miércoles, 15 de octubre de 2014

EL KAMALOKA (1ra. Parte)

EL  KAMALOKA
(1ra. Parte)
     
Este término significa literalmente: lugar o sitio del deseo, y sirve, como ya se ha dicho, para designar una parte del plano astral, una región separada del  resto de ese plano, no como lugar distinto, sino como el estado consciente especial en que se encuentran los seres que hay en él (Los indos llaman a este estado Pretaloka, el lugar de los Pretas. Un preta es el ser humano que ha perdido su cuerpo físico, pero que no se ha despojado del vestido de la naturaleza animal. No puede ir muy lejos con ese vestido, y queda preso en él hasta que sobreviene la disgregación.)
Contiene los seres humanos privados del cuerpo físico por el golpe de la muerte, destinados a sufrir ciertas transformaciones purificatorias antes de entrar en la vida pacífica y feliz propia del hombre verdaderamente dicho, del alma humana. (El alma es el intelecto humano, el lazo entre el Espíritu Divino en el hombre, y su personalidad inferior. Es el Ego el individuo, el Yo que se desarrolla por la evolución. En el lenguaje teosófico es Manas, el Pensador. La inteligencia, tal como se concibe de ordinario, es la energía del Manas que obra a través de las limitaciones del cerebro físico.)

Esta región representa y engloba las condiciones atribuidas a los diferentes estados intermedios, infiernos o purgatorios, que todas las grandes religiones consideran como residencia temporal del hombre tras el abandono de su cuerpo físico y antes de su entrada en el cielo.

No contiene lugar alguno de tortura externa, porque el infierno eterno, en el que creen algunos sectarios de espíritu estrecho, no es sino una pesadilla de la ignorancia, del odio y del miedo. Comprende sin embargo, a decir verdad, condiciones de sufrimiento, temporales y purificadoras, efectos de causa que ha realizado el hombre durante su vida terrestre. Son así tan naturales y tan inevitables como las consecuencias de nuestras derrotas en el mundo, porque vivimos en un universo regido por leyes, según las cuales, todo germen debe fructificar según su especie.

La muerte en nada cambia la naturaleza mental y moral del hombre, y el cambio de estado al pasar de un mundo a otro destruye su cuerpo físico pero deja al hombre tal cual era.

El estado Kamaloka se encuentra en cada una de las subdivisiones del plano astral, de suerte que podemos considerar el Kamaloka como comprendido de siete regiones que se designarán a continuación: primera, segunda, y tercera región, y así hasta la séptima contando de abajo hacia arriba. (Estas regiones se numeran frecuentemente de arriba abajo. Esto importa poco, y aquí se numeran de abajo hacia arriba según el método adoptado en esta obra.)

Se ha visto ya que entran en la composición del cuerpo astral materiales tomados de todas las subdivisiones del plano; pero la recombinación especial de estos materiales es lo que separa a los hombres de una región de los de otra, aunque los de una misma región pueden comunicarse entre sí.

Las siete regiones de las subdivisiones correspondientes al plano astral, difieren en densidad, y la densidad de la forma exterior de la entidad purgatorial determina la región se encuentra limitada.
Estas diferencias en el estado de la materia impiden el paso de una región a otra.
Las gentes de una región no pueden comunicarse con las de otra, como el pez no puede comunicarse con el águila. El medio necesario para la vida de uno sería fatal para la vida del otro.
     
Al morir el cuerpo físico, el doble etéreo, con Prana y los demás principios, todo el hombre por consiguiente, menos el cuerpo denso, se retira del tabernáculo de carne (término que designa perfectamente la envoltura exterior del ser.)

Todas las energías vitales que irradian al exterior vuelven al interior reunidas con Prana; su retirada se manifiesta por el sopor que invade a los órganos físicos de los sentidos.
Los órganos están prestos a servir como siempre; pero el ser interior que gobierna, el que ve por ellos, él oye, toca, siente y gusta, se va; sin él, solo son los sentidos simples agregados de materia, viva, es verdad, pero sin poder alguno de percepción.
Lentamente el sueño del cuerpo se retira, envuelto en el doble etéreo y absorto en la contemplación del panorama de su vida pasada, que se desarrolla ante él, a la hora de la muerte, hasta en sus menores detalles. En ese cuadro están todos los sucesos de su vida, grande y pequeños.
Ve sus ambiciones realizadas o fallidas, sus esfuerzos, triunfos, derrotas, amores y odios.
La tendencia predominante del conjunto surge claramente; el pensamiento director de la vida se afirma y se imprime profundamente en el alma, señalando la región en donde pasará la mayor parte de su existencia póstuma.
Solemne es el instante en que el hombre, frente a frente de su vida, oye salir de labios de su pasado el augurio de su porvenir. En breve espacio de tiempo se ve como es, reconoce el fin de su vida y sabe que la ley es poderosa, justa y buena.
Luego de roto el lazo magnético entre el cuerpo denso y el etéreo, estos asociados de toda una vida se separan, y salvo en casos excepcionales, el hombre cae en apacible inconsciencia.     
     
La calma y el respeto deben presidir la conducta de quienes rodean el lecho del moribundo, a fin de que un silencio solemne facilite el examen de su pasado al alma que se va.
Los gritos y lamentos ruidosos producen sobre ella penosa impresión y pueden perturbar el mantenimiento de su impresión.
Es desde luego a la vez impertinente y egoísta interrumpir por el disgusto de una pérdida personal, la calma que le debe ayudar y apaciguar.
La religión ha prescripto sabiamente oraciones para los agonizantes, porque mantienen la calma y provocan aspiraciones desinteresadas que ayudan al moribundo.
Como todo pensamiento amante, contribuyen a defender y proteger.
     
Algunas horas después de la muerte, unas treinta y seis por regla general, el hombre se retira del cuerpo etéreo.
Este último, abandonado a su vez como cadáver inerte, queda cerca del cadáver denso y comparte con él su suerte.
Si el cuerpo denso se entierra, el doble etéreo flota sobre la tumba, disgregándose lentamente; y la penosa impresión que muchas personas experimentan al visitar los cementerios, se debe en gran parte a la presencia de los cadáveres etéreos en descomposición.
Por el contrario, cuando se quema el cuerpo, el doble etéreo se dispersa rápidamente, porque pierde su punto de apoyo y su centro de atracción física.
Esta es una de las razones, entre otras muchas, para preferir la cremación a la inhumación, como medio de disponer de los cadáveres.
     
La retirada del hombre de su doble etéreo va acompañada de la retirada de Prana, que vuelve desde entonces al gran depósito de la vida universal; mientras que el ser humano, presto a pasar a Kamaloka, sufre una recomposición de su cuerpo astral, por lo que éste podrá someterse a las transformaciones purificadoras que necesita la liberación del hombre mismo. (Esta recomposición determina lo que los indos llaman Yätanä o cuerpo de sufrimiento; o bien en caso de hombres perversos, que tengan en su cuerpo astral preponderancia de elementos densísimos, el Dhruvam, o cuerpo fuerte.)

Durante la vida terrestre, los diversos estados de la materia astral se mezclan con la formación del cuerpo astral, como hacen los sólidos, los líquidos y los gases en el interior del cuerpo físico.

La recomposición del cuerpo astral después de la muerte, apareja la separación de esos materiales por orden de densidad, en una serie de envolturas o capas concéntricas, la más sutil dentro y la más densa fuera, estando cada capa formada por la materia de una sola subdivisión del plano astral.
El cuerpo astral viene a ser, pues, un conjunto de siete capas superpuestas, un séptuple estuche de sustancia astral, donde puede decirse muy bien que el hombre está preso, pues solo la ruptura de esas capas le ha de libertar.

Se comprenderá ahora la importancia capital de la purificación del cuerpo astral durante la vida terrestre.

El hombre queda detenido en cada una de esas subdivisiones del Kamaloka hasta que la envoltura de materia de esa subdivisión esté suficientemente disgregada para permitirle pasar a las subdivisiones siguientes.

Además, según la actividad conscientemente desplegada por el ser durante su vida en tal o cual estado de la materia astral, se encontrará despierto y consciente en la región que le corresponda después de su muerte; o bien no hará sino pasar, inconscientemente, absorto por sueños agradables y quedar retenido durante el tiempo que en aquel estado exija la disgregación mecánica de su envoltura.

El hombre espiritualmente desarrollado, que ha purificado su cuerpo astral hasta el punto de que los elementos estén tomados tan sólo de la materia más sutil de cada subdivisión del plano, no hará sino atravesar el Kamaloka sin detenerse en él. Su cuerpo astral se disgregará con rapidez extrema y quedará sin disgusto en el lugar que su destino le asigne, según el grado de evolución que haya alcanzado.
    
 Un hombre menos evolucionado, pero cuya vida haya sido pura y sobria, que no haya estado apegado a las cosas de la tierra, atravesará el Kamaloka con vuelo menos rápido; soñará pacíficamente, inconsciente de lo que lo rodee, mientras su cuerpo mental vaya desechando sucesivamente las diversas capas astrales, y despertará por fin al alcanzar las moradas celestes.

Otros, menos desarrollados todavía, despertarán después de haber atravesado las regiones inferiores del plano astral, readquiriendo conciencia en la división que corresponda a su actividad consciente durante la vida terrestre, pues el ser se despierta al contacto de las impresiones familiares, aunque las reciba entonces directamente por el cuerpo astral sin auxilio del cuerpo físico.

Los que hayan vivido en el seno de las pasiones animales despertarán en la región que corresponda a esas pasiones, pues cada hombre se coloca exactamente en el sitio que él mismo se asigna.

El caso de supresión brusca de la vida física por accidente, suicidio, asesinato o muerte repentina bajo cualquier forma que sea, merece atención especial, porque difiere de la muerte ordinaria que sigue al agotamiento de las energías vitales por vejez o enfermedad.
Si la víctima es pura y de tendencias espirituales, será objeto de protección especial y dormirá tranquilamente hasta el término de su existencia física normal.
Pero si es de otro modo, quedará consciente, aunque incapaz de darse cuenta de que ha perdido su cuerpo físico, y obsesionada a veces durante algún tiempo por la escena fatal de horrores a que no puede sustraerse.
En todo ese tiempo quedará en la región del plano astral con la que esté en relación por la zona más externa de su cuerpo astral.

Para un alma semejante, la vida regular del Kamaloka comienza cuando ha agotado la trama de su existencia terrestre normal; y tiene conciencia muy viva de los objetos físicos astrales que la rodean.

Un asesino ejecutado por su crimen, continúa (según el testimonio de uno de los Maestros que instruyeron a H. P. Blavatsky) viviendo  y reviviendo en Kamaloka la escena del crimen y los sucesos siguientes, repitiendo sin cesar su acto diabólico, volviendo a pasar por todos los terrores de la prisión y del suplicio.
Del mismo modo, un suicida repetirá automáticamente los sentimientos de desesperación y temor que precedieron a su crimen, y renovará casi indefinidamente con lúgubre persistencia el acto fatal y la lucha de la agonía.
Una mujer muerta el llamas, presa de terror loco después de esfuerzos desesperados para escaparse, creó tal tempestad de emociones tumultuosas, que cinco días después luchaba todavía desesperadamente viéndose rodeada de llamas y rechazando violentamente todos los esfuerzos que se hacían para tranquilizarla.
Otra mujer, en cambio, ahogada en una tempestad, murió con el corazón tranquilo y lleno de amor, teniendo a su niño en brazos, más allá de la muerte pudo ser observada, durmiendo sosegadamente y soñando con su marido y sus hijos que se le aparecían en dichosas visiones tan límpidas como la realidad.

En los casos más comunes, la muerte por accidente es un desventaja real, resultado de alguna falta grave; pues el hecho de tener plena conciencia en las regiones inferiores del Kamaloka, estrechamente unidas a la tierra, entraña inconvenientes y hasta peligros.
El hombre está absorto por proyectos e intereses que han ocupado su vida y tiene conciencia de la presencia de las gentes y de las cosas que a ello se refieren. Se siente casi irresistiblemente lanzado a efectuar todos sus esfuerzos para influir en negocios a que sus pasiones y sentimientos le atan todavía.
Se encuentra, pues, ligado por sus deseos al mundo físico, aunque ha perdido ya todos los órganos habituales de actividad.
El único medio para llegar a la paz en apartar resueltamente su pensamiento de la tierra y fijarlo en cosas más altas; pero el número de los que tienen valor para tal esfuerzo es comparativamente muy reducido, a pesar de los auxilios que siempre ofrecen los trabajadores del plano astral, cuya tarea consiste en ayudar y guiar a los que han dejado este mundo (Estos trabajadores son discípulos de algunos de los Grandes Maestros que guían y ayudan a la humanidad y que tienen el deber especial de socorrer a las almas necesitadas de asistencia.)

Con frecuencia esas almas sufrientes, incapaces de soportar su inacción forzada, buscan la ayuda de un sensitivo con el que puedan relacionarse para ocuparse una vez más en los negocios terrestres.
A veces también, obsesionando a algún médium disponible, se esfuerzan en emplear su cuerpo para sus propios fines.
Contraen así grandes responsabilidades para lo por venir.
No sin razón oculta la Iglesia nos enseña esta oración: “De guerra, de asesinato y muerte repentina, líbranos Señor:”
     
Podemos ahora considerar una a una las subdivisiones del Kamaloka para formarnos idea de las condiciones que el hombre separa, en este estado intermedio, por los deseos que nutre durante su vida física.
Porque es preciso recordar que la suma de vitalidad en cualquiera de las capas, y por consiguiente el pe-ríodo de la detención correspondiente, dependen de la suma de energía comunicada durante la vida terrestre al género de materia astral de la que esa capa se compone.
Si las pasiones más bajas han sido activas, la materia astral más densa, fuertemente vitalizada predominará en cantidad.

Este principio tiene aplicación a través de todas las regiones del Kamaloka, de suerte que el hombre, durante su misma vida, puede darse cuenta exactísima del porvenir inmediato que se prepara cada día siguiente a la muerte.
       
La primera división, la más inferior, contiene las condiciones que responden a los diferentes géneros de “infiernos” descritos por los libros santos indos y buddhistas.

Es preciso comprender que el hombre, al pasar de uno a otro de esos estados purgativos, no se desembaraza realmente de las pasiones y de los viles deseos que le han llevado allí.
Semejantes elementos persisten, porque son parte integrante de su carácter y quedan latentes, como en germen, en la mente, para estallar y formar su naturaleza pasional cuando esté pronto a renacer en el mundo físico.

Su estancia en la más baja región del Kamaloka se debe exclusivamente a la presencia, en su cuerpo Kámico, de gran proporción de materia perteneciente a esta región; y queda prisionero en ella hasta que la capa de que se compone está suficientemente disgregada para permitir al hombre ponerse en contacto con la región inmediata superior.
 La atmósfera de ese lugar es sombría, pesada, triste, deprimente en grado inconcebible; parece impregnada de todas las influencias más opuestas al bien.

Tal es su carácter esencial, engendrado por los mismos cuyas malas pasiones le han llevado a ella.
Todo deseo y sentimiento hórrido encuentra allí los materiales más adecuados para su expresión.
No falta nada de lo que puede haber en un lugar más infecto, sin contar con que todos los horrores que se ocultan a la vida física se manifiestan allí en toda su espantosa desnudez. El carácter repugnante de esta región acrecentase por el hecho de que, en el mundo astral, la forma se adapta al carácter.
El hombre presa de pasiones malsanas tiene, pues, todo el aspecto de lo que es.

Los apetitos bestiales dan al cuerpo astral aspecto bestial, y las terribles formas, semi—humanas, semi—animales, son la vestidura más adecuada a las almas parecidas a las bestias.
En el mundo astral nadie puede ser hipócrita ni disimular sus malos pensamientos bajo el velo de apariencias virtuosas. Todo lo que es un hombre, se ofrece en su forma y en su aspecto exterior, irradiando belleza cuando su pensamiento es noble, e infundiendo fealdad cuando es vil.

Se comprenderá, pues fácilmente, cómo los Maestros, tales como Buddha, con la visión infalible de aquellos a quienes todos los mundos están abiertos, pudieron describir lo que veían en esos infiernos con un lenguaje de terrible realismo, que parece increíble a los lectores de hoy, porque olvidan que las almas, una vez libertadas de la materia grosera y poco plática del mundo físico, se aparecen bajo la forma que les corresponde, teniendo exactamente el aspecto de lo que son en verdad.

En este mismo mundo de aquí abajo, un facineroso envilecido tiene por lo general aspecto repugnante.
¿Qué habrá de esperar, pues, de la materia astral plástica, que se adapta al menor impulso de los deseos criminales?

Es completamente natural, pues, que un hombre tal revista forma horrible y que se manifieste con verdadero lujo de odiosas transformaciones. Conviene recordar que la población de ese abismo del Kamaloka se compone de la escoria de la humanidad; asesinos, bandidos, criminales de todo género, borrachos, libertinos; en una palabra, de todo lo más vil del género humano.

Nadie se encuentra allí, con la conciencia despierta a lo que le rodea a no ser un culpable de un crimen brutal, de una crueldad obstinada y persistente, o víctima de algún vicio abyecto.

Las únicas personas de carácter más elevado que sin embargo se encuentran retenidas allí por algún tiempo, son los suicidas que poniendo fin a sus días intentaron sustraerse a los castigos terrestres.
No hacen sino agravar su situación. No se encuentran allí, naturalmente, todos los suicidas, porque el suicidio puede haberse efectuado por motivos muy diversos; se encuentran los que cobardemente quisieron evitar las consecuencias de sus propias acciones.

Aparte de la lobreguez del lugar y de las compañías abyectas que encuentra, el hombre mismo es allí el creador inmediato de su propia miseria.
Como no experimenta otro cambio que la pérdida de su velo corporal, manifiesta sus pasiones con toda su fealdad original y su brutal desnudez.
Llenos de apetitos feroces e insaciables, inflamados de venganza, odio y concupiscencias que no pueden satisfacer, por falta de órganos, las almas vagan furiosas y ávidas a través de aquél lúgubre ambiente.

Se congregan en los peores lugares de la tierra, cerca de las casas de lujuria, de los sitios de embriaguez, excitando los concurrentes asiduos a esos lugares a la deshonestidad y a la violencia, buscando el momento de obsesionarlos y llevarlos a los mayores excesos. La sofocante atmósfera que se observa en esos sitios se debe en gran parte a la presencia de esas entidades ligadas a la tierra, poseídas de pasiones abyectas y de infames deseos.

Los médiums, a menos que no tengan carácter noble y puro, son principalmente el objeto de sus ataques. Con frecuencia, faltos de voluntad, debilitados por el abandono pasivo de su cuerpo a la ocupación temporal de otras entidades desencarnadas, quedan poseídos por esos seres malos y arrastrados a la intemperancia y a la locura.

Los asesinos ejecutados, llenos de terror, de odio y de venganza in—saciados, renuevan sin cesar su crimen por impulso maquinal y reproducen mentalmente los terribles sucesos, envolviéndose en una atmósfera de pensamientos—formas (formas creadas) de crimen.
Llevados hacia cualquiera, alimentan sentimientos de odio o de venganza e incitan a cometer el crimen que meditan.

Se verá a veces, en esta región, a un asesino constantemente seguido por su víctima, a cuya angustiosa presencia no puede sustraerse, forma inerte que persigue sus pasos con persistencia inquebrantable, a pesar de los esfuerzos que haga aquél para desembarazarse de ella.
Y la víctima, a menos que no tenga carácter vil, es inconsciente, y su propia inconsciencia contribuye a acrecentar el horror en el culpable a quién persigue maquinalmente.

Aquí también encontramos el infierno del vivisector, pues la crueldad atrae el cuerpo astral los materiales más densos y las combinaciones más repugnantes de la materia astral. Vive entre las formas de sus mutiladas víctimas, gimientes, trémulas, aullantes, vivificadas no por las almas de los mismos animales, sino por la vida elemental estremecida de odio contra el sacrificador. Este mismo, con regularidad automática, repite sus nefastos experimentos, consciente de su horror, imperiosamente lanzado a infligir de nuevo el tormento por la costumbre contraída en su vida terrestre.

Antes de abandonar esta triste región recordaremos que no hay en ella castigos arbitrariamente infligidos por lo exterior, sino que son inevitable efecto de las causas que ha puesto en juego cada uno.
Durante su vida física, esos hombres cedieron a los más viles impulsos, atrajeron y asimilaron a su cuerpo astral los materiales que únicamente pueden vibrar en respuesta a esos impulsos. Ahora, pues, ese cuerpo que ellos mismos construyeron, se convierte en prisión de su alma y ha de caer arruinado antes de que logre evadirse de él.
¿El borracho no tiene forzosamente que vivir aquí abajo, en su repugnante cuerpo físico, abrazado por el alcohol?  Pues la misma ley le obligará vivir en Kamaloka, en su cuerpo astral no menos repugnante. La semilla sembrada se recoge según su especie; tal es la ley en todos los mundos y nadie puede sustraerse a ella.

A decir verdad, el cuerpo astral no es allí ni más escandaloso ni más horrible que cuando el hombre vi-vía sobre la tierra y producía en torno a él una atmósfera fétida por sus emanaciones astrales; pero las gentes de la tierra no se daban cuenta de su fealdad, porque astralmente son ciegas.
     
Cuando consideramos, además, a esos desgraciados que son nuestros hermanos, podemos consolarnos pensando que sus sufrimientos son temporales y que dan a la vida del alma una lección sumamente necesaria.

Bajo la reacción de las leyes de la naturaleza que violó, aprende la existencia de estas leyes y la miseria que inevitablemente dimana de no observarla en la vida y conducta del hombre.

La naturaleza no nos economiza nada; pero en último término sus lecciones son elocuentes, porque aseguran nuestra evolución y conducen al alma a la conquista de la inmortalidad.



(Tomado del libro: La Sabiduría Antigua)

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