevas denominaciones substituyen a las que se dieron en el volumen 2 de La Vida Interna”.

          Nuevas denominaciones        Antiguas denominaciones
          1.       Mundo divino.              1.       Plano Adico.
          2.       Monadico.                      2.       Anupadaka.
          3.       Espiritual.                     3.       Atmico o nirvánico.
          4.       Intuicional.                   4.       Búdico.
          5.       Mental.                           5.       Mental.
          6.       Emocional.                    6.       Astral.
          7.       Físico.                            7.       Físico.

Cuando del mundo monádico desciende al espiritual, se manifiesta como trino espíritu, con tres aspectos, análogamente a los Tres Aspectos de la Deidad en mun­dos infinitamente superiores.
Uno de los tres aspectos de la mónada permanece siempre en el mundo espiritual y le llamamos espíritu humano.
El segundo aspecto se manifiesta en el mundo intuicional y le llama­mos intuición. El tercer aspecto se manifiesta en el mundo mental Superior y se le da el nombre de inte­ligencia.
Estos tres aspectos constituyen conjuntamente el ego que anima el fragmento del alma grupal.
Así tenemos que si bien el hombre es en realidad una mó­nada residente en el mundo monádico, se manifiesta como ego en el mundo mental superior, con los tres aspectos de espíritu, intuición e inteligencia, por me­dio del vehículo de materia mental superior a que llamamos cuerpo causal.

El ego es el verdadero individuo durante todo el transcurso de la evolución humana, e ideológicamente es lo que más se aproxima al ordinario concepto anti­científico de alma. Salvo en lo que atañe a su adelanto permanente inmutable desde él momento de la indi­vidualización hasta que trascendida la humanidad se sumerge en la divinidad.
No le afectan lo que llama­mos nacimiento y muerte; y lo que comúnmente se considera como su vida sólo es un día de su verdadera vida.
El cuerpo que vemos y que nace y muere es una vestidura que asume para cumplir una parte de su evolución.
Pero este cuerpo no es el único de que se reviste, porque antes, mientras está en el mundo mental su­perior, debe establecer un enlace con el mundo físico por medio de los mundos mental inferior y astral Cuando el ego ha de descender se reviste de un velo de materia mental inferior, a que llamamos cuerpo mental y es el instrumento de que se vale para expresar concretamente sus pensamientos, pues los abstractos son propios del ego en el mundo mental superior. Después se reviste de un velo de materia astral a que llamamos cuerpo astral y es el instrumento de sus pasiones y emociones, así como en conjunción con la parte inferior del cuerpo mental lo es también de todo pensamiento entreverado de egoístas y personales sen­timientos. Tan sólo después de haberse revestido de dichos dos cuerpos mental y astral está en disposición de asumir un infantil cuerpo humano y nacer en el mundo que todos conocemos. Durante su vida terrena educe y vigoriza ciertas cualidades como resultado de sus experiencias.
Al tér­mino de esta vida, cuando ya está gastado el cuerpo físico, invierte el ego el procedimiento que empleó al descender y va dejando uno tras otro los temporáneos vehículos que fue asumiendo en el descenso. Primero se despoja del cuerpo físico y continúa viviendo en el mundo astral con su cuerpo astral. La permanencia del ego en el mundo astral de­pende de la cantidad de pasiones y emociones que ali­mentó en su vida terrena. Si fueron muchas y vehemen­tes, el cuerpo astral será muy robusto y durará largo tiempo; pero si fueron pocas, tendrá el cuerpo astral menos vitalidad, y el ego podrá desecharlo más pronto. Una vez desechado, continúa viviendo el ego en su cuerpo mental cuya consistencia depende de la Ín­dole de pensamientos que le fueron habituales durante la vida terrena y por lo general es muy larga su per­manencia en este mundo. Por fin desecha también el cuerpo mental y vuelve a ser una vez más el ego en su propio mundo.
A causa de su escaso desenvolvimiento no es del todo consciente en este mundo, cuya materia vibra de­masiado rápidamente para afectarlo, de la propia suerte que las vibraciones de la luz ultraviolada son dema­siado rápidas para impresionar nuestra retina. Tras un período de descanso en el mundo mental superior, experimenta el ego nuevos deseos de descen­der a un nivel cuyas vibraciones pueda percibir y se reconozca plenamente vivo, por lo que repite el pro­cedimiento de descenso a la materia densa y vuelve a tomar cuerpo mental, astral y físico. Como quiera que los cuerpos o vehículos de la otra vez se fueron desintegrando sucesivamente, los que ahora asume le resultan enteramente distintos y así es que durante la vida física no recuerda las otras análogas que la precedieron. Cuando el ego actúa en el mundo físico, la me­moria funciona por medio del cuerpo mental inferior; pero como este cuerpo es nuevo y distinto en cada na­cimiento no puede recordar anteriores nacimientos en que para nada intervino. El ego recuerda todas sus vidas pasadas cuando se halla en su propio mundo; y a veces se filtran reminis­cencias o influencias de ellas a través de los vehículos inferiores.
Aunque de ordinario no recuerde el ego durante la vida física las experiencias pasadas en las anteriores, manifiesta las cualidades que dichas expe­riencias le edujeron y vigorizaron. Por lo tanto, cada cual es lo que él mismo se hizo en las vidas pasadas. Si fomentó buenas cualidades, también serán buenas las que manifieste; pero si descuidó su mejoramiento y se puso en débil y mala dis­posición, se encontrará precisamente en siniestras con­diciones. Las buenas o malas cualidades con que nace son las que él mismo estableció. Todo este proceso de materialización tiene por finalidad el adelanto del ego, quien se reviste de los expresados velos de materia porque por medio de ellos es capaz de recibir vibraciones a las cuales pueda res­ponder de modo que eduzcan y desenvuelvan sus la­tentes cualidades. Aunque el ego descienda de un mundo superior a los inferiores, únicamente por medio de este descenso le es posible conocer plenamente los mundos superiores. La plena conciencia en un mundo entraña la capacidad de responder a todas las vibraciones de tal mundo; y por lo tanto, el hombre ordinario no tiene plena con­ciencia en ningún mundo, ni siquiera en el físico, que se figura conocer. Sin embargo, le es posible desarrollar su poder de percepción en todos los mundos y por me­dio del desenvolvimiento de la conciencia hemos obser­vado los fenómenos que estamos describiendo. El cuerpo causal es el vehículo permanente del ego, cuyo propio plano es el mundo mental superior. Está constituido por materia de la primera, segunda y tercera subdivisiones del mundo mental. En las gentes vulgares sólo está en actividad la materia correspon­diente a la tercera subdivisión y según va educiendo el ego sus latentes potencias en el transcurso de la evo­lución, la materia de las otras dos subdivisiones se va vivificando, aunque únicamente en el hombre perfecto a que llamamos adepto, está el cuerpo causal en plena actividad. Todo esto puede observarse por clarividencia, pero sólo por un vidente que sepa usar la visión del ego. Difícil es describir acabadamente el cuerpo causal, porque los sentidos correspondientes a su mundo son por completo distintos y muy superiores a los del cuerpo físico. Sin embargo, el recuerdo de la configu­ración del cuerpo causal según lo vio el clarividente, lo representa como un ovoide que circunda el cuerpo físico, en un espesor de medio metro. En el salvaje apa­rece como una burbuja hueca, porque aunque en reali­dad está llena de materia mental superior, es incolora y diáfana por no haberse puesto todavía en actividad. A medida que adelanta la evolución, el cuerpo, causal se va vivificando por efecto de las vibraciones que le llegan de los cuerpos inferiores. Pero esta vivificación es muy lenta, porque las actividades del salvaje no son a propósito para obtener expresión en una materia tan sutil como la del cuerpo causal; pero cuando el hombre llega a la etapa en que es capaz de pensamientos abstractos y de inegoístas emociones se despierta en el cuerpo causal la posibilidad de respuesta. Entonces se matiza, y en vez de ser una incolora burbuja se con­vierte en una esfera de variados y hermosísimos colo­res más allá de cuanto cabe imaginar. Las vibraciones del amor puro son de color de rosa pálido; las de la intelectualidad, amarillas; las de la simpatía, verdes; las de la devoción, azules; y las de muy alta espiritualidad, de azul lila. Los mismos co­lores ostentan los cuerpos mental inferior y astral; pero al acercarnos al físico va gradativamente disminu­yendo la delicadeza e intensidad de los colores. En el transcurso de la evolución introduce a veces el hombre siniestros elementos que como el orgullo, la ira y la lujuria son incompatibles con su vida como ego. Estos elementos se manifiestan asimismo en vibraciones, pero provienen de las inferiores subdivisiones de sus respectivos mundos y por lo tanto no pueden en modo alguno repercutir en el cuerpo causal, compuesto de materia de las tres subdivisiones superiores del mundo mental. Cada subdivisión del cuerpo astral influye enérgicamente en la correlativa subdivisión del cuerpo mental sin que pueda influir en las demás; y así es que al cuerpo causal sólo le afectan las vibraciones provenientes de las tres subdivisiones superiores del cuerpo mental que siempre manifiestan buenas cua­lidades. La consecuencia práctica de este hecho es que el hombre sólo puede infundir buenas cualidades en su ego o verdadero ser. Las malas cualidades que ali­menta en su naturaleza inferior son transitorias y las ha de eliminar según adelante en su evolución porque ya no poseerá materia capaz de expresarlas. La diferencia entre el cuerpo causal del salvaje y el del santo consiste en que el del primero es incoloro y está inactivo, mientras que el del segundo está en plena actividad y lleno de vivos y constantes colores. Cuando el hombre transciende la santidad y llega a ser una gran potencia espiritual, aumenta de tamaño su cuerpo causal porque aumenta también el número de sus expresiones y ha de irradiar en todos sentidos poderosos rayos de vívida luz. El cuerpo causal del adepto es de enormes dimensiones. El cuerpo mental está constituido por materia de las cuatro subdivisiones inferiores del mundo mental y sirve para expresar los pensamientos concretos. Tam­bién en el cuerpo mental observamos la misma policromía que en el causal, aunque menos viva y con al­guna que otra adición, como por ejemplo el color ana­ranjado que manifiesta orgullo, el escarlata que denota ira, el moreno brillante de la avaricia, el gris oscuro del egoísmo y el gris verdoso de la falsía. Suele observarse además en el cuerpo mental una entremezcla o combinación de colores. El amor, la inteligencia y la devoción pueden estar teñidos de egoís­mo cuyo gris moreno da a la mezcla impuro y fangoso aspecto. Aunque las partículas del cuerpo mental están siempre en rápido e intenso movimiento unas entre otras, tiene una especie de indeterminada organización y su tamaño y forma dependen de los del cuerpo causal. Se notan en su masa ciertas estrías que más o menos irregularmente lo dividen en segmentos correspondien­tes a un área distinta del cerebro físico, de modo que cada tipo de pensamiento se expresa por medio del área cerebral a que corresponde. En el hombre ordinario está el cuerpo mental to­davía tan poco desarrollado, que hay muchos individuos en quienes no se han puesto en actividad todos los seg­mentos y el conato de pensamiento perteneciente a ellos ha de dar la vuelta en busca de un conducto expedito que por lo inadecuado, resulta confuso e incomprensible el pensamiento. Tal es el motivo de que unos sobre­salgan en las matemáticas y otros no puedan con ellas y al paso que algunos tienen extraordinaria aptitud para la música, otros no aciertan a distinguir la diferencia entre dos tonos. Toda la materia del cuerpo mental ha de circular libremente; pero cuando fija tenazmente su pensa­miento en algún objeto o asunto, entonces se entorpece la circulación y se forma una especie de callosidad o verruga en el cuerpo mental, cuya manifestación en el mundo físico son los prejuicios, de modo que hasta que se deshace la verruga no le es posible al hombre pensar rectamente ni ver claro en los asuntos, temas u objetos relacionados con aquel segmento de cuerpo mental, pues la congestión de la materia impide el libre paso de las vibraciones. Cuando el hombre usa una parte de su cuerpo mental no sólo vibra entonces más rápidamente, sino que también se abulta entretanto y aumenta de ta­maño. Si el pensamiento es muy insistente, persiste el aumento de tamaño y de aquí que pueda el hombre acrecentar en buen o mal sentido el tamaño de su cuerpo mental.
Los buenos pensamientos producen vibraciones de la finísima materia del cuerpo mental, los cuales por su ligereza específica propenden a flotar en la parte superior del ovoide, mientras que los malos pensamien­tos, como los de egoísmo y avaricia, son vibraciones de la materia mental densa, que gravitan hacia la parte inferior del ovoide.
Por lo tanto, el hombre vulgar que se entrega con bastante frecuencia a malos pensamientos de diversa índole, suele manchar la parte inferior de su cuerpo mental que toma la tosca apariencia de un huevo con el extremo ancho hacia abajo. Pero el que ha dominado estos viles pensamientos y se goza en los nobles y su­periores, ensancha la parte superior de su cuerpo men­tal que en consecuencia ofrece el aspecto de un huevo con la punta hacia abajo. Del estudio de las estrías y colores del cuerpo mental de un individuo infiere el clarividente su ca­rácter y lo que haya adelantado en la vida presente, así como observando el cuerpo causal puede conocer los progresos realizados por el ego desde el punto en que salió del reino animal cuando el hombre piensa en un objeto concreto, como una casa, un libro, un paisaje, etc., plasma en la materia de su cuerpo mental una tenue imagen de aquel objeto, que flota en la parte superior de dicho cuerpo, generalmente a la altura y frente a los ojos, donde permanece mientras sostiene el pensamiento y algún tiempo después, cuya duración depende de la intensidad y nitidez de la contemplación mental del objeto. Tal imagen es realmente objetiva y puede verla todo el que haya agudizado su vista mental.
Cuando una persona piensa en otra, forja un tenue retrato de ella ­por el mismo procedimiento. Si el pensamiento es puramente contemplativo sin sentimientos de amor ni odio ni deseo de ver físicamente a la persona, el pensamiento no la afecta; pero si el pensamiento va unido a una emoción, como por ejemplo la de amor, toma forma concreta, construida con materia del cuerpo mental  del pensante y por estar mezclado el pensamiento con la emoción, también hay en la forma materia astral.

De ello resulta una forma astromental que brota del cuerpo en que se engendró y se mueve por el espacio hacia la persona en quien emotivamente se pensó. Si el pensamiento es muy vehemente salva todas las distan­cias; pero el de las gentes vulgares es débil e inconsis­tente y no tiene eficacia allende muy limitada área. Al llegar la forma astromental a la persona a quien va dirigida descarga su energía en los cuerpos astral y mental de aquélla y le comunica su misma tónica vibratoria.

Dicho esto de otra manera, tendremos que un pensamiento de amor dirigido a otra persona entraña la efectiva transmisión de una cantidad de materia y ener­gía del que lo dirige y levanta en quien recibe el pen­samiento una emoción de afecto, al par que leve pero permanentemente le acrecienta la capacidad de amar. El mismo efecto produce en el pensante y por lo tanto es igualmente beneficioso para ambos. Todo pensamiento construye una forma.

Si va di­rigido a otra persona, se mueve hacia ella. Si es seña­ladamente egoísta permanece en la inmediata vecin­dad de quien lo emite. Si no es de una ni de otra índole, flota durante algún tiempo en el espacio y después se desvanece lentamente. Así es que toda persona deja tras sí por doquiera va una estela de formas de pensamiento. Al pasar por la calle, andamos entre un mar de pensamientos ajenos. Si alguien deja su mente ociosa por algún tiempo, la afectan dichos pensamientos residuales de los demás, aunque por de pronto no se dé cuenta de ello; pero uno u otro acabará por estimular su atención y apo­derándose la mente de él, lo vigorizará con su propia fuerza, lanzándolo enseguida para que afecte a otros. Por lo tanto, un hombre no es responsable de los pensamientos que cruzan por su mente, porque pueden ser ajenos; pero sí es responsable de consentir en ellos, de apropiárselos, vigorizarlos y expedirlos.

Los pensamientos fijos e insistentes, de cualquier clase que sean, cercan al pensante y la mayoría de las gentes circuyen su cuerpo mental de una costra o con­cha de tales pensamientos que entenebrece la visión mental y facilita la formación de prejuicios. Toda forma de pensamiento es una temporánea entidad semejante a una cargada batería eléctrica en espera de ocasión para descargar. Propende siempre a reproducir su tónica vibratoria en el cuerpo mental a que se aferra y levantar en él un pensamiento análogo.
Si la persona a quien va dirigida está atareada o ya ocupa en algún objeto su pensamiento, las partículas de su cuerpo mental están ya habituadas a vibrar en determinada tonalidad y no pueden de momento quedar afectadas desde el exterior. En este caso, la forma mental espera la ocasión y permanece cerca de la persona hasta que cuando ya está desocupada penetra en ella, descarga su energía y al instante se desvanece. El pensamiento fijo obra exactamente de la misma manera respecto de quien lo engendra y descarga en él su energía en cuanto se le depara coyuntura. Si el pensamiento es siniestro, el que lo ha emitido lo cree tentación del demonio, cuando en verdad él es su propio tentador.
Generalmente, cada pensamiento definido crea una nueva forma; pero si otra forma está ya rondando al pensante, otro pensamiento análogo o sobre el mismo asunto, en vez de crear una nueva forma se entrefunde con la primera y la intensifica, de modo que si el hombre piensa y cavila persistentemente sobre una mis­ma cosa o persona puede crear una fuerza mental de enorme fortaleza. Si el pensamiento es siniestro, esta poderosa forma llega a tener maligna influencia que dura muchos años con todas las circunstancias y toda la energía de una realmente viva entidad.

Todo cuanto queda descrito se refiere a los impremeditados pensamientos del hombre; pero es po­sible crear deliberadamente una forma mental y dirigida hacia otra persona con intención de favorecerla y auxiliarla. Tales una de las líneas de actividad que siguen quienes desean servir al género humano. Una firme y vigorosa corriente mental dirigida acertada­mente a otra persona puede valerle de eficacísimo auxilio. Una potente forma de pensamiento actuará como ángel custodio que a su protegido libre de la im­pureza, de la ira o del temor.
Muy interesante modalidad de estos estudios es la observación de los diferentes colores y matices que según su índole toman las formas mentales. Los colo­res indican la calidad del pensamiento y están en correlación con los que ya describimos en los cuerpos. La configuración de las formas varía hasta lo infinito, pero cada clase de pensamiento asume un contorno típico. Todo pensamiento de carácter definido, como los de amor o de odio, de devoción o recelo, de cólera o temor, de orgullo o envidia, no sólo crea una forma, sin que establece una corriente mental.
La circunstan­cia de que cada uno de dichos pensamientos asuma de­terminado color indica que el pensamiento se mani­fiesta en una vibración de la materia de cierta parte del cuerpo mental, cuya tonalidad se transmite a la materia mental circundante, de la propia suerte que la vibración de una campana se transmite al aire que la rodea. Las vibraciones del pensamiento se difunden en todos sentidos y cuando chocan con otro cuerpo mental que se halla en condición pasiva o receptora, le comu­nica su tonalidad vibratoria. De esta suerte no se trans­mite una idea definida como sucede con la forma men­tal, pero propende a levantar un pensamiento de la misma índole.
Por ejemplo, sí el pensamiento es devo­cional, sus vibraciones excitarán la devoción, pero el objeto de devoción será distinto en cada persona en cuyo cuerpo mental percutan las vibraciones del devoto pensamiento. Por el contrario, la forma mental sólo influye en la persona a quien va dirigida, esto es en la persona objeto del pensamiento y no sólo si este pensa­miento es devoto despertará en ella el general sentimiento de devoción sino también le representará la imagen del Ser en quien ha de concentrar su devoción.
Quien habitualmente tiene buenos, puros, nobles y vigorosos pensamientos, utiliza para ello la parte su­perior de su cuerpo mental, que no está todavía desarro­llada en el hombre vulgar.
Por lo tanto, el que así piensa es una potencia benéfica en el mundo, muy útil para cuantos receptivos le rodean, porque las vibracio­nes que emite propenden a despertar una nueva y su­perior porción del cuerpo mental de los que las reciben y abren ante ellos nuevos y más dilatados campos de pensamiento. Puede no levantar en ellos exactamente el mismo pensamiento, pero será de la misma índole. Las vibra­ciones de quien habitualmente piensa en Teosofía, no comunicarán precisamente ideas teosóficas a quienes le rodeen; pero despertarán en ellos pensamientos mucho más nobles, generosos y elevados que los que hasta entonces les eran habituales. Por otra parte, las formas de pensamientos engen­dradas en semejantes circunstancias, aunque de acción más restricta que la de las vibraciones es mucho más precisa. Sólo afectan a quienes en algún modo se abren a ellas y les comunican ideas teosóficas.
Los colores del cuerpo astral tienen el mismo significado que los de los vehículos superiores, pero de in­tensidad algunas octavas más baja y mucho más pa­recidos a los que vemos en el mundo físico. Es el cuerpo astral el vehículo de las pasiones y emociones, por lo que puede tener colores expresivos de ruines y viles sentimientos incompatibles con los mundos supe­riores.
Así por ejemplo el color cárdeno moreno-rojizo indica sensualidad y el negro en forma de nubes denota malicia y odio. Un extraño gris lívido señala temor y el gris muy oscuro dispuesto en densos anillos en rededor del ovoide manifiesta abatimiento y depresión. La ira está expresada por un número de vedijas escar­lata en el cuerpo astral, cada una de las cuales repre­senta un leve impulso colérico. La envidia tiene por indicio un peculiar gris oscuro, generalmente entron­cado con las vedijas escarlata.
La configuración y tamaño del cuerpo astral coin­ciden con los de los ya descritos y en el hombre ordi­nario su contorno está generalmente muy bien seña­lado; pero en el salvaje es por todo extremo irregular y parece una nube globulosa de repulsivos colores: Cuando el cuerpo astral está relativamente sosegado (pues nunca está del todo quieto) sus colores in­dican las habituales emociones del individuo y cuando éste experimenta un violento arrebato emocional, la tonalidad vibratoria correspondiente a la emoción sen­tida, domina durante algún tiempo en todo el cuerpo astral. Si por ejemplo es un arrebato de devoción, todo el cuerpo astral se tiñe de azul y mientras dura este sentimiento, los normales colores apenas modifican el azul o aparecen débilmente a su través y reaparecen cuando cesa la vehemencia de la emoción. Sin embargo, el espasmo emocional determina el aumento de tamaño de la parte de cuerpo astral normalmente azul, por lo que cuando el hombre experimenta con frecuencia devocionales impulsos, no tarda en tener una extensa área de azul en su cuerpo astral. Generalmente el acceso, espasmo, arrebato o im­pulso del sentimiento devocional va acompañado de pensamientos de devoción, que aunque engendrados en el cuerpo mental atraen a su alrededor buena porción de materia astral, de modo que actúan en ambos mundos y por ambos circula la corriente vibratoria a que hemos aludido. Así se convierte el individuo en un cen­tro de devoción que hará partícipes a otros de sus pen­samientos y emociones. Lo mismo ocurre en los casos de amor, simpatía, odio, cólera, abatimiento y cualquiera otra emoción. El impulso emotivo no afecta de por sí gran cosa al cuerpo mental aunque puede interrumpir durante algún tiempo la expresión física de sus actividades, no porque esté alterado, sino porque el cuerpo astral que es el medio de su enlace con el físico vibra en tal tonalidad que no puede transmitir ninguna otra índole de vibraciones. Los colores permanentes del cuerpo astral reaccio­nan en el mental y producen sus análogos de intensidad algunas octavas más alta, de la propia suerte que una nota musical produce sobretonos. A su vez el cuerpo mental reacciona de la misma manera sobre el causal y así va el ego asimilándose poco a poco todas las buenas cualidades manifestadas en los vehículos inferiores. En cambio, no ocurre así con las malas cualidades, porque su tonalidad vibratoria no puede repercutir en la superior materia mental de que está compuesto el cuerpo causal. Hasta aquí hemos descrito vehículos que sirven de manifestación al ego en sus respectivos mundos y que él mismo se proporciona; pero el vehículo físico se lo proporciona la naturaleza con arreglo a leyes que ex­plicaremos más adelante y aunque en cierto modo es dicho vehículo expresión del ego no es en modo alguno su perfecta manifestación. En la vida ordinaria sólo vemos una pequeña parte del cuerpo físico, la que está constituida por las sub­divisiones sólida y líquida de materia física; pero el cuerpo físico contiene materia de las siete subdivisiones y todas desempeñan su función y tienen igual impor­tancia en la vida física.
Generalmente se da el nombre de "doble etéreo" a la parte invisible del cuerpo físico. "Doble" porque reproduce exactamente el tamaño y configuración de la parte visible; y "etéreo" porque está constituido por aquella materia sutil cuya vibración determina en la retina las sensaciones luminosas (No se ha de confundir el éter físico con el éter del espacio cuya negación es la materia.).
La parte invisible del cuerpo físico es de grandísima importancia, puesto que sirve de vehículo a las corrientes vitales que mantienen vivo el cuerpo y de puente a las vibraciones mentales y astrales que pasan a la parte densa, de modo que si faltase no podría uti­lizar el ego las células cerebrales.
La vida del cuerpo físico cambia incesantemente y para mantenerla ha de recibir alimento de tres dis­tintas fuentes:
-manjares que digerir,
-aire que respirar y
-vitalidad que absorber.
La vitalidad es esencialmente una fuerza pero cuando infundida en la materia se manifiesta como un definido elemento existente en todos los mundos a que nos hemos referido y en el momento actual en que con él estamos relacionados, lo hallamos en la superior sub­división del mundo físico. Así como la sangre circula por arterias y venas, así la vitalidad circula por los nervios; y de la propia suerte que cualquier anorma­lidad en el flujo de la sangre afecta al cuerpo físico, así también la más leve perturbación del flujo vital afecta a la parte superior del cuerpo físico.
La energía vital procede originalmente del sol. Un ultérrimo átomo físico cargado de ella atrae a su alre­dedor otros seis y constituye un átomo etéreo. En este caso la originaria energía vital se distribuye entre los siete y cada uno lleva su parte de carga. El átomo etéreo así constituido se asimila al cuerpo humano por medio de la parte etérea del bazo, donde se divide en sus partes componentes a fin de que cada una de ellas vaya a su respectivo destino. El bazo es uno de los siete centros dinámicos de la parte etérea del cuerpo físico. En cada uno de nues­tros vehículos ha de haber en actividad siete centros dinámicos y cuando están activos los ve el clarividente como superficiales vórtices por donde la energía de los cuerpos superiores penetra en el inferior.

En el cuerpo físico los centros dinámicos están situados:
1° En la base de la columna vertebral
2° En el plexo solar
3° En el bazo
4° Sobre el corazón
5° En la garganta
6° Entre ceja y ceja
7° En la coronilla
Hay otros centros inactivos cuya actualización es perjudicial.
Los cuerpos superiores se ofrecen al clarividente en configuración ovoide; pero la materia que los cons­tituye no está uniformemente repartida por toda su masa. En el centro de dicho ovoide se halla el cuerpo físico que atrae intensamente materia astral y ésta a su vez atrae con la misma violencia materia mental. Así es que la mayor parte de la materia del cuerpo astral penetra en el interior del físico y lo mismo su­cede respecto del cuerpo mental.
Cuando vemos el cuerpo astral de un hombre en su propio mundo, esto es despojado del cuerpo físico, todavía conserva la configuración de este último, aun­que como la materia es más sutil, aparece como un cuerpo físico de densa neblina en medio de un ovoide de materia todavía más sutil. Lo mismo cabe decir del cuerpo mental visto en su propio plano. Por lo tanto, si en los mundos astral o mental encontramos a una entidad a quien conocimos en el físico, la reconoceremos instantáneamente por su aspecto lo mismo que en el mundo físico. Tal es la verdadera constitución del hombre.
En primer lugar es una mónada o chispa divina, de la que el ego es parcial expresión a fin de que pueda evolu­cionar y vuelva después gozosamente a la mónada, lle­vando consigo su cosecha en forma de cualidades edu­cidas y afirmadas a copia de experiencias. El ego a su vez pone parte de sí mismo en los mun­dos inferiores, con el mismo propósito y a esta parte le llamamos personalidad (palabra derivada de la latina persona que significa máscara) porque es la máscara de que se reviste el ego para manifestarse en mundos inferiores al suyo propio. Así como el ego es una pequeña parte e imperfecta expresión de la mónada, así también la personalidad es una pequeña parte e imperfecta expresión del ego, de suerte que lo que ordinariamente llamamos hombre no es más que el fragmento de un fragmento del hombre verdadero.
La personalidad tiene por vestiduras los tres cuer­pos mental, astral y físico. Mientras el hombre está lo que llamamos vivo y consciente en el mundo terreno, se halla limitado por el cuerpo físico, con el que sólo utiliza los astral y mental como puentes de paso o me­dios de enlace. Una de las limitaciones del cuerpo físico es que pronto se fatiga y necesita periódico descanso. Cada noche lo entrega el hombre al sueño y se retrae en su cuerpo astral que no se fatiga y por lo tanto no nece­sita dormir. Durante el sueño del cuerpo físico, el hombre puede moverse libremente en el mundo astral, aunque la am­plitud de este movimiento depende del grado de adelanto en su evolución. El salvaje no va más allá de unos cuantos kilómetros del punto en que duerme su cuerpo físico y a veces apenas se mueve, porque todavía es sumamente vaga su conciencia.
El hombre culto es generalmente capaz de trasla­darse en vehículo astral a donde quiera y tiene mucha más conciencia en aquel mundo, aunque aún no puede recordar al volver al mundo físico lo que hizo y en dónde estuvo durante su permanencia en el astral. Sin embargo, a veces recuerda algún incidente o experiencia de que ha sido actor o testigo, y le llama sueño vivido. Mucho más a menudo, sus recuerdos están deplorablemente entremezclados con vagas memorias de la vida física e impresiones recibidas del exterior en la parte etérea del cerebro, lo cual origina los absurdos y desvariados sueños de la vida ordinaria.

El hombre evolucionado es tan consciente en el mundo astral como en el físico y en estado vigílico recuerda perfectamente cuanto hizo en el mundo astral, o sea que durante las veinticuatro horas del día tiene plena conciencia de sí mismo y la sigue teniendo aún después de la muerte física.

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