martes, 16 de diciembre de 2014

DEL PROPIO SACRIFICIO

LA CLAVE DE LA TEOSOFÍA

EXPOSICIÓN CLARA EN FORMA DE PREGUNTAS Y RESPUESTAS DE LA ÉTICA, CIENCIA Y FILOSOFÍA
PARA CUYO ESTUDIO HA SIDO FUNDADA LA SOCIEDAD TEOSÓFICA

Dedicada por H. P. B.
a todos sus discípulos
para que aprendan y puedan enseñar a su vez.

(Parte 50)

DEL PROPIO SACRIFICIO
¿Es la justicia igual para todos y el amor hacia todos los seres el objeto más elevado de la Teosofía?
No; existe otro aún mucho más alto.
¿Cuál puede ser?
El dar a los otros más que a uno mismo; el propio sacrificio. Esto es lo que ha distinguido tan preeminentemente a los Maestros más grandes de la Humanidad, tales como Gotama Buddha en la Historia, y Jesús de Nazaret en los Evangelios. Ha bastado ese solo rasgo para conservarles el respeto y el agradecimiento perpetuos de las generaciones que después de ellos se han sucedido. Decimos, sin embargo, que el propio sacrificio debe practicarse con discernimiento; y que si semejante abandono de uno mismo se lleva a cabo sin tener en cuenta la justicia, ciegamente, sin considerar los resultados, puede a menudo ser no sólo vano el esfuerzo, sino perjudicial. Una de las reglas fundamentales de la Teosofía es la justicia consigo mismo, considerándonos como una unidad de la humanidad colectiva, y no como un yo personal: considerándonos no más que los demás, pero tampoco menos, excepto cuando, gracias al sacrificio propio, podemos beneficiar a los muchos.
¿Podéis aclarar algo más vuestra idea por medio de un ejemplo?
Muchos ejemplos existen en la historia. La Teosofía considera el propio sacrificio por el bien práctico de los muchos como muy superior a la abnegación por una idea sectaria, como por ejemplo la de “salvar a los paganos de la condenación”. En nuestra opinión, el Padre Damián (aquel joven de 30 años que sacrificó su vida entera para aliviar los sufrimientos de los leprosos de Molokai, y se fue a vivir durante dieciocho años solo con ellos, siendo al fin atacado por tan terrible enfermedad, de la cual murió), no ha muerto en vano. Él alivió, y proporcionó una relativa felicidad a miles de pobres desgraciados. Les llevó el consuelo mental y físico. Derramó un rayo de luz en la noche oscura y terrible de una existencia cuya amargura no encuentra otra comparable en los anales del sufrimiento humano. Era un verdadero teósofo, y su memoria vivirá eternamente en nosotros.
Consideramos a ese pobre sacerdote belga inconmensurablemente más elevado que, por ejemplo, aquellos sinceros pero insensatos y vanos misioneros que han sacrificado su vida en las islas de los mares del Sur o en China. ¿Qué bien han hecho? En las primeras, trataron con seres que no eran aún aptos para recibir verdad alguna; y en cuanto a la segunda, se trata de una nación cuyos sistemas de filosofía religiosa son tan elevados como cualesquiera otros, si quisieran los que los poseen seguir el modelo de Confucio y demás sabios de su raza. Murieron víctimas de caníbales y de salvajes irresponsables, o del fanatismo y del odio populares; mientras que si hubiesen ido a los tugurios de White chapel, u otra localidad de aquellas que se estancan y pudren, bajo el sol brillante de nuestra civilización, llenas de salvajes cristianos y de lepra mental, hubieran podido hacer verdadero bien y haber conservado la vida para una causa mejor y más digna.
Pero ¿no piensan los cristianos lo mismo?
Es claro que no, porque obran partiendo de una creencia errónea. Piensan que bautizando el cuerpo de un salvaje irresponsable salvan su alma de la condenación. Por una parte, la Iglesia olvida a sus mártires, y por otra beatifica y levanta estatuas a hombres como Labro, que sacrificó su cuerpo durante cuarenta años sólo en beneficio de los inmundos insectos que en él se alimentaban. Si dispusiésemos de los medios necesarios para ello, levantaríamos una estatua al Padre Damián, santo verdadero y práctico, y perpetuaríamos su memoria para siempre, como ejemplo viviente de heroísmo teosófico y de compasión y propio sacrificio, buddhista y cristiano.
¿Consideráis, por tanto, el propio sacrificio como un deber?
Sí; y lo explicamos, mostrando que el altruismo es una parte integrante del propio desarrollo. Pero hemos de distinguir. Ningún hombre tiene derecho a dejarse morir de hambre para que pueda otro alimentarse, a no ser que la vida de este último sea, de un modo evidente, más útil a los muchos que la suya propia. Pero es deber suyo sacrificar su propio bienestar y trabajar por los demás si éstos son incapaces de trabajar por sí mismos. Deber suyo es dar todo lo que le pertenece, por completo, si a nadie aprovecha más que a él mismo, caso que lo guarde egoístamente. La Teosofía enseña la propia abnegación, pero no el propio sacrificio impulsivo e inútil, ni justifica el fanatismo.
¿Cómo podremos alcanzar un estado tan elevado?
Llevando a la práctica con discernimiento nuestros preceptos. Por el uso de nuestra razón más elevada, de la intuición espiritual, del sentido moral, y obedeciendo al dictamen de lo que llamamos “la tranquila y suave voz” de nuestra conciencia, que es la de nuestro Ego, y habla más alto en nosotros que los terremotos y los truenos de Jehová, en que “no está el Señor”.
Si tales son nuestros deberes hacia la humanidad en general, ¿qué entendéis por nuestros deberes respecto a los que nos rodean?
Exactamente los mismos, con más los que nacen de las obligaciones especiales de los lazos de familia.

¿No es cierto entonces, como se dice, que apenas ha entrado alguno en la Sociedad Teosófica, se ve separado gradualmente su mujer, de sus hijos y de los deberes de familia?

Es una calumnia sin fundamento alguno, como tantas otras. El primero de los deberes teosóficos es el de cumplir el propio deber hacia todos los hombres y principalmente hacia aquellas personas con quienes tenemos obligaciones especiales, bien por haberlas asumido voluntariamente, como son los lazos del matrimonio, o porque el destino nos ha ligado a ellas, como las que debemos a nuestros padres o parientes.
¿Y cuál puede ser el deber del teósofo hacia sí mismo?
Reprimir y vencer al yo inferior, por medio del Superior. Purificarse interna y moralmente; no temer a nadie ni a nada, fuera del tribunal de su propia conciencia.
No hacer jamás una cosa a medias; es decir, si cree hacer una cosa buena, debe hacerla abierta y francamente; y si es mala, apartarse de ella por completo.
Un teósofo tiene el deber de aligerar su carga, pensando en el sabio aforismo de Epicteto que dice: “No te dejes apartar, de tu deber por cualquier reflexión vana que de ti pueda hacer el mundo necio, porque en tu poder no están sus censuras, y, por consiguiente, no deben importarte nada”.
Suponiendo que un miembro de vuestra Sociedad manifestase su incapacidad para practicar el altruismo con otras personas, fundándose en que “la caridad empieza por uno mismo”, y
alegando que está demasiado ocupado, o que es demasiado pobre para favorecer a la humanidad, o siquiera a algunos de sus elementos, ¿cuáles son vuestras reglas en caso semejante? 
Ningún hombre tiene el derecho de decir que nada puede hacer por los demás, bajo cualquier pretexto que sea. “Cumpliendo su deber en la ocasión conveniente, puede el hombre convertirse en acreedor del mundo”, dice un escritor inglés. Un vaso de agua ofrecido a tiempo al viajero sediento realiza un deber más noble y más digno que una docena de comidas dadas sin oportunidad a gentes que pueden pagarlas. Un hombre que no sienta esto, jamás será teósofo; pero podrá, sin embargo, seguir siendo miembro de nuestra Sociedad. Carecemos de reglas para obligar a ningún hombre a convertirse en teósofo práctico, si no desea serlo.
¿Para qué entran entonces en la Sociedad?
El que lo hace lo sabrá. Tampoco en esto tenemos derecho para formar juicios anticipados sobre una persona, aun cuando toda una comunidad se manifestase en su contra, y os diré por qué. En nuestros tiempos, la vox populi (al menos en lo que se refiere a la de las clases ilustradas) ya no es la vox dei, sino siempre la de la preocupación, la de los motivos egoístas, y a menudo también la de la impopularidad. Nuestro deber es sembrar semilla abundante para el futuro, y tratar de que sea buena; no detenernos en averiguar por qué hemos de hacerlo así, ni cómo y para qué vamos a perder nuestro tiempo, puesto que los que han de recoger más adelante la cosecha no seremos nosotros.


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