LA ASCENCION DEL HOMBRE
(Parte 1)
Desde el alma embrionaria del ínfimo salvaje hasta el alma
espiritualmente perfecta, libre y triunfante del hombre divino, prosigue el
largo proceso, y apenas puede concebirse que una contenga en germen todo lo que
manifiesta otra, y que la diferencia entre ambas sólo sea de evolución, porque
una está todavía en el comienzo de la “ascensión del hombre” que la otra
concluye. Pero al pensar que por debajo
del salvaje se extienden largas series de razas infrahumanas, animales,
vegetales, minerales y esencias elementales, y que por encima del hombre
perfecto se elevan en gradaciones infinitas las jerarquías superhumanas de
Choans, Manús, Budas, Constructores y Lipikas, las poderosas cohortes que
ningún mortal puede contar ni enumerar, entonces la evolución humana con sus
grados tan diversos, se reduce a proporciones muy modestas, considerada como
simple peldaño de una larguísima escala; y la ascensión humana es uno de los
grados en la evolución de las vidas que, como no interrumpida cadena, se extienden,
desde la esencia elemental hasta el esplendor del Dios manifestado.
Vamos a seguirle
ahora a través de los estados que finalizan su evolución y a los que está aún
por llegar la mayoría de la humanidad, pero que sus hijos primogénitos han ya
franqueado y que un reducido número de hombres y de mujeres tratan actualmente
de escalar.
Esto estados se han
subdividido en dos categorías:
1ª “El Sendero
probatorio”;
2ª “El Sendero”
propiamente dicho, o el “Sendero del
discípulo”.
Los estudiaremos
por orden.
A medida que se desenvuelve la naturaleza
intelectual, moral y espiritual del hombre y que llega a tener conciencia del
objeto de la vida, experimenta el anhelo de asegurar en su propia persona la
realización de este objeto. La repetida
sed de goces materiales, seguida de su completa posesión y de la inevitable
laxitud que la acompaña, le hacen sentir gradualmente la naturaleza efímera y
engañosa de los mejores dones de la
tierra. Tantas veces se ha esforzado en
el éxito y en el goce, seguidos del desengaño y del hastío, que enojado se
resuelve contra cuanto la tierra puede ofrecerle, exclamando con el alma dolorida: “¿Para
qué esto? Todo
es vanidad y turbación. Miles y miles de
veces lo poseí para sentir luego desconsuelo en la posesión misma. Estas alegrías son ilusiones semejantes a las
burbujas que vagan en la superficie del agua; burbujas de colores hechiceros y
tonos irisados que se deshacen al menor contacto. Estoy harto de sombras, necesito realidades;
anhelante y angustioso busco lo eterno y lo verdadero; quiero libertarme de las
cadenas que me sujetan y retienen prisionero en este mundo de cambiantes apariencias.”
Concebid la
tierra tan bella como la han soñado los poetas, suprimid todos los males,
aumentado todos los goces, dad a toda belleza un nuevo brillo, elevadlo todo a
la perfección y, sin embargo, el alma se hastiará apartándose, vacía de todo
deseo, de este paraíso terrestre. He
aquí el sentimiento íntimo que despierta en el fondo del alma esta primera
llamada a la liberación.
Si la tierra
es una prisión, ¿para
qué adornarla? Lo que el alma
quiere es el espacio libre sin límites
que se extiende más allá de los muros de su calabozo. El cielo mismo no le atrae tanto más que la
tierra. Los goces celestes han perdido
su atractivo, y ni las alegrías intelectuales y sentimentales del paraíso
pueden satisfacerle. Son “pasajeros, efímeros,
limitados, fugaces”, y como los contactos sensuales, no proporcionan
satisfacción definitiva. El alma
abandona todo lo que cambia; en su laxitud clama por la libertad.
Muchas
veces este concepto de la vanidad de las cosas terrenas y celestes ilumina un
instante, a modo de relámpago fugaz, la conciencia del hombre. Luego los mundos exteriores afirman
nuevamente su imperio, y la caricia engaladora de sus goces ilusorios mece al
alma contentándola por un momento.
Muchas vidas han de pasarse llenas de nobles trabajos, de desinteresadas
empresas, de puros pensamientos, de acciones sublimes, antes de que el
sentimiento de aniquilación de toda cosa fenomenal llegue a ser la actitud
permanente del alma. Pero, tarde o
temprano, renuncia al cielo y a la tierra, considerándolos incapaces de
satisfacer sus necesidades; y ese instante en que se aparta una vez para
siempre de lo pasajero, en que afirma claramente su voluntad de no atender sino
a lo eterno señala su entrada en el Sendero probatorio. El alma abandona desde entonces el camino
llano y sencillo de la evolución normal, para afrontar la escabrosa pendiente
que conduce a la cumbre del monte, decidida a sustraerse de la servidumbre de
las vidas terrenas y celestes y alcanzar el libre ambiente de la altura.
La tarea que se le
impone al hombre en el Sendero probatorio es completamente mental y moral. Debe prepararse gradualmente para
“encontrarse con su Maestro frente a frente”. Pero expliquemos antes lo que significa la
frase “su
Maestro”.
Hay seres elevados pertenecientes a nuestra raza, seres que han
concluido su evolución humana, y a los que hemos aludido ya como miembros de
una Fraternidad cuyo papel consiste en activar y guiar la evolución
humana. Estos grandes seres, los
Maestros, continúan encarnando voluntariamente en los cuerpos humanos a fin de
constituir el lazo de unión entre nuestra humanidad y los seres
sobrehumanos. Ellos permiten que,
mediante ciertas condiciones, cualquiera sea su discípulo con objeto de apresurar
su evolución y ser apto de entrar a su vez en la gran fraternidad cooperando en
el glorioso y bienhechor trabajo a favor del hombre.
Los Maestros velan siempre por la raza y se fijan en todos los
que por la práctica de la virtud, el trabajo desinteresado, el esfuerzo
intelectual consagrado al servicio de los hombres, la devoción sincera, la piedad
y la pureza, destacan de la masa de sus semejantes y son capaces de recibir más
especial asistencia que la concedida a la humanidad en masa.
Antes de recibir socorro especial, el individuo debe dar prueba
de receptividad también especial, pues los Maestros presiden la distribución de
las energías espirituales que deben activar la evolución global de la
humanidad, y la utilización de estas energías para el pronto crecimiento de una
sola alma no se permite sino en tanto que esta alma sea realmente capaz de un
progreso rápido y pueda enseguida ser a su vez uno de los servidores de la raza
y dar a sus semejantes los socorros que haya recibido. Así, cuando un hombre, utilizando
completamente el auxilio obtenido por medio de la religión y de la filosofía,
ha llegado por sus propios esfuerzos a la cresta de la ola humana y demostrado
una naturaleza amante, desinteresada y auxiliadora, es objeto de atención
particularísima por parte de los celosos Guardianes de la raza. Se les suscitan además en su camino ocasiones
especiales de probar su fuerza y provocar el despierte de su intuición. Tanto más aprovecha estas ocasiones, tanto
mostrarle de un modo cada vez más claro la naturaleza engañadora e irreal de la
existencia terrestre. De aquí esa
laxitud, ya indicada, que no deja al hombre otro deseo que el de la liberación
y le lleva a la entrada del Sendero probatorio.
La entrada en este sendero
le convierte en un discípulo (chela)
en expectación de
prueba. Uno de los Maestros le acoge
bajo su guarda, reconociéndole como hombre que se aparte del camino ordinario
de la evolución para buscar al Instructor destinado a guiar sus pasos a lo
largo del áspero y angosto sendero. El
Instructor le espera en la entrada y, sin embargo, el neófito no conoce a su
Maestro; pero este conoce sus esfuerzos, guía sus pasos, le coloca en las
condiciones más adecuadas para favorecer su progreso y vela por él con la
tierna solicitud de una madre, con la prudencia que nace de la perfecta
intuición. El camino puede parecer
solitario y sombrío, pero “un amigo más íntimo que el mejor de los hermanos”
está siempre allí, y el alma recibe directamente los socorros que los sentidos
no perciben.
Hay cuatro cualidades morales, perfectamente determinadas, que
debe adquirir el chela en expectación de prueba. Tal es la condición impuesta por la sabiduría de la Gran
Fraternidad a quien quiere ser un discípulo propiamente dicho. No es necesario, con todo, que estas
cualidades se desenvuelvan en toda su perfección; pero el discípulo debe
esforzarse en adquirirlas y poseerlas en parte antes de la iniciación.
La primera de estas cualidades
es el discernimiento entre lo real y lo irreal; cualidad que ya ha despuntado en el alma del discípulo,
puesto que es la que le condujo a la entrada del sendero que seguirá en adelante.
La distinción
se acentúa entonces cada vez con más claridad en su espíritu, y llega gradualmente
a liberarte en gran parte de las trabas que le sujetan; pues
la segunda cualidad, la indiferencia por las cosas exteriores,
es consecuencia natural del discernimiento que con toda claridad evidencia su
poca valía.
El neófito
aprende, que la laxitud que roba a su existencia todo su sabor, se debía a las
decepciones constantemente procedentes de buscar su satisfacción en lo irreal,
cuando únicamente lo real puede satisfacer el alma.
Aprende que
todas las formas son ilusorias, que están desprovistas de estabilidad, que se
transforman incesantemente bajo el impulso de la vida, y que nada hay de real
en el mundo son la vida Una, inconscientemente buscada y amada bajo los
múltiples velos que la ocultan a nuestra vista.
Al discernimiento
estimulan de un modo enérgico las múltiples vicisitudes, el torrente de circunstancias
bruscamente variables, en medio de las cuales se encuentra envuelto
ordinariamente el discípulo, al objeto de hacerle sentir con más intensidad la
instabilidad de las cosas externas.
Las
existencias sucesivas de un discípulo son ordinariamente tempestuosas y
atormentadas, pues las mismas cualidades que en el hombre ordinario se
desenvolverán tras una larga sucesión de vidas en los tres mundos, deben
desplegarse sin retardo en el discípulo dirigiéndose a la perfección por un
rápido crecimiento. A fuerza de pasar
bruscamente de la alegría a la tristeza, de la calma a la tormenta, del reposo
al trabajo, el discípulo llega a ver en esas vicisitudes formas ilusorias, y a
sentir, a través de todas ellas, una continua e invariable corriente de vida. Llega a serle indiferente el poseer o no las
cosas, y su vista s fija cada vez más en la inconmovible y perpetuamente
presente realidad.
Al adquirir esta suerte de intuición y de estabilidad, el neófito
trabaja en el desarrollo de
la tercera de las cualidades
requeridas, cuyo conjunto de ser atributos mentales se les exige antes de
permitirle a seguir el Sendero propiamente dicho. No está obligado a poseerlos todos con
perfección; pero todos ellos deben haberlos adquirido, cuando menos
parcialmente, antes de que se le permita ir más adelante.
En primer lugar, el neófito debe adquirir
imperio sobre los pensamientos que crea sin cesar en su inteligencia, agitada y
turbulenta, “tan difícil de subyugar como el viento”. La práctica sostenida y cotidiana de la meditación y de la
concentración, háyase ya establecida, desde antes de la entrada en el Sendero
probatorio, y pone en orden a la mentalidad rebelde; y así, con concentrada
energía trabaja el discípulo para completar su obra, porque sabe que el inmenso
acrecentamiento de potencia central que acompañe a su rápido crecimiento,
constituirá un peligro para sus semejantes y para él mismo, a menos que no
subyugue por completo la fuerza agigantada.
Valdría tanto entregar dinamita a un niño para que jugase, como
el confiar los poderes creadores el pensamiento en manos de un egoísta o de un
ambicioso.
En segundo lugar, el chela novicio debe
añadir la posesión exterior a la dominación interior; Debe regular sus palabras
y sus acciones tan rigurosamente como sus pensamientos. La naturaleza inferior debe obedecer a la
inteligencia, como ésta debe obedecer al alma.
Los servicios que el discípulo puede pres-tar en el mundo externo
dependen del puro y noble ejemplo que su conducta ofrezca a los hombres, lo
mismo que lo que puede hacer en el mundo interno depende de la estabilidad de
sus pensamientos. El descuido respecto a
esas regiones inferiores de la actividad basta muchas veces para estropear una
buena obra. El aspirante deberá
esforzarse en ir hacia un ideal perfecto bajo todos conceptos, a fin de que más
tarde, cuando huelle el sendero, no tropiece y con ello excite los improperios
del enemigo. Ahora bien, como ha hemos
dicho, semejante grado de perfección no se exige todavía en ningún punto, pero
si el aspirante se conduce con prudencia va siempre hacia la perfección, pues
sabe que aun haciéndolo lo mejor quedará siempre por debajo de su ideal.
En tercer lugar, el candidato a la
iniciación debe edificar en su interior la sublime y amplia virtud de tolerancia:
la aceptación pacífica de todo hombre, de todo ser, tal como es, sin tratar de
hacerle otro, sin querer que se pliegue a las exigencias de su gusto
particular. El aspirante comienza a
comprender que la Vida Una reviste apariencias innumeras, todas ellas buenas en
tiempo y en lugar, y acepta cada manifestación determinada de esta vida sin
querer transformarla en otra distinta.
Aprende a venerar la Sabiduría que ha concebido el plan de este universo
cuya ejecución dirige, y considera serenamente los fragmentos, aún imperfectos,
que desarrollan con lentitud la trama de su existencia parcial. El beodo en camino de deletrear el alfabeto
de los sufrimientos que produce la supremacía de la naturaleza inferior hace en
su etapa una obra tan útil como el santo que acaba de aprender las más elevadas
lecciones que la tierra pueda dar, y será injusto exigir del uno o del otro más
de lo que pueden cumplir. El uno está en
la escuela de párvulos asimilándose, gracias a las lecciones de cosas, una
instrucción todavía rudimentaria; el otro, pronto a salir de la Universidad,
está en el doctorado. Ambos obran como
conviene a su edad y a su situación, y nos debemos poner a su nivel para proporcionarles
ayuda. He aquí una de las lecciones que
enseña lo que en ocultismo se llama “tolerancia”.
En cuarto lugar, el aspirante debe
fortalecerse, cultivar la paciencia que lo soporta todo, sin debilitarse jamás
y perseguir rectamente el fin de su camino sin interrumpirla. Nada ocurre sino por la Ley, y él sabe que la
Ley es buena. Comprende que el pedregoso
sendero conduce directamente a la cumbre, y sube los espinosos atajos que no
pueden seguirse con tanta comodidad como el camino amplio y frecuentado que
como interminable meandro rodea los flancos del monte. Comprende que ha de satisfacer en brevísimas
existencias todas las obligaciones Kármicas acumuladas en su pasado, y que la
cuantía de los pagos acrece en proporción a la premura del vencimiento.
Las continuas
luchas en cuyo seno el aspirante se halla envuelto, desarrollan gradualmente en
él la quinta
cualidad atributiva: la fe.
La
fe en su Maestro y la fe en sí mismo, una confianza serena y firme que nada
pueden conmover. Aprende a confiar en la
sabiduría, en el amor y en el poder de su Maestro, y comienza a sentir –no ya
sólo a afirmar verbalmente—al Dios que reside en su corazón y que debe extender
poco a poco su imperio sobre todas las cosas.
La última cualidad mental,
el equilibrio, se
desenvuelve en cierta medida, sin necesidad de esfuerzo consciente, mientras el
aspirante trabaja en la adquisición de las cinco anteriores. El mero hecho de querer seguir el sendero
indica que la naturaleza superior comienza a desplegarse y que el mundo externo
definitivamente se relega a segundo término.
Después, los sostenidos esfuerzos ejecutados para dirigir la vida más
conveniente al discípulo, viene a desatar poco a poco el alma de todos los lazos
que la atan todavía a la vida de los sentidos.
A medida que el alma aparta su atención de los objetos inferiores, disminuye
la atracción que éstos ejercen sobre ella.
“Cuando es austero el morador del cuerpo, los objetos de los
sentidos se desvanecen” y pierden enseguida todo el poder de producir el desequilibrio. Aprende, pues, el discípulo a moverse,
serenamente impasible, entre los objetos de los sentidos, no teniendo ni deseo
ni aversión por ellos. —Los disturbios intelectuales de toda suerte, las
alternativas de alegría y sufrimiento mental por medio de las bruscas
alteraciones introducidas en su vida por los cuidados siempre vigilantes de su
Maestro, todas estas vicisitudes contribuyen a la fortificación de la preciosa
virtud del equilibrio en el aspirante.
Una vez adquiridos estos seis atributos mentales en suficiente
medida, el chela probacionario sólo necesita la cuarta cualidad: el intenso y profundo
deseo de liberación, la sed ardiente del alma que quiere unirse a Dios, deseo
que lleva consigo la promesa de su propia realización. He aquí al aspirante pronto a entrar en el
estado de verdadero discípulo, pues, una vez afirmado claramente este deseo,
jamás podrá destruirse. El alma que lo
ha experimentado ya no podrá apagar su sed en las fuentes terrenales cuyas
aguas le parecerán insípidas, y más sediento aún se alejará de ellas hacia la
senda vivificante de la Vida real. Al llegar
a este grado, queda “el hombre apto para recibir la iniciación”, presto para
“entrar en la corriente” que le separará pro siempre de los intereses de la
vida terrenal, salvo en lo que en ella pueda servir a su Maestro y ayudar a la
evolución de la raza. Para él no existe
en adelante la separación; su vida debe ofrecerse en el altar de la humanidad,
y gozoso sacrificio todo lo que es, a fin de utilizarlo a favor del bien común.
Durante los años empleados en adquirir las cuatro cualidades
fundamentales, el chela probacionario habrá realizado considerables progresos
en otros sentidos. Habrá recibido de su Maestro muchas enseñanzas dadas
generalmente durante el sueño profundo del cuerpo. El
alma revestida de su cuerpo astral bien organizado, se acostumbrará a
utilizarlo como vehículo de su conciencia e irá frecuentemente hacia su Maestro
para recibir de él instrucción e iluminación espiritual. Estará acostumbrado
a meditar, y esta práctica efectiva fuera del cuerpo físico vivificará y dirigirá más de un
poder superior al estado de función activa.
Durante las horas de meditación en el plano astral, la conciencia
llegará a las cimas más elevadas del ser, conociendo mejor la vida del plano
mental. El
neófito aprenderá a emplear en servicio del hombre sus grandísimos poderes, y
gran parte de las horas de libertad que le proporciona el sueño del cuerpo las
empleará en socorrer a las almas llevadas al mundo astral por la muerte, en
auxiliar a las víctimas de los accidentes, en instruir a los hermanos menos
avanzados que él, y en ayudar en gran manera a cuantos necesiten ayuda. Así el alma colabora, según sus humildes
medios, en el trabajo bienhechor de los Maestros, y se asocia, en la medida de
su esfuerzo, a la obra de la Sublime Fraternidad.
Mientras prosigue
el Sendero de la prueba, o más tarde, se le ofrece al
chela el privilegio de cumplir uno de esos actos de renunciación que señalan el
más rápido ascenso del hombre. Se le
permite “renunciar al Devachán”, es decir, renunciar a la
gloriosa existencia que le aguarda en las regiones celestes, después de cruzar
por el mundo físico, existencia que en su mayor parte hubiera pasado en la región
media del mundo “arupa” en compañía de los Maestros y entre los puros y sublimes
goces de la sabiduría y del amor. Si el
chela renuncia a esta recompensa de una vida noble y devota, las fuerzas espirituales
que hubiese empleado en el Devachán pueden aplicarse al servicio del mundo,
permaneciendo el chela en el plano astral en espera de un casi inmediato renacimiento
en la tierra. En este caso su Maestro
escoge el lugar a donde ha de volver y preside su reencarnación.
El chela
es conducido así al medio adecuado para asegurar su utilidad en el mundo, entre
las condiciones más favorables para su progreso y para el trabajo que en él le
aguarda. Y consigue en este punto que
todos sus intereses individuales se subordinen a la obra divina, y que su
voluntad se fije inmutablemente en el servicio sin inquietarse del lugar donde
lo presta ni del género de trabajo que le incumbe. Abandonase también gozosamente en manos de
quien le inspira confianza, aceptando de buen grado el lugar en que pueda
prestar al mundo los mejores servicios y desempeñar su papel en la obra
gloriosa de Aquellos que ayudan a la evolución humana. Bendita es la familia en que nace un niño con
un alma semejante, pues trae consigo la bendición del Maestro que le vela, le
guía constantemente y le presta todo su concurso, ayudándole para adquirir
inmediato imperio sobre sus vehículos inferiores.
Ocurre
a veces, si bien muy raramente, que un chela reencarna en un cuerpo que ha
atravesado ya la infancia y la primera juventud como tabernáculo de un “Ego”
menos desarrollado. Y cuando un alma viene
a la tierra para un período brevísimo, para quince o veinte años, por ejemplo,
se ve obligada a dejar su cuerpo al llegar a la adolescencia, después de haber
surgido todo el trabajo de primera formación y de hallarse en vías de llegar a
ser muy pronto un vehículo verdaderamente útil para la inteligencia. Si un cuerpo tal es bonísimo y puede
convertir a cualquier chela presto a reencarnar, será objeto de especial
cuidado durante la vida del primer ocupante, en vista de una utilización posible
cuando aquél no tenga necesidad de él.
Al
acabar el “Ego” su período vital, desencarna para pasar al Kama-loka, y
entonces el chela en expectativa de reencarnación entra en la envoltura
abandonada, y el cuerpo aparentemente muerto revive bajo la acción del nuevo
ocupante. Semejantes casos, aunque muy
raros, no son desconocidos de los ocultistas, y en las obras ocultas se pueden
encontrar pasajes referentes a ello.
(Tomado
del libro: La Sabiduría Antigua)
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