viernes, 16 de septiembre de 2016

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA CAPITULO 6 (Parte 1)

UN LIBRO DE TEXTO DE TEOSOFIA

 

CAPITULO 6 (Parte 1)


DESPUES DE LA MUERTE

La muerte es la dejación del cuerpo físico; pero no hay en ella más diferencia para el ego, que para el hombre físico la dejación de un gabán, porque una vez despojado de su cuerpo físico, el ego continúa viviendo en su cuerpo astral hasta consumir la energía generada por las emociones y pasiones en que consintió durante la vida terrena, pues entonces sobreviene la segunda muerte y también se desintegra el cuerpo astral, de modo que el ego continúa viviendo en su cuerpo mental y en el mundo mental inferior. En esta condición permanece hasta que se extinguen las energías mentales generadas durante sus últimas vidas astral y física, cuando a su vez abandona el cuerpo mental y vuelve a ser un ego en su propio mundo, actuando en cuerpo causal.
Por lo tanto, no es la muerte lo que de ordinario se entiende por tal, sino una sucesión de etapas de vida continua, que se pasan una tras otra en los tres mundos físico, astral y mental. La proporción del tiempo que el hombre pasa en cada uno de dichos mundos depende de su grado de adelanto. El salvaje vive casi exclusivamente en el mundo físico y al fin de cada vida terrena permanece sólo unos cuantos años en el mundo astral. Según evo­luciona, es más duradera su vida astral y cuando educe el entendimiento y es capaz de pensar, pasa también algún tiempo en el mundo mental. El hombre ordinario de los pueblos civilizados per­manece más tiempo en el mundo mental que en los físico y astral y cuanto más adelantado está el hombre en su evolución más larga es su vida en el mundo mental y más corta en el astral.
La vida astral es el resultado de todos los senti­mientos que entrañan el elemento egoísta. Si han sido concretamente egoístas, colocan al hombre en muy desagradables condiciones en el mundo astral. Si aun­ que teñidos de egoísmo han sido buenos y amables, les proporcionan una relativamente placentera, pero to­davía limitada vida astral.
Si los pensamientos y emo­ciones fueron del todo inegoístas, le conducirán a la vida en el mundo mental, que por lo tanto no podrá menos de ser dichosa.
La vida astral que el hombre hizo de por sí des­dichada o relativamente gozosa, corresponde a lo que los católicos llaman purgatorio. La vida en el mundo mental inferior, que siempre es enteramente feliz, co­rresponde a lo que se llama cielo. El hombre determina por sí mismo su purgatorio o su cielo, que no son lugares, sino estados de conciencia. El infierno no existe. Sólo es una ficción de la fantasía teológica; pero quien insensatamente viva puede for­jarse un muy desagradable y duradero purgatorio. Ni el purgatorio ni el cielo son eternos, porque una causa finita no puede producir infinitos resultados. Las variaciones de su duración son tan amplias que inducirían a error cuantas cifras se fijasen. Si conside­ramos un hombre ordinario de la ínfima clase media, como un modesto comerciante o un dependiente de mostrador, podrá computarse en cuarenta años el tér­mino de su vida astral y en unos doscientos el de su vida en el mundo mental. Por otra parte, el hombre de espiritualidad y cultura, podrá tener veinte años de vida astral y mil de vida celeste. Quien esté bastante evolucionado reducirá la vida astral a unos cuantos días u horas y permanecerá 1.500 años en el cielo. No solamente varía muchísimo la duración de estos períodos sino que también difieren grandemente las condiciones en ambos mundos. La materia constitu­yente de los citados cuerpos es materia viva, no muerta y conviene tener muy en cuenta esta circunstancia. El cuerpo físico está constituido por células, cada una de las cuales es una tenue vida unitaria animada por la segunda efusión dimanante del segundo Aspecto de la Deidad. Dichas células son de varias clases y desem­peñan diversas funciones, lo cual se ha de tomar muy en consideración para comprender la obra del cuerpo físico y vivir en él saludablemente. El mismo principio rige en los cuerpos astral y mental. En la vida de las células que los constituyen no hay todavía inteligencia, pero sí un poderoso ins­tinto que siempre las impele en dirección de su desenvolvimiento. La vida que anima la materia componente de dichos cuerpos se dirige en sentido descendente, de modo que para ellos progresar significa descender a más densas formas de materia y manifestarse por medio de ellas. Pero el progreso para el hombre significa precisa­mente lo contrario, porque ya se ha sumido del todo en la materia y de ella asciende hacia su origen. Por lo tanto hay un constante conflicto de intereses entre el hombre interior y la vida que anima la materia de sus vehículos cuya tendencia la impele a descender mien­tras la del hombre lo impele al ascenso.
La materia del cuerpo astral, o más bien la vida que anima sus moléculas desea para su evolución tan­tas y tan varias y tan groseras vibraciones como le sea posible recibir. La siguiente etapa de su evolución será animar materia física y recibir sus todavía más lentas vibraciones, por lo que se predispone a ello deseando las más groseras vibraciones astrales y aunque carece de inteligencia para forjar un plan con que lograrlo, su instinto le ayuda a descubrir el medio de recibir más fácilmente dichas vibraciones y gozarse a su sabor en ellas. Las moléculas del cuerpo astral están cambiando incesantemente como las del cuerpo físico; pero la vida de las moléculas astrales tiene un muy vago senti­miento de sí misma en conjunto, como una especie de temporánea entidad. No sabe que forma parte del cuerpo astral de un hombre, porque es completamente incapaz de comprender lo que es un hombre, pero conjetura de una manera ciega que en sus actuales circunstancias recibe muchas más vibraciones y más intensas que recibiría si flotara con toda libertad en la atmósfera. Entonces recogería eventualmente a dis­tancia la radiación de las pasiones y emociones del hombre; pero tal como se halla, en el centro de ellas, no pierde ninguna y con toda su violencia las recibe. Por lo tanto, se ve en favorable situación y se esfuerza en mantenerla. Está en contacto con algo más sutil, con la materia del cuerpo mental del hombre y le pa­rece que si logra entremezclar sus vibraciones con aquel algo más sutil, se intensificarán y ampliarán conside­rablemente. Puesto que la materia astral es el vehículo del deseo y la materia mental lo es del pensamiento, el instinto a que nos hemos referido significa en lenguaje corriente que si el cuerpo astral nos induce a pensar que nosotros necesitamos lo que él necesita, le será más fácil lograrlo. Así ejerce el cuerpo astral una lenta y firme presión sobre el hombre, una presión que para el cuerpo astral es una especie de hombre y para el hombre una inclinación a lo solaz y grosero. Si el hombre es de apasionado temperamento, la presión se ejerce suave pero incesantemente en el sen­tido de la iracundia. Si el hombre es sensual, sentirá una constante inclinación a la lujuria. Quien todo esto no comprende, incurre general­mente en uno de ambos errores: o lo achaca a un re­pentino impulso de su propia naturaleza y la considera esencialmente maligna, o bien se figura que el impulso procede del exterior como tentación de un imaginario demonio. La verdad está entre ambos errores.
El impulso no es propio del hombre sino del vehículo de que se sirve y para el cual el deseo es natural y justo, aunque dañoso para el hombre, quien debe resistirlo. Si lo resiste y no cede al incitado deseo, las partículas de su cuerpo astral necesitadas de las vibraciones pasionales se debilitarán por falta de nutrición y acabarán por atrofiarse y desprenderse, substituidas por otras par­tículas cuya natural tónica vibratoria esté en mayor armonía con la que el hombre habitualmente permita en su cuerpo astral.
Esto explica lo que durante la vida se llama im­pulsos repentinos de la naturaleza inferior. Si el hom­bre cede a tales impulsos, serán cada vez más violentos hasta que por último le parezca que no puede resistirlos y se identifique con ellos, lo cual es precisamente el propósito de la vaga vida del cuerpo astral. A la muerte del cuerpo físico se despierta esta vaga conciencia astral y al percatarse de que su exis­tencia como entidad está amenazada, toma instintiva­mente las medidas a propósito para defenderse y sub­sistir tanto tiempo como sea posible. La materia del cuerpo astral es mucho más fluida que la del físico y su conciencia obra en las partículas astrales y las dispone para resistir cualquier intrusión. Coloca las más densas y groseras en la periferia, como una especie de costra y ordena las demás en capas con­céntricas de modo que el conjunto del cuerpo astral resista al roce tanto como su constitución consienta y pueda en consecuencia retener su forma el mayor tiem­po posible. Todo esto produce en el hombre varios efectos des­agradables, porque la fisiología del cuerpo astral es totalmente distinta de la del físico, el cual recibe las sensaciones del exterior por medio de órganos a pro­pósito, instrumentos de sus sentidos, mientras que el cuerpo astral no tiene sentidos especializados según por tales entendemos. En el cuerpo astral corresponde al órgano de la visión, la propiedad que tienen sus moléculas de res­ponder a los contactos del exterior que recibe por me­dio de análogas moléculas.
Como el cuerpo astral está constituido por mate­rias de todas las subdivisiones del mundo astral, es capaz de ver todos los objetos construidos con materia de cualquiera de dichas subdivisiones. Suponiendo que un objeto astral esté constituido por la entremezcla de materia perteneciente a las se­gunda y tercera subdivisiones, el hombre que viva en el mundo astral sólo podrá percibir dicho objeto si en la periferia de su cuerpo astral hay partículas de las segunda y tercera subdivisiones del mundo astral, ca­paces de recibir y responder a las vibraciones emitidas por tal objeto. Quien a causa del ordenamiento de su cuerpo astral por la vaga conciencia a que nos hemos referido sólo tenga en la periferia de dicho cuerpo par­tículas pertenecientes a la no tan sutil materia de la inferior subdivisión del mundo astral, no podrá per­cibir el objeto mencionado, como tampoco somos ca­paces de percibir visualmente por medio del cuerpo los gases atmosféricos o los objetos constituidos exclusiva­mente por materia etérea. Durante la vida física la materia del cuerpo astral está en constante movimiento y sus partículas pasan unas por entre otras, como sucede en el agua hirviente.
Por lo tanto, cabe asegurar que en cualquier momento habrá partículas de toda variedad en la periferia del cuerpo astral, y en consecuencia será el hombre capaz de ver durante el sueño cualquier objeto astral de su cercanía. Si como por ignorancia hacen las gentes vulgares, permite la instintiva ordenación de su cuerpo astral, será muy distinta en este respecto la condición del hombre pues por tener en la periferia las partículas más densas e inferiores, sólo podrá percibir impresio­nes análogas partículas de la masa circundante y en vez de ver todo el mundo astral, únicamente verá una séptima parte y aun la más impura y grosera, cuyas vibraciones sólo pueden expresar siniestros sentimien­tos y emociones y provenir de las más toscas entidades astrales, resultando de ello que el hombre en tal con­dición no verá más que los repulsivos habitantes del mundo astral y sólo recibirá las más ingratas y vul­gares influencias. Estará rodeado de otros hombres cuyos cuerpos astrales sean probablemente de mediana índole; pero como sólo puede percibir lo que en ellos hay de vil y grosero, le parecerán monstruos de vicio sin ninguna característica virtuosa. Aun sus mismos parientes y amigos le parecerán distintos de lo que eran, porque será incapaz de apreciar sus buenas cualidades. En semejantes circunstancias no es extraño que considere el mundo astral como un infierno; y sin em­bargo, no está la culpa en el mundo astral sino en el mismo hombre por haber consentido en su cuerpo astral tanta cantidad de materia grosera y permitir que la vaga conciencia astral le haya dominado y dis­puesto su cuerpo de tan siniestra manera. Quien estudie estos asuntos repugnará en absoluto ceder durante la vida a los impulsos pasionales y no consentirá la instintiva disposición de su cuerpo astral después de la muerte, pudiendo en consecuencia ver todo el mundo astral y no tan sólo su parte baja y grosera. Muchos puntos de semejanza con el mundo físico tiene el astral, pues como el físico, ofrece distintos aspectos a diversas gentes y aun a un mismo individuo en los varios períodos de su existencia. Es la morada de las emociones y de los ruines pensamientos y las emociones son todavía mucho más violentas que en el mundo físico, pues en éste, gran parte de la emoción de un individuo se emplea en poner en movimiento la densa materia física del cerebro y no es posible per­cibir toda la violencia de la emoción. Así es que si ve­mos que un hombre manifiesta en el mundo físico tal o cual afecto, no percibimos la totalidad de su afecto, sino tan sólo la porción restante después de realizada la obra en la materia física. Por lo tanto, las emociones son más intensas en la vida astral que en la física; pero si se dominan no ex­cluyen los pensamientos elevados y así el hombre puede entregarse en el mundo astral como en el físico al estu­dio y al auxilio del prójimo o perder el tiempo en vagabunda ociosidad. El mundo astral se dilata hasta la distancia media de la órbita de la Luna; pero aunque todo él está abierto para los de entre sus habitantes que no consin­tieron en la instintiva disposición de su cuerpo astral, la gran mayoría permanecen muy cercanos a la super­ficie de la Tierra. La materia de las siete subdivisiones del mundo astral se interpenetra libremente, aunque la más densa propende a aglomerarse en el centro de la masa. Sucede en esto algo muy parecido a lo que se observa en un cubo de agua que contenga en suspensión partículas de materia de diferente grado de densidad, pues aunque estén difundidas por toda la masa del agua, las más densas se acumulan cerca del fondo del cubo. Por lo tanto, si, bien no hemos de creer que las varias subdivisiones del mundo astral estén sobre­puestas como las capas de una cebolla, resulta su co­locación algún tanto semejante a este ordenamiento.
La materia astral interpenetra la materia física en todo su conjunto, pero, cada subdivisión de la materia física atrae predilectamente a la correlativa subdivisión de la astral. De aquí que todo cuerpo físico tenga su con­traparte astral.

Si colocamos un vaso de agua sobre una mesa, el vaso y la mesa, que son de materia física sólida, esta­rán interpenetrados por materia astral de la subdivi­sión inferior; pero el agua del vaso, por ser de materia física líquida estará interpenetrada por materia astral de la sexta subdivisión que corresponde al estado lí­quido, mientras que el aire circundante, de condición gaseosa, estará interpenetrado por materia astral de la quinta subdivisión, correspondiente al estado gaseoso. Pero así como el aire, el agua, el vaso y la mesa están igualmente interpenetrados por la sutil materia física a que hemos llamado etérea, así también las res­pectivas contrapartes astrales del aire, el agua, el vaso y la mesa están interpenetradas por las superiores subdivisiones de materia astral correspondientes al estado etéreo. Sin embargo, la materia astral correlativa al estado sólido es más sutil que el éter atómico físico.

Quien después de la muerte pase al mundo astral sin haber consentido en el instintivo ordenamiento de su cuerpo astral, apenas notará diferencia de la vida física. Puede moverse a voluntad en todas direcciones, aunque por lo general permanece junto a los lugares donde vivió físicamente y ve su casa, su habitación, sus muebles, a sus parientes y amigos. El viviente en el mundo físico, que ignora la existencia de los mundos superiores, se figura haber perdido a quienes de los suyos dejaron el cuerpo físico; pero los muertos no experimentan ni por un instante la sensación de haber perdido a los vivos. Desde el mundo astral no pueden ver los muertos el cuerpo físico de los vivos; pero les ven el cuerpo astral, que como tiene exactamente la misma configu­ración del físico, identifican la presencia de sus parien­tes y amigos, a quienes ven rodeados de una débil y luminosa aureola ovoide y si son observadores nota­rán otros leves cambios en su derredor. Mas por lo que a sí mismos atañe, están plenamente convencidos de que no han ido a un lejano cielo o infierno, sino que aún permanecen en contacto con el mundo físico aunque lo vean desde distinto punto de vista. Los muertos perciben el cuerpo astral de sus pa­rientes y amigos con tanta claridad que no pueden pen­sar haberlos perdido; pero cuando el viviente está en conciencia vigílica, el muerto no puede impresionarle en modo alguno; porque la conciencia del viviente actúa entonces en el mundo físico y su cuerpo astral sólo le sirve a la sazón de puente. Por lo tanto, el muerto no puede comunicarse con el vivo ni leer sus elevados pen­samientos; pero colegirá del cambio de color del cuerpo astral las emociones del viviente y con un poco de prác­tica en la observación acabará por leer los pensamien­tos entremezclados con el egoísmo o el deseo. Cuando el viviente está dormido, cambia la situa­ción, pues entonces ambos son conscientes en el mundo astral y puede comunicarse en todo y por todo con tanta libertad como se comunicaban en la vida física. Las emociones del viviente reaccionan con mucha inten­sidad en el muerto amado quien no puede menos de sufrir hondamente si aquél manifiesta desconsuelo. De casi infinita variedad son las condiciones de vida después de la muerte física; pero fácilmente puede computarlas quien comprenda lo que es el mundo astral y considere el carácter de la persona a quien se refiera, porque la muerte no altera en lo más mínimo el carác­ter personal y las emociones y deseos son exactamente igual que antes. Es en todos respectos el mismo hom­bre excepto en el cuerpo físico y su felicidad o su des­dicha dependen del grado en que le afecta la pérdida del cuerpo físico. Si sus ansias han sido de índole para cuya satis­facción es necesario el cuerpo físico, está expuesto a sufrir considerablemente, pues las ansias se manifies­tan en una vibración del cuerpo astral y mientras el hombre está en el mundo terreno, la mayor parte de la energía emocional se consume en poner en movimiento las densas partículas físicas. Por lo tanto, el deseo pa­sional es mucho más violento en la vida astral que en la física y si el hombre no ha logrado dominarlo y en su nueva vida no puede satisfacerlo, le ocasionará mu­chísimo desasosiego, con grave y prolongada tribu­lación.
Pongamos por ejemplo el caso extremo de un beodo o de un lujurioso y tendremos una concupiscencia que en la vida física fue lo bastante para sobreponerse a la razón, al sentido común, al decoro personal y a los afectos de familia. Después de la muerte, el hombre experimenta en el mundo astral la misma concupis­cencia, pero cien veces más intensa y le es imposible satisfacerla porque ha perdido su cuerpo físico. Semejante vida es un verdadera infierno, el único infierno posible; y sin embargo, nadie castiga al hombre, sino que cosecha el perfectamente natural resultado de sus acciones. Según pasa el tiempo, se va consumiendo poco a poco la energía pasional, pero a costa de terribles su­frimientos, porque cada día le parecen al hombre mil años; pues no tiene la noción del tiempo como la tenemos en el mundo físico y sólo puede medir el tiempo por sus sensaciones.

Del falseamiento de esta verdad derivó la blasfema idea de la eterna condenación. Muchos otros casos no tan extremos darían idea de cuán tormentosa es un ansia imposible de satisfacer. Caso más frecuente es el del hombre que no tiene determinados vicios como el de la embriaguez o la lujuria, pero que estuvo enteramente apegado a los in­tereses mundanos, a la vida de los negocios o frivoli­dades sociales. Para él es fatigosa la vida astral, porque no puede satisfacer lo único que ansía, ya que en el mundo astral no hay materiales negocios en que ocu­parse y aunque pueda tener tantos compañeros como desee, le resultan muy distintas las relaciones sociales, porque en el mundo astral no existen las ficciones y convencionalismos en que se funda el trato social del mundo físico. Sin embargo, los casos a que nos hemos referido son los menos y para la mayoría de las gentes el estado posterior a la muerte física es mucho más dichoso que el de la vida terrena. La primera impresión que experimenta el desencarnado es el de una admirable y deleitosa libertad. Nada le molesta ni le importuna y no tiene que cumplir otros deberes que los que por su propia iniciativa contraiga. Excepto una exigua minoría, pasan los hombres haciendo en la vida física lo que no quisieran hacer pero que han de hacerla para mantenerse y mantener a su familia. En el mundo astral no hay necesidad de alimento porque no se siente hambre ni sed, ni de abrigo porque cada cual  se reviste con el pensamiento de lo que desee y por vez primera desde su infancia es el hombre enteramente libre de hacer lo que guste. Se acrecienta grandemente su capacidad para toda clase de goces con tal que su satisfacción no requerirá por instrumento el cuerpo físico. Si gusta de las bellezas de la naturaleza, podrá viajar rápida y cómodamente por el mundo entero para contemplar sus más amenos parajes y explorar sus más escondidos repuestos. Si se goza en el arte, estarán a su disposición las obras maes­tras del mundo entero. Si es aficionado a la música, libre será de oírla doquiera y tendrá para él mayor significado que antes, pues aunque ya no pueda escu­char los sonidos físicos, percibirá el efecto esencial de la música en mucho mayor medida que en este bajo mundo. Si amante es de la ciencia, no sólo podrá vi­sitar a los más eminentes investigadores científicos sino tomar de ellos cuantos conceptos e ideas estén al alcance de su comprensión e investigar por sí mismo la ciencia del mundo astral en términos muchos más dilatados de los que le fueron posibles en la vida física, y lo mejor de todo será que si su predominante gozo en la tierra fue auxiliar al prójimo, hallará vastísimo campo donde realizar sus filantrópicos esfuerzos.

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