EL
KAMALOKA
(1ra. Parte)
Este término significa
literalmente: lugar o sitio del deseo,
y sirve, como
ya se ha dicho, para designar una parte del plano astral, una región separada
del resto de ese plano, no como lugar
distinto, sino como el estado consciente especial en que se encuentran los
seres que hay en él (Los indos llaman a este estado Pretaloka, el lugar de los Pretas.
Un preta es el ser humano que ha perdido su
cuerpo físico, pero que no se ha despojado del vestido de la naturaleza animal.
No puede ir muy lejos con ese vestido, y queda preso en él hasta que sobreviene
la disgregación.)
Contiene los seres humanos
privados del cuerpo físico por el golpe de la muerte, destinados a sufrir
ciertas transformaciones purificatorias antes de entrar en la vida pacífica y
feliz propia del hombre verdaderamente dicho, del alma humana. (El alma es el intelecto humano,
el lazo entre el Espíritu Divino en el hombre, y su personalidad inferior. Es
el Ego el individuo, el Yo que se desarrolla por la evolución. En el lenguaje
teosófico es Manas, el Pensador. La inteligencia, tal como se concibe de
ordinario, es la energía del Manas que obra a través de las limitaciones del
cerebro físico.)
Esta región representa y engloba las condiciones
atribuidas a los diferentes estados intermedios, infiernos o purgatorios, que
todas las grandes religiones consideran como residencia temporal del hombre
tras el abandono de su cuerpo físico y antes de su entrada en el cielo.
No contiene lugar alguno de tortura
externa, porque el infierno eterno, en el que
creen algunos sectarios de espíritu estrecho, no es sino una pesadilla de la
ignorancia, del odio y del miedo. Comprende
sin embargo, a decir verdad, condiciones de sufrimiento, temporales y
purificadoras, efectos de causa que ha realizado el hombre durante su vida
terrestre. Son así tan naturales y
tan inevitables como las consecuencias de nuestras derrotas en el mundo, porque
vivimos en un universo regido por leyes, según las cuales, todo germen debe
fructificar según su especie.
La muerte en nada cambia la naturaleza
mental y moral del hombre, y el cambio de estado al pasar de un mundo a otro
destruye su cuerpo físico pero deja al hombre tal cual era.
El estado Kamaloka se encuentra en cada una de las subdivisiones
del plano astral, de suerte que podemos considerar el Kamaloka como comprendido de siete regiones que se designarán
a continuación: primera, segunda, y tercera región, y así hasta
la séptima contando de abajo hacia arriba. (Estas regiones se numeran frecuentemente de arriba
abajo. Esto importa poco, y aquí se numeran de abajo hacia arriba según el
método adoptado en esta obra.)
Se ha visto ya que entran en la composición del
cuerpo astral materiales tomados de todas las subdivisiones del plano; pero
la recombinación especial de estos materiales es lo que separa a los hombres
de una región de los de otra, aunque los de una misma región pueden
comunicarse entre sí.
Las siete regiones de las subdivisiones correspondientes
al plano astral, difieren en densidad, y la densidad de la forma exterior de la
entidad purgatorial determina la región se encuentra limitada.
Estas diferencias en el estado de la
materia impiden el paso de una región a otra.
Las gentes de una región no pueden comunicarse con
las de otra, como el pez no puede comunicarse con el águila. El medio necesario
para la vida de uno sería fatal para la vida del otro.
Al morir el cuerpo físico, el doble etéreo, con Prana y los demás
principios, todo el hombre por consiguiente, menos el cuerpo denso, se retira
del tabernáculo de carne (término
que designa perfectamente la envoltura exterior del ser.)
Todas las energías vitales que irradian
al exterior vuelven al interior reunidas con Prana; su retirada se manifiesta por
el sopor que invade a los órganos físicos de los sentidos.
Los órganos están prestos a
servir como siempre; pero el ser interior que gobierna, el que ve por ellos, él
oye, toca, siente y gusta, se va; sin él, solo son los sentidos simples
agregados de materia, viva, es verdad, pero sin poder alguno de percepción.
Lentamente el sueño del cuerpo se
retira, envuelto en el doble etéreo y absorto en la contemplación del panorama
de su vida pasada, que se desarrolla ante él, a la hora de la muerte, hasta en
sus menores detalles. En ese cuadro están todos los sucesos de su vida, grande
y pequeños.
Ve sus ambiciones realizadas o fallidas,
sus esfuerzos, triunfos, derrotas, amores y odios.
La tendencia predominante del conjunto surge
claramente; el pensamiento director de la vida se afirma y se imprime
profundamente en el alma, señalando la región en donde pasará la mayor parte de
su existencia póstuma.
Solemne es el instante en que el hombre, frente a
frente de su vida, oye salir de labios de su pasado el augurio de su porvenir. En
breve espacio de tiempo se ve como es, reconoce el fin de su vida y sabe que la
ley es poderosa, justa y buena.
Luego de roto el lazo magnético entre
el cuerpo denso y el etéreo, estos asociados de toda una vida se separan, y
salvo en casos excepcionales, el hombre cae en apacible inconsciencia.
La
calma y el respeto deben presidir la conducta de quienes rodean el lecho del
moribundo, a fin de que un silencio solemne facilite el
examen de su pasado al alma que se va.
Los
gritos y lamentos ruidosos producen sobre ella penosa impresión y pueden
perturbar el mantenimiento de su impresión.
Es
desde luego a la vez impertinente y egoísta interrumpir por el disgusto de una
pérdida personal, la calma que le debe ayudar y
apaciguar.
La religión ha prescripto sabiamente
oraciones para los agonizantes, porque mantienen la calma y provocan
aspiraciones desinteresadas que ayudan al moribundo.
Como todo pensamiento amante,
contribuyen a defender y proteger.
Algunas horas después de la muerte, unas
treinta y seis por regla general, el hombre se retira del cuerpo etéreo.
Este último,
abandonado a su vez como cadáver inerte, queda cerca del cadáver denso y
comparte con él su suerte.
Si el cuerpo denso se entierra, el doble
etéreo flota sobre la tumba, disgregándose lentamente; y la penosa impresión que muchas personas experimentan al visitar los
cementerios, se debe en gran parte a la presencia de los cadáveres etéreos en
descomposición.
Por el contrario, cuando se quema el cuerpo, el doble
etéreo se dispersa rápidamente, porque
pierde su punto de apoyo y su centro de atracción física.
Esta es una de las razones, entre otras muchas, para
preferir la cremación a la inhumación, como medio de disponer de los cadáveres.
La retirada del hombre de su doble etéreo va acompañada
de la retirada de Prana, que vuelve desde entonces al gran depósito de la vida
universal; mientras que el ser humano,
presto a pasar a Kamaloka, sufre una recomposición de su cuerpo astral, por lo
que éste podrá someterse a las transformaciones purificadoras que necesita la
liberación del hombre mismo. (Esta recomposición determina lo que los indos llaman Yätanä o cuerpo de sufrimiento; o bien en caso de
hombres perversos, que tengan en su cuerpo astral preponderancia de elementos
densísimos, el Dhruvam, o cuerpo fuerte.)
Durante la vida
terrestre, los diversos estados de la
materia astral se mezclan con la formación del cuerpo astral, como hacen
los sólidos, los líquidos y los gases en el interior del cuerpo físico.
La recomposición del cuerpo astral después de la muerte, apareja la separación de
esos materiales por orden de densidad, en una serie de envolturas o capas
concéntricas, la más sutil dentro y la
más densa fuera, estando cada capa formada por la materia de una sola
subdivisión del plano astral.
El cuerpo astral viene a ser, pues, un conjunto de
siete capas superpuestas, un séptuple estuche de sustancia astral, donde puede
decirse muy bien que el hombre está preso, pues solo la ruptura de esas capas
le ha de libertar.
Se comprenderá ahora la importancia
capital de la purificación del cuerpo astral durante la vida terrestre.
El hombre queda detenido en cada una de
esas subdivisiones del Kamaloka hasta que la envoltura de materia de esa
subdivisión esté suficientemente disgregada para permitirle pasar a las
subdivisiones siguientes.
Además, según
la actividad conscientemente desplegada por el ser durante su vida en tal o
cual estado de la materia astral, se encontrará despierto y consciente en la
región que le corresponda después de su muerte; o bien no hará sino pasar,
inconscientemente, absorto por sueños agradables y quedar retenido durante el
tiempo que en aquel estado exija la disgregación mecánica de su envoltura.
El hombre espiritualmente desarrollado, que ha purificado su
cuerpo astral hasta el punto de que los elementos estén tomados tan sólo de la
materia más sutil de cada subdivisión del plano, no hará sino atravesar el
Kamaloka sin detenerse en él. Su cuerpo astral se disgregará con rapidez
extrema y quedará sin disgusto en el lugar que su destino le asigne, según el
grado de evolución que haya alcanzado.
Un hombre menos evolucionado, pero cuya vida
haya sido pura y sobria, que no haya estado apegado a las cosas de la tierra,
atravesará el Kamaloka con vuelo menos rápido; soñará pacíficamente,
inconsciente de lo que lo rodee, mientras su cuerpo mental vaya desechando
sucesivamente las diversas capas astrales, y despertará por fin al alcanzar las
moradas celestes.
Otros,
menos desarrollados todavía, despertarán después de haber
atravesado las regiones inferiores del plano astral, readquiriendo conciencia
en la división que corresponda a su actividad consciente durante la vida
terrestre, pues el ser se despierta al contacto de las impresiones familiares,
aunque las reciba entonces directamente por el cuerpo astral sin auxilio del
cuerpo físico.
Los que hayan
vivido en el seno de las pasiones animales despertarán en la región que
corresponda a esas pasiones, pues cada hombre se coloca exactamente en el sitio
que él mismo se asigna.
El caso de supresión brusca
de la vida física por accidente, suicidio, asesinato o muerte repentina bajo cualquier forma que sea, merece atención especial, porque
difiere de la muerte ordinaria que sigue al agotamiento de las energías vitales
por vejez o enfermedad.
Si la víctima es pura y de
tendencias espirituales, será objeto de protección especial y dormirá
tranquilamente hasta el término de su existencia física normal.
Pero si es de otro modo,
quedará consciente, aunque incapaz de darse cuenta de que ha perdido su cuerpo
físico, y obsesionada a veces durante algún tiempo por la escena fatal de
horrores a que no puede sustraerse.
En todo ese tiempo quedará en la región del plano astral con la
que esté en relación por la zona más externa de su cuerpo astral.
Para un alma semejante, la vida regular del Kamaloka comienza
cuando ha agotado la trama de su existencia terrestre normal; y tiene conciencia muy viva de los objetos físicos astrales
que la rodean.
Un asesino ejecutado por su crimen,
continúa (según el testimonio de
uno de los Maestros que instruyeron a H. P. Blavatsky) viviendo y reviviendo en Kamaloka la escena del
crimen y los sucesos siguientes, repitiendo sin cesar su acto diabólico,
volviendo a pasar por todos los terrores de la prisión y del suplicio.
Del mismo modo, un suicida repetirá automáticamente los sentimientos de desesperación y
temor que precedieron a su crimen, y renovará casi
indefinidamente con lúgubre persistencia el acto fatal y la lucha de la agonía.
Una mujer muerta el llamas, presa de terror loco después de esfuerzos
desesperados para escaparse, creó tal tempestad de emociones tumultuosas, que
cinco días después luchaba todavía desesperadamente viéndose rodeada de llamas
y rechazando violentamente todos los esfuerzos que se hacían para
tranquilizarla.
Otra
mujer, en cambio, ahogada en una tempestad, murió con el corazón tranquilo y lleno de amor, teniendo a su niño en
brazos, más allá de la muerte pudo ser observada, durmiendo sosegadamente y
soñando con su marido y sus hijos que se le aparecían en dichosas visiones tan
límpidas como la realidad.
En los casos más comunes, la
muerte por accidente es un desventaja real, resultado de alguna falta grave; pues el hecho de tener plena conciencia en las regiones inferiores
del Kamaloka, estrechamente unidas a la tierra, entraña inconvenientes y hasta
peligros.
El hombre
está absorto por proyectos e intereses que han ocupado su vida y tiene
conciencia de la presencia de las gentes y de las cosas que a ello se refieren.
Se siente casi irresistiblemente lanzado a efectuar todos sus esfuerzos para
influir en negocios a que sus pasiones y sentimientos le atan todavía.
Se encuentra, pues, ligado por sus deseos
al mundo físico, aunque ha perdido ya todos
los órganos habituales de actividad.
El único medio para llegar a
la paz en apartar resueltamente su pensamiento de la tierra y fijarlo en cosas
más altas; pero el número de los que tienen valor para
tal esfuerzo es comparativamente muy reducido, a
pesar de los auxilios que siempre ofrecen los trabajadores del plano astral,
cuya tarea consiste en ayudar y guiar a los que han dejado este mundo (Estos trabajadores son
discípulos de algunos de los Grandes Maestros que guían y ayudan a la humanidad
y que tienen el deber especial de socorrer a las almas necesitadas de
asistencia.)
Con
frecuencia esas almas sufrientes, incapaces de soportar su inacción forzada, buscan la ayuda de un
sensitivo con el que puedan relacionarse para ocuparse una vez más en los
negocios terrestres.
A veces también, obsesionando a algún médium disponible, se esfuerzan
en emplear su cuerpo para sus propios fines.
Contraen así grandes responsabilidades para lo por venir.
No sin razón oculta la
Iglesia nos enseña esta oración: “De guerra, de asesinato y muerte repentina, líbranos Señor:”
Podemos
ahora considerar una a una las subdivisiones del Kamaloka para formarnos idea
de las condiciones que el hombre separa, en este estado intermedio, por los
deseos que nutre durante su vida física.
Porque es preciso recordar que la suma de vitalidad
en cualquiera de las capas, y por consiguiente el pe-ríodo de la detención
correspondiente, dependen de la suma de energía comunicada durante la vida terrestre
al género de materia astral de la que esa capa se compone.
Si las pasiones más bajas han sido activas, la materia astral más
densa, fuertemente vitalizada predominará en cantidad.
Este principio tiene aplicación a través de todas las regiones del
Kamaloka, de suerte que el hombre, durante su misma vida, puede darse cuenta
exactísima del porvenir inmediato que se prepara cada día siguiente a la
muerte.
La primera
división, la más inferior, contiene las condiciones que responden a los
diferentes géneros de “infiernos” descritos
por los libros santos indos y buddhistas.
Es preciso comprender que el hombre, al pasar de uno a otro de
esos estados purgativos, no se desembaraza realmente de las pasiones y de los
viles deseos que le han llevado allí.
Semejantes elementos persisten, porque son parte integrante de
su carácter y quedan latentes, como en germen, en la mente, para estallar y
formar su naturaleza pasional cuando esté pronto a renacer en el mundo físico.
Su estancia en la más baja región del Kamaloka
se debe exclusivamente a la presencia, en su cuerpo Kámico, de gran proporción
de materia perteneciente a esta región; y queda prisionero
en ella hasta que la capa de que se compone está suficientemente disgregada
para permitir al hombre ponerse en contacto con la región inmediata superior.
La atmósfera de ese lugar es sombría, pesada,
triste, deprimente en grado inconcebible; parece impregnada de todas las
influencias más opuestas al bien.
Tal es su carácter esencial, engendrado por los
mismos cuyas malas pasiones le han llevado a ella.
Todo deseo y sentimiento hórrido encuentra allí los materiales más
adecuados para su expresión.
No falta nada de lo que puede haber en un lugar
más infecto, sin contar con que todos los horrores que se ocultan a la vida
física se manifiestan allí en toda su espantosa desnudez. El carácter repugnante de
esta región acrecentase por el hecho de que, en el mundo astral, la forma se
adapta al carácter.
El hombre presa de pasiones malsanas tiene,
pues, todo el aspecto de lo que es.
Los apetitos bestiales dan al cuerpo astral
aspecto bestial, y las terribles formas, semi—humanas, semi—animales, son la vestidura más adecuada a las almas
parecidas a las bestias.
En el mundo astral nadie puede ser hipócrita ni disimular sus
malos pensamientos bajo el velo de apariencias virtuosas. Todo lo que es un
hombre, se ofrece en su forma y en su aspecto exterior, irradiando belleza cuando su pensamiento es noble, e
infundiendo fealdad cuando es vil.
Se comprenderá,
pues fácilmente, cómo los Maestros, tales como Buddha, con la visión infalible
de aquellos a quienes todos los mundos están abiertos, pudieron describir lo que veían en esos infiernos con un lenguaje de
terrible realismo, que parece increíble a los lectores de hoy, porque olvidan
que las almas, una vez libertadas de la materia grosera y poco plática del
mundo físico, se aparecen bajo la forma que les corresponde, teniendo exactamente el aspecto de lo que son
en verdad.
En
este mismo mundo de aquí abajo, un facineroso envilecido tiene por lo general
aspecto repugnante.
¿Qué habrá de
esperar, pues, de la materia astral plástica, que se adapta al menor impulso de
los deseos criminales?
Es completamente natural, pues, que un hombre
tal revista forma horrible y que se manifieste con verdadero lujo de odiosas
transformaciones. Conviene recordar que la población de ese abismo del Kamaloka
se compone de la escoria de la humanidad; asesinos,
bandidos, criminales de todo género, borrachos, libertinos; en una palabra, de
todo lo más vil del género humano.
Nadie
se encuentra allí, con la conciencia despierta a lo que le rodea a no ser un
culpable de un crimen brutal, de una crueldad obstinada y persistente, o
víctima de algún vicio abyecto.
Las únicas personas de carácter más elevado que
sin embargo se encuentran retenidas allí por algún tiempo, son los suicidas que poniendo fin a sus días intentaron
sustraerse a los castigos terrestres.
No hacen sino agravar su situación. No se encuentran allí,
naturalmente, todos los suicidas, porque el suicidio puede haberse efectuado
por motivos muy diversos; se
encuentran los que cobardemente quisieron evitar las consecuencias de sus
propias acciones.
Aparte
de la lobreguez del lugar y de las compañías abyectas que encuentra, el hombre mismo es allí el
creador inmediato de su propia miseria.
Como no experimenta otro cambio que la pérdida de su velo
corporal, manifiesta sus pasiones con toda su fealdad original y su brutal
desnudez.
Llenos
de apetitos feroces e insaciables, inflamados de venganza, odio y
concupiscencias que no pueden satisfacer, por falta de órganos, las almas vagan
furiosas y ávidas a través de aquél lúgubre ambiente.
Se congregan en los peores lugares de la tierra, cerca de las casas de
lujuria, de los sitios de embriaguez, excitando los concurrentes asiduos a esos
lugares a la deshonestidad y a la violencia, buscando el momento de
obsesionarlos y llevarlos a los mayores excesos. La sofocante atmósfera que se observa en esos sitios se debe en
gran parte a la presencia de esas entidades ligadas a la tierra, poseídas de
pasiones abyectas y de infames deseos.
Los médiums, a menos que no tengan carácter noble y puro, son principalmente el
objeto de sus ataques. Con frecuencia, faltos de voluntad,
debilitados por el abandono pasivo de su cuerpo a la ocupación temporal de
otras entidades desencarnadas, quedan poseídos por esos seres malos y
arrastrados a la intemperancia y a la locura.
Los
asesinos ejecutados, llenos de terror, de odio y de venganza in—saciados,
renuevan sin cesar su crimen por impulso maquinal y reproducen mentalmente los
terribles sucesos, envolviéndose en una atmósfera de pensamientos—formas (formas creadas) de crimen.
Llevados
hacia cualquiera, alimentan sentimientos de odio o de venganza e incitan a
cometer el crimen que meditan.
Se verá a veces, en esta región, a un asesino
constantemente seguido por su víctima, a cuya angustiosa presencia no puede
sustraerse, forma inerte que persigue sus pasos con persistencia
inquebrantable, a pesar de los esfuerzos que haga aquél para desembarazarse de
ella.
Y la víctima, a menos que no tenga carácter
vil, es inconsciente, y su propia inconsciencia contribuye a acrecentar el
horror en el culpable a quién persigue maquinalmente.
Aquí
también encontramos el infierno del vivisector, pues la
crueldad atrae el cuerpo astral los materiales más densos y las combinaciones
más repugnantes de la materia astral. Vive entre las formas de sus mutiladas víctimas, gimientes,
trémulas, aullantes, vivificadas no por las almas de los mismos animales, sino
por la vida elemental estremecida de odio contra el sacrificador. Este mismo,
con regularidad automática, repite sus nefastos experimentos, consciente de su
horror, imperiosamente lanzado a infligir de nuevo el tormento por la costumbre
contraída en su vida terrestre.
Antes
de abandonar esta triste región recordaremos que no hay en ella castigos
arbitrariamente infligidos por lo exterior, sino que son inevitable efecto de
las causas que ha puesto en juego cada uno.
Durante su vida física, esos hombres cedieron a
los más viles impulsos, atrajeron y
asimilaron a su cuerpo astral los materiales que únicamente pueden vibrar
en respuesta a esos impulsos. Ahora, pues, ese
cuerpo que ellos mismos construyeron, se convierte en prisión de su alma y
ha de caer arruinado antes de que logre evadirse de él.
¿El borracho no
tiene forzosamente que vivir aquí abajo, en su repugnante cuerpo físico, abrazado
por el alcohol? Pues la
misma ley le obligará vivir en Kamaloka, en su cuerpo astral no menos repugnante.
La semilla sembrada se recoge según su especie; tal es la ley en todos los
mundos y nadie puede sustraerse a ella.
A
decir verdad, el cuerpo astral no es allí ni más escandaloso ni más horrible
que cuando el hombre vi-vía sobre la tierra y producía en torno a
él una atmósfera fétida por sus emanaciones astrales; pero las gentes de la tierra
no se daban cuenta de su fealdad, porque astralmente son ciegas.
Cuando
consideramos, además, a esos desgraciados que son nuestros hermanos, podemos consolarnos
pensando que sus sufrimientos son temporales y que dan a la vida del alma una
lección sumamente necesaria.
Bajo
la reacción de las leyes de la naturaleza que violó, aprende la existencia de
estas leyes y la miseria que inevitablemente dimana de no observarla en la vida
y conducta del hombre.
La naturaleza no
nos economiza nada; pero en último término sus lecciones son elocuentes, porque aseguran nuestra evolución y conducen al
alma a la conquista de la inmortalidad.
(Tomado
del libro: La Sabiduría Antigua)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario