LA CONSTITUCIÓN DEL
HOMBRE INTERIOR
(En Forma de preguntas y respuestas)
Es ciertamente
difícil, y como dice usted “un acertijo”, entender correctamente y distinguir
entre los varios aspectos,
llamados por
nosotros principios, (Son los elementos
originales que dan lugar a todo lo manifestado. Término utilizado para designar
los siete aspectos fundamentales de la Realidad Única Universal en el Cosmos y
en el hombre. En el ser humano igualmente existen estos aspectos: divino, espiritual,
psíquico, astral, fisiológico y simplemente físico. Cada principio humano tiene
correlación con un plano, un planeta y una raza. En la constitución septenaria
del hombre, no deben considerarse los diversos principios como entidades
separadas entre sí –como envolturas concéntricas y sobrepuestas a la manera de
las diferentes capas de una cebolla– sino al contrario, como puntos unidos, entremezclados
en cierto modo, pero independientes uno de otro, que conserva un estado
esencial y vibratorio distinto.) del verdadero Ego. Y además de esto, existe
una notable diferencia entre las varias escuelas de Orientalismo a la hora de
enumerar esos principios, aunque en el fondo todas esas escuelas sigan y
reconozcan idénticas enseñanzas de base.
¿Está usted pensando en los vedantinos? Creo que ellos
dividen nuestros principios en cinco solamente.
–En efecto, aunque yo no presumiría hasta el punto de discutir el tema
con un entendido en la Vedânta, sin embargo puedo decirle que mi opinión personal es que tienen sus
razones para dividirlos así. Para ellos, sólo puede llamarse Hombre a ese conjunto
espiritual –agregado– que consta de varios aspectos mentales, considerando al cuerpo físico como algo
inferior, despreciable, mera ilusión.
Pero no es la Vedânta la única filosofía
que deduce de esta manera. Lao–Tze, en
el Tâo–the–King, menciona sólo cinco principios, porque él, como los vedantinos, omite incluir dos de ellos: el espíritu (Âtma) y el cuerpo físico,
yendo aún más allá al llamar a este último “el cadáver”. También tenemos a
la escuela Târaka Râja Yoga (Escuela de adiestramiento estrictamente intelectual y espiritual, uno de
los sistemas de yoga brahmánicos para el desarrollo del conocimiento y los
poderes internos del ser humano que conducen al Nirvana. Todo adepto hindú, ya
sea de las escuelas de Patanjali, de Aryâsangha
o de Mahâyâna, tiene que convertirse
en un Râja yogui, y por lo tanto debe
aceptar la división brahamánica de la Târaka Râja, la escuela
más filosófica y de hecho la más secreta de todas, puesto que sus verdaderas
enseñanzas jamás se han revelado públicamente.) cuyas enseñanzas reconocen solamente tres principios. Pero en realidad, su Sthûlopâdhi –o cuerpo
físico en el jâgrat o estado de despertar conciencial–, su Sthûlopâdhi –el mismo cuerpo en svapna o estado de sueño–, y su Kâranopâdhi o “cuerpo
causal” –aquello que pasa de una encarnación
a otra–, son todos principios duales en sus aspectos, resultando por ello seis.
Agregue a esto Âtma, el principio divino impersonal o elemento
inmortal en el Hombre, imposible de distinguir del Espíritu Universal, y tendrá
entonces los mismos siete principios, como en la división esotérica.
–Esto se asemeja en grado sumo a la división hecha por
los místicos cristianos: cuerpo, alma y espíritu.
–Justamente lo mismo. Podemos fácilmente hacer del cuerpo el vehículo del doble vital; y de este último,
el vehículo de vida o Prâna; de Kâma–Rûpa o alma (animal), el
vehículo de la mente superior y de la inferior; y ver seis principios en todo ello, coronando el conjunto con el Espíritu uno e inmortal. En Ocultismo,
cada variación de importancia en nuestro estado de conciencia pone al hombre en
posesión de un nuevo aspecto, y si ese aspecto prevalece y pasa a ser parte del
Ego que vive y actúa, recibe un nombre especial que distingue al hombre, que
está en tal estado particular, del que él mismo era en su estado anterior.
–Eso es precisamente lo que resulta difícil de
entender.
–A mí me parece por el contrario muy fácil, siempre y cuando usted
comprenda la idea principal: que el
hombre actúa en este o en otro plano de conciencia como reflejo de su condición mental y espiritual.
Pero tal es el materialismo de la época
en que vivimos que, cuanto más lo explicamos, menos parece entenderse.
Divida a la criatura terrestre llamada hombre en tres aspectos principales, si
así lo prefiere; pues no se le puede otorgar menos sin convertirlo en un simple
animal. Tome este cuerpo objetivo; después,
el principio del sentimiento en él, que es sólo un poco más elevado que la
característica instintiva en los animales, o alma vital
elemental; y
aquello que lo coloca más allá y más arriba que el animal, es decir, su alma razonadora o “espíritu”. Si usted toma
estos tres grupos o entidades representativas y las subdivide de acuerdo a las
enseñanzas ocultas,
¿qué obtendrá?
Primeramente, un Espíritu (en el sentido de lo
Absoluto, y por lo tanto invisible, el Todo) o Âtma. Como éste no puede
ser ni localizado ni condicionado en Filosofía –siendo simplemente aquello que Es, en la Eternidad–, y como el
Todo no puede estar ausente ni siquiera del más pequeño punto geométrico o
matemático del universo material o substancia, no debería en verdad llamárselo
principio “humano”. En todo caso, y a lo sumo, es ese punto en el
Espacio metafísico ocupado por la Mónada humana y su vehículo “hombre” durante
el período de cada vida. Este punto es tan imaginario como el hombre mismo, y
en realidad es una ilusión, es mâyâ. Pero entendamos que para nosotros,
como para otros Egos personales, somos una realidad durante esa ilusión llamada
“vida”, y debemos tomarnos en cuenta a nosotros mismos –para nuestro propio
interés al menos, si nadie más lo hace–.
Con idea de hacer
este principio más comprensible al intelecto humano, cuando se intenta por
primera vez el estudio del Ocultismo, y para resolver “el A B C” de los misterios
del hombre, diremos que en Ocultismo se le llama séptimo principio, la síntesis de
seis, y se le da por vehículo el alma espiritual, Buddhi. Este último
encierra un misterio no desvelado a persona alguna, con excepción de los chelas (En
sánscrito significa literalmente “niño”. Discípulo de un guru
(maestro o sabio). En el texto se utiliza chela
como discípulo ya aceptado para el estudio del Ocultismo.) de entrega irrevocable,
es decir, aquéllos en los que se puede confiar con seguridad. Por supuesto que
habría menos confusión si fuera posible divulgar tal secreto; pero como éste
está directamente relacionado con el poder de proyectar el propio doble de manera conciente y a voluntad, y como ese don –a semejanza del
“anillo de Giges” (El “anillo
de Giges” es un mito conocido de la literatura europea. Platón en La
República (libro II) nos relata la leyenda de cómo Giges encontró el anillo de un
modo providencial, y a partir de ese momento pudo disponer de la facultad de
hacerse invisible cuando giraba la piedra engarzada hacia el interior de su
mano. Con este nuevo poder llegó al palacio, corrompió a la reina, y con su
auxilio se deshizo del rey y se apoderó del trono de Lidia. Ibídem.) – sería fatal para
la mayoría de los hombres en general y para el que poseyera la facultad en particular,
el secreto es celosamente guardado. Sólo los Adeptos que han sido tentados y
que han sabido superar todo deseo, han recibido la “llave del misterio”… Pero evitemos las
cuestiones paralelas y concentrémonos en los principios. Este alma divina o Buddhi es, pues, el vehículo del Espíritu. Conjuntamente ambos son uno, impersonal y sin atributos (en este
plano, por supuesto), y constituyen dos principios espirituales.
Pasemos ahora al alma humana (Manas, la mens); todos coincidirán
en que la inteligencia humana es dual. Por ejemplo, un
hombre de elevados pensamientos difícilmente podrá convertirse en hombre de
pocas luces; el hombre muy intelectual y con una mente espiritualizada está
ciertamente separado por un abismo del hombre obtuso, aburrido, opaco y
materialista, por no decir del hombre con inteligencia de animal.
¿Por qué entonces no representar a estos hombres con dos principios, o
dos aspectos? Todo
hombre tiene estos dos principios en él, uno más activo que el otro, y en raros
casos uno de ellos está por entero detenido en su crecimiento, como paralizado
por la vehemencia y predominio del otro aspecto durante toda la vida del hombre.
Estos son los que nosotros llamamos los
dos principios o aspectos de Manas: la mente superior y
la mente terrenal o superficial.
La primera, o Ego conciente y pensante que apunta al alma espiritual (Buddhi);
el segundo es el principio instintivo atraído
hacia Kâma, asiento de los
deseos y pasiones animales en el hombre. Por tanto, tenemos ya cuatro
principios justificados.
Y los últimos tres
serían: el doble que designamos como alma plástica o proteica (Es decir, que puede cambiar fácilmente de forma. Con este nombre se
designa al Mâyâvi–Rûpa, la “forma ilusoria” que toma sus elementos del astral y
del mental inferior. ), el vehículo del principio de vida, y el cuerpo físico.
Por supuesto,
ningún fisiólogo ni biólogo aceptará estos principios, ni entenderá nada de
ellos. Y ésta es, quizás, la razón por la cual aún en nuestros días no se comprenden bien las funciones del
bazo, vehículo físico del doble proteico, o las funciones de cierto órgano
de la parte derecha del hombre, asiento de los deseos antes mencionados; ni nada
se sabe de la glándula pineal, descrita como glándula en forma de cuerno con un
poco de arena dentro, pero que es la llave que abre la más elevada y divina
conciencia en el hombre, su mente omnipotente, espiritual y que todo lo abarca.
Este apéndice, aparentemente inútil, es el péndulo que, una vez se haya dado
cuerda al mecanismo de relojería del hombre interior, lleva la visión
espiritual del Ego a los más altos planos de percepción, donde el horizonte que
se abre ante él es casi infinito...
–Pero los científicos
materialistas aseguran que después de la muerte del hombre todo desaparece, que
el cuerpo humano simplemente se desintegra en sus elementos componentes, y que
lo que llamamos alma es meramente una conciencia temporal de nosotros mismos,
producto secundario de la acción orgánica, que se diluirá como vapor. ¿No es el
de ellos un extraño estado de la mente?
–Nada extraño, en
mi opinión. Si ellos dicen que la conciencia de uno mismo cesa con el cuerpo,
entonces en “su” caso simplemente
pronuncian una inconsciente profecía. Porque desde el momento en que están
firmemente convencidos de lo que dicen, no hay ninguna conciencia posible para
ellos después de la vida.
–Pero si la conciencia humana
propia sobrevive a la muerte como regla, ¿por qué habrían de haber excepciones?
–Dado que las leyes
fundamentales del mundo espiritual son inmutables, no hay excepción posible.
Pero esas son reglas para aquellos que ven, y hay otras para aquellos que
prefieren permanecer ciegos.
–Ciertamente, según yo lo entiendo. Es la aberración
del hombre ciego que niega la existencia del Sol porque no lo ve. Pero después
de la muerte, sus ojos espirituales
seguramente le obligarán a ver.
–No, no le obligarán ni verá nada. Habiendo
negado tan persistentemente durante su encarnación una vida después de la
muerte, no será capaz de sentirla.
Habiendo impedido
el crecimiento de sus sentidos espirituales, que no pueden desarrollarse
después de la muerte, permanecerá ciego.
Insistiendo en que
“debe” ver, usted evidentemente da a entender una cosa, y yo otra.
Usted habla del
espíritu desde el punto de vista del Espíritu, o de la llama desde la Llama –de
Âtma, en una palabra–,
confundiéndolo con el alma humana –Manas–.
Pero no es esa la
idea; permítame que me explique. La clave
de su pregunta está en conocer si es posible, en el caso de un materialista
convencido, la pérdida completa de la propia conciencia y la propia percepción
después de la muerte; ¿no es así? Pues yo le digo que es posible. Porque
creyendo firmemente en nuestra doctrina esotérica, que se refiere al período post–mortem o al intervalo entre dos vidas o nacimientos como un mero estado
transitorio, yo digo que aunque ese intervalo entre dos actos del drama ilusorio
de la vida dure un año o un millón, ese estado post–mortem puede, sin contradecir la ley fundamental, llegar a ser justamente el
mismo estado que el de un hombre que sufre un síncope mortal.
–Pero desde el momento en que
usted ha afirmado que las leyes fundamentales del estado después de la muerte
no admiten excepción, ¿cómo puede suceder esto?
–Insisto en que no admiten excepciones.
Pero las leyes espirituales de continuidad se aplican sólo a cosas que son
verdaderamente reales. Para alguien que haya leído y entendido el
Mândûkya Upanishad y la Vedânta–Sâra, todo esto está muy claro. Y más aún: es suficiente entender qué significado damos al término Buddhi e insistir sobre la
dualidad de Manas, para tener una idea muy clara de por qué los materialistas pueden no
tener continuidad de conciencia propia después de la muerte.
Precisamente porque
Manas, en su aspecto
inferior, es el asiento de la mente terrenal, y por esta razón puede dar una percepción del
Universo sólo basada en lo que son evidencias para esa mente, y no basadas en
nuestra espiritual visión.
Se dice en nuestra escuela esotérica que entre Buddhi y Manas, o Ishvara y Prajñâ, (Ishvara es la conciencia colectiva de la deidad manifestada, Brahmâ, es decir, la
conciencia colectiva de la hueste de Dhyâni Chohans. Y Prajñâ es su sabiduría
individual.) no hay en realidad
más diferencia que la que existe “entre un bosque y sus árboles, un lago y sus
aguas”, como nos
enseña el Mândukya. Uno o cientos de
árboles muertos por pérdida de vitalidad, o arrancados de raíz, no son capaces
de hacer que el bosque deje de ser bosque. La destrucción o muerte post–mortem de una
personalidad, dentro de una larga serie, no causará el menor cambio en el Ego
espiritual, que seguirá siendo el mismo Ego. La única diferencia consiste en que
en lugar de pasar sus experiencias en el Devachan (Término
sánscrito que significa “morada resplandeciente” o “mansión de los Dioses”.
Equivale al Svarga de los indos, al Sukkâvati
de los budistas, al Cielo o Paraíso de los zoroastrianos, cristianos y musulmanes.
Es un estado por el que pasa el Ego entre dos vidas terrestres.) tendrá una
reencarnación inmediata.
–Entonces, si le he entendido
bien, Ego–Buddhi representa en esta comparación el bosque, y las mentes
personales los árboles. Si Buddhi es inmortal, ¿cómo puede aquello que es
similar a él, es decir, Manas–taijasi, (Taijasi
significa “lo radiante”, como consecuencia de la unión de Manas
con Buddhi; lo humano iluminado
por la radiación del alma divina. Y Manas–taijasi puede ser
descrita como “mente radiante”, la razón humana encendida por la luz del
espíritu; puesto que Buddhi–Manas es la
representación de lo divino más el intelecto humano
y la propia conciencia.) perder enteramente
su conciencia hasta el día de su nueva encarnación ? Esto es lo que no puedo
entender.
RESP. –No lo puede
entender porque usted confunde una representación abstracta del todo con sus
cambios casuales de forma; y porque usted confunde Manas–taijasi, el alma iluminada por Buddhi, con el alma humana
animalizada. Recuerde que si bien puede decirse que Buddhi es
incondicionalmente inmortal, no puede esto afirmarse respecto de Manas, y menos aún de taijasi, que es un atributo.
No puede existir conciencia post–mortem o Manas–taijasi separada de Buddhi, el alma divina; Manas, en su aspecto inferior,
es sólo un atributo cualitativo de la personalidad terrestre, y taijasi es el mismo Manas sólo que con la luz de Buddhi reflejada en él. Buddhi, a su vez, permanecería
sólo como un espíritu impersonal si careciera de este elemento tomado del alma
humana (que es quien
condiciona y hace aparecer a Buddhi, en este universo engañoso,
como si fuera algo
separado del Alma
Universal durante el período completo del ciclo de encarnación).
Más bien debemos
decir que Buddhi–Manas no puede ni morir
ni perder su propia conciencia de eternidad (que es uno de sus componentes), ni
tampoco el recuerdo de sus anteriores encarnaciones, en las cuales las almas
espiritual y humana han estado fuertemente ligadas la una a la otra. Pero no es
así en el caso de un materialista, cuya alma humana no sólo no recibe nada de
su alma divina, sino que además se niega a reconocer su existencia.
Difícilmente podrá usted aplicar esta ley a los atributos y calificaciones del
alma humana; sería lo mismo decir que como su alma divina es inmortal, la
viveza en sus mejillas también lo es... Tal viveza, como taijasi –o radiación espiritual–, es simplemente un
fenómeno transitorio.
¿Debo entender que usted ha dicho que no debemos
confundir en nuestra mente lo nouménico (Según Platón, la realidad metafísica y esencial de las cosas.) con lo fenoménico, la causa con su efecto?
Eso digo y repito;
limitada a Manas, o sólo al alma humana, la radiación de taijasi misma es sólo cuestión de tiempo. Porque tanto la inmortalidad como la conciencia
después de la muerte son simples atributos condicionados por la personalidad
terrenal del hombre; ambas dependen
enteramente de condiciones y creencias creadas por el alma humana misma durante
la vida de su cuerpo. El Karma actúa incesantemente (O de otra manera: “la rueda de la Ley muele de día y muele de noche”. Karma
es un término sánscrito que define la Ley de Acción y Reacción, en
virtud de la cual toda energía emitida, sea del tipo que sea (física, psíquica,
mental…), produce una reacción que puede manifestarse instantáneamente, en un
corto espacio de tiempo o después de transcurrir un período muy largo. Ibídem.)
sólo cosechamos después de la
muerte los frutos de aquello que nosotros mismos hemos sembrado, o más bien
creado, en nuestra existencia terrestre.
–Pero si después de la destrucción
de mi cuerpo, mi Ego puede sumergirse en un estado de completa inconciencia,
¿cómo Puede manifestarse el castigo por los pecados de mi vida pasada (Realmente las palabras “pecado” y “castigo” no responderían a lo que
comúnmente hoy entendemos por ambas. Si consideramos el Karma
como la ley de retribución infalible, la acción kármica sería el ajuste
a los actos que, según su libre albedrío, realiza el hombre. Sería semejante al
de la rama de un árbol que se ha doblado con violencia; si la rama rebota con
igual violencia para recuperar su posición normal y fractura el brazo de quien
así la dobló, ¿diremos que fue la rama la que rompió el brazo, o que la propia
imprudencia de quien lo hizo le ha acarreado esta desgracia?)
Nuestra filosofía
enseña que la expiación kármica alcanza al Ego sólo en su próxima encarnación. Después de la muerte, el Ego sólo recibe
recompensa por los sufrimientos inmerecidos que soportó durante su inmediata
existencia anterior. (Al respecto, algunos estudiosos han manifestado sus reservas, pero esa
es la instrucción de los Maestros; y el sentido dado a la palabra “inmerecidos”
es el arriba señalado. La idea esencial es que los hombres a menudo sufren los
efectos de acciones provocadas por otros hombres, efectos que no pertenecen
estrictamente a su propio karma, sino al de otra
gente; y por tales sufrimientos merecen, por supuesto, una compensación. Si
bien es cierto que nada de lo que nos ocurre puede ser otra cosa que Karma
(efecto directo o indirecto de una causa), sería un gran error pensar
que todo bien o mal que cae sobre nosotros es debido solamente
a nuestro propio karma personal.) Para los
materialistas, todo el castigo después de la muerte consiste entonces en la
ausencia de recompensa alguna y en la completa pérdida de conciencia de la dicha
y el descanso.
El Karma es hijo del Ego terrenal, fruto de las acciones del árbol conformado por
la personalidad objetiva y visible, al igual que fruto de todos los pensamientos e incluso intenciones del
Yo espiritual. Pero el Karma es también la cariñosa madre que cura las heridas por ella misma
causadas durante la vida anterior, antes de comenzar a “torturar” a este Ego
produciendo sobre él nuevas heridas.
Si bien puede
decirse que no hay sufrimiento mental o físico en la vida de un mortal, que no
sea fruto y consecuencia de algún pecado en esta vida o en la anterior (dado
que este mortal no recuerda causa alguna provocada en esta vida, y por lo tanto
cree que no merece tal castigo y está sinceramente convencido de que sufre por
una culpa que no es propia), esto es por sí suficiente para garantizar al alma
humana la más completa de las consolaciones, bienaventuranza y descanso en su
existencia post–mortem.
La muerte llega
entonces a nuestros “Yoes” espirituales como liberadora y amiga. Para el materialista
que, no obstante su materialismo, no fue un mal hombre, el intervalo entre dos
vidas será como el plácido e ininterrumpido dormir de un niño: o enteramente
sin soñar en cosa alguna, o con imágenes de las cuales no tendrá percepción
definitiva. Para el creyente, en cambio,
será un sueño tan vívido, tan “real” como esta vida, lleno de visiones y felicidad
verdaderas. En lo que respecta al hombre malvado y cruel, materialista o no,
renacerá inmediatamente y sufrirá su infierno en la Tierra, aunque entrar en el Avîchi (Literalmente
significa “infierno no interrumpido”. Lugar donde “los culpables mueren y
renacen sin interrupción, aunque no sin esperanza de redención final”. Es un
estado al que son condenados, en este plano físico, algunos hombres desalmados.) es algo que ocurre rara y excepcionalmente.
–Hasta donde yo recuerdo, las
encarnaciones periódicas de Sûtrâtma (Nuestro
principio inmortal, aquel que reencarna, junto con los recuerdos manásicos de
vidas anteriores constituyen lo que se llama Sûtrâtmâ, que literalmente
significa “Hilo del Alma”. Porque como perlas atravesadas por una hebra, son la
larga serie de vidas humanas (todas unidas por ese hilo único). Manas
debe transformarse en taijasi, el radiante,
antes de que pueda colgar en el Sûtrâtmâ como una perla en su hilo, y así tener
total y absoluta percepción de sí mismo en la Eternidad. Como ya se dijo, una
gran atención a la mente terrenal del alma humana hace que esta radiación se
pierda por completo.) son comparadas en algunos Upanishads con la vida de un mortal,
que oscila entre el dormir y la vigilia. Esto no me resulta muy claro, y le
diré por qué. Para el hombre que despierta, un nuevo día comienza; pero el
hombre es el mismo en cuerpo y alma que fue el día anterior, mientras que en
cada nueva encarnación tiene lugar un cambio completo no sólo en su envoltura
externa, sexo y personalidad, sino también en sus capacidades mental y
psíquica. Por tanto, esta similitud no la considero del todo correcta. El
hombre que se levanta de dormir recuerda claramente qué ha realizado el día de
ayer, el anterior, y aun meses y años atrás. Pero ninguno de nosotros tiene el
menor recuerdo de una vida anterior, ni de ningún hecho ni evento que le
concierna… Puedo olvidar por
la mañana lo que he estado soñando durante la noche, pero sé que estuve
durmiendo y tengo la certeza de que estuve vivo mientras lo hacía. Y sin
embargo, ¿qué recuerdos tengo de mi pasada encarnación? ¿Cómo reconcilia usted
todo esto?
–Alguna
gente sí recuerda sus pasadas encarnaciones. Es lo que los Arhats (Término
sánscrito que literalmente significa: “que merece honores divinos”. El Arhat
es aquel que ha entrado en el supremo Sendero, librándose así del
renacimiento.) llaman Samma–Sambuddha –o conocimiento de todas sus encarnaciones pasadas–.
–Pero ¿nos cabe a nosotros esperar
que los mortales ordinarios que no han alcanzado Samma–Sambuddha comprendan la
mencionada similitud?
–Comprenderán la
similitud estudiándola y tratando de entender de manera más correcta las
características de los tres estados del dormir. El dormir es una ley general e
inmutable tanto para el hombre como para el animal, pero hay diferentes estados
en el acto de dormir, y –aún más– diferentes sueños y visiones.
–Cierto; pero esto nos aleja de
nuestro tema. Retornemos al materialista que, aunque no niegue los
sueños, cosa que difícilmente puede hacer, así y todo niega la inmortalidad en
general y la supervivencia de su propia individualidad en especial.
–Y el materialista
está en lo correcto, aunque sea por una vez. Puesto que para aquel que no tiene
percepción interior ni fe, no hay inmortalidad posible. Para vivir una vida conciente en el otro mundo, primeramente debe creer
uno en esa vida durante la presente existencia terrenal. Toda la filosofía
referente a la conciencia post–mortem y la inmortalidad del alma, descansa en estos dos aforismos de la
Ciencia Secreta. El
Ego siempre recibe de acuerdo a sus méritos. Después de la disolución del
cuerpo, comienza para el Ego un período de total y clara conciencia, o un
estado de sueños caóticos, o un liso y llano dormir sin sueños, imposibles de
distinguir del aniquilamiento. Y estos son los tres estados de conciencia.
Nuestros fisiólogos
encuentran la causa de los sueños y visiones en una inconsciente preparación
para ello durante las horas de vigilia; ¿por qué no aceptar lo mismo para los sueños
post–mortem? Repito: la muerte es un dormir. Después de la
muerte comienza, ante los ojos espirituales del alma, una representación de
acuerdo a programas aprendidos y muchas veces compuestos inconscientemente por
nosotros mismos; es la representación práctica de creencias correctas o de ilusiones que
han sido creadas por nosotros mismos. Un metodista será metodista, un musulmán
será musulmán; pero todo esto es sólo por un tiempo –un perfecto
paraíso de tontos, de creación propia y a la medida de cada hombre–. Estos son
los frutos post–mortem del árbol de la vida.
Naturalmente,
nuestra negación o creencia en el hecho de la inmortalidad conciente es incapaz
de influir en la realidad incondicional del hecho en sí mismo, desde el momento
que existe. Pero la negación o creencia en esa inmortalidad –como la
continuación o aniquilación de entidades separadas– no puede dejar de “dar
color” al hecho, en su aplicación a cada una de esas entidades. ¿Comienza usted
a entenderlo ahora?
–Pienso que sí. El materialista, negando toda
cosa que no pueda ser probada por medio de sus cinco sentidos o por
razonamiento científico, y rechazando toda manifestación espiritual, acepta la
vida como la única existencia conciente. De ahí que, de acuerdo a sus
creencias, así será para él. Perderá su ego personal y se hundirá en un descanso
sin sueños ni visiones hasta un nuevo despertar, ¿no es así?
–Aproximadamente.
Recuerde la enseñanza universal esotérica de los dos tipos de existencia conciente:
la
terrenal y la espiritual. Esta última debe ser tenida como real, partiendo
de que se sitúa en la región de lo eterno, de lo que no cambia, la inmortal causa
de todo. Y por otro lado, el Ego encarnado se recubre con nuevas vestimentas diferentes
por completo a aquellas que llevó en la encarnación anterior, y en él todo está
destinado a cambiar de manera tan radical –salvo su prototipo espiritual– que
no quedará la menor huella de su existencia.
–¡Un momento!… ¿Puede la conciencia de mis egos terrestres extinguirse no sólo por
un tiempo, como la conciencia del materialista, sino en algún caso de manera
tan absoluta como para no dejar huella tras de sí?
–De acuerdo a las enseñanzas, de esa manera
debe extinguirse en su totalidad; todo, excepto aquel principio que habiéndose
unido con la Mónada se ha transformado por lo tanto en una esencia puramente
espiritual e indestructible, uno con la Mónada en la Eternidad. Pero en el
caso de un materialista reincidente, en cuyo “yo” personal jamás se ha reflejado
Buddhi, ¿cómo puede este
último llevar partícula alguna de esa personalidad terrestre hacia el Infinito?
Su “Yo” espiritual es inmortal; pero de su presente “sí mismo” sólo puede
llevar al mundo después de la muerte, a la dimensión que se abre después de la
vida, aquello que se ha hecho acreedor a la inmortalidad; es decir, sólo el
perfume de la flor que ha sido segada por la muerte.
–Bien, ¿pero qué ocurre con la
flor, con el “yo” terrenal?
–La flor volverá al
polvo porque del polvo viene, como todas las flores que fueron y serán, que florecerán
y morirán, y nuevamente florecerán en el regazo de la madre, el Sûtrâtmâ, todas hijas de una misma raíz (Buddhi). Su “yo” presente, como sabe, no es este cuerpo sentado frente a mí, ni tampoco
es lo que yo llamaría Manas–Sûtrâtmâ, sino Sûtrâtmâ–Buddhi.
–Pero todo esto no me explica por
qué llama a la “vida después de la muerte”, inmortal, infinita, y real;
mientras que a la vida terrenal la caracteriza como un simple fantasma o
ilusión. Y no lo entiendo puesto que aun la vida post–mortem tiene límites, aunque
distintos a los de la vida terrenal.
–No hay duda al
respecto. El
Ego espiritual del hombre se mueve en la Eternidad como un péndulo entre las
horas de la vida y de la muerte. Pero si bien estas horas, que marcan
los períodos de vida terrenal y vida espiritual, son de limitada duración –y si
el número mismo de tales etapas dentro de la Eternidad entre descanso y actividad
(sueño y vigilia, ilusión y realidad) tiene su comienzo y su fin–, el “Peregrino”
espiritual es eterno. Por eso es que las horas de su vida post–mortem, son la única realidad
en nuestra concepción. Cuando abandona el cuerpo, se encuentra cara a cara con
la Verdad. Atrás quedan los mirages de su transitoria existencia en la Tierra durante el período del
peregrinaje llamado “ciclo de renacimientos”.
Ni estos
intervalos, ni su limitación, le impiden al Ego, mientras se perfecciona a sí mismo
continuamente, seguir sin desviación alguna, aunque despacio y gradualmente, el
sendero hacia su transformación última (cuando,
alcanzada ya su meta, se integra en el Todo divino). Estos
intervalos y etapas, lejos de retrasar, ayudan en el ascenso hacia el resultado
final. Aún más, se nos dice también que sin tales intervalos limitados, el Ego divino
nunca alcanzaría su meta final. Este Ego es el actor, y sus numerosas y
variadas encarnaciones son los papeles que representa. ¿Podríamos llamar a las representaciones de un actor y a sus distintos
vestuarios para cada papel “la individualidad” del actor mismo? Bien, pues como ese actor, el Ego es forzado a representar durante el Ciclo
de Necesidad, hasta el umbral mismo de Para–nirvana, (Para–nirvâna
significa “superior al Nirvâna”. Es aquel estado en que
todas las influencias psíquicas, mentales y biológicas han perdido absolutamente
su poder sobre la Mónada.) una cantidad tal de personajes que eso puede llegar
a tener características “ingratas” para El.
De la misma manera
que la abeja recolecta su miel de cada flor, dejando el resto como alimento
para los gusanos de la tierra, así hace nuestra individualidad espiritual, sea
que la llamemos Sûtrâtmâ o Ego. Toma de
cada personalidad terrenal –en la cual
el Karma la fuerza a encarnar– sólo el néctar de las cualidades espirituales y de la conciencia de sí
mismo, y uniendo todo ello en un conjunto, emerge de su crisálida como el
glorificado Dhyâni Chohan. ¡Qué pena de
aquellas personalidades terrenales de las cuales nada puede tomar! Seguramente,
ellas no podrán sobrevivir concientemente, sin quejas, su existencia en la
Tierra.
–Siendo esto así, parecería ser
que para la personalidad terrenal, la inmortalidad es todavía condicional. ¿Es
entonces la inmortalidad misma no incondicional?
–No, no es así. La inmortalidad no puede alcanzar lo no–existente. Para todo aquello que existe como Sat, (Principio
Absoluto, la única Realidad en el Infinito. La esencia divina que es,
pero de la cual no se puede decir que existe, por cuanto
que es la Seidad misma. Sat significa “lo
real”; todo lo demás debería ser considerado como una ilusión de nuestros
sentidos. Ibídem.) por siempre
aspirante Sat,
la Inmortalidad y
la Eternidad son absolutos. La Materia es el polo opuesto del Espíritu,
pero sin embargo los dos son uno.
La esencia de todo esto, es decir, Espíritu, Fuerza y Materia, o los
tres en uno, es carente tanto de fin como de principio. Pero la forma
adquirida por la triple unidad durante las encarnaciones –lo externo– es
ciertamente sólo la ilusión de nuestras concepciones personales. Por ello es
que sólo llamamos “realidad” a lo que sobrevive a la vida, mientras que
relegamos la vida en la Tierra, incluida la personalidad terrenal, al reino
fantasmal de la “ilusión”.
–Pero, ¿por qué en tal caso no
llamamos “dormir” a la realidad, y “estado de vigilia” a la ilusión, en
lugar de hacer precisamente lo contrario?
–Porque usamos una
expresión acuñada para facilitar la comprensión de este hecho. Además, desde el
punto de vista de las concepciones terrenales es un término correcto.
–Aun así, no entiendo. Si la vida
venidera está basada en la justicia y la merecida retribución por todos
nuestros sufrimientos terrenales, ¿cómo puede ser que en el caso de los
materialistas –muchos de los cuales, dicho sea de paso, son
idealmente honestos y piadosos– la personalidad de éstos quede como el resto
desechable y marchito de una flor?
–Nunca se ha
querido decir eso. Ningún materialista,
si es un buen hombre aunque no sea creyente, puede morir para siempre, puesto que
su individualidad espiritual es plena. Lo
que sí es cierto es que la conciencia de una vida puede desaparecer, ya sea total
o parcialmente. En el caso de un materialista convencido, ningún vestigio de
esa incrédula personalidad quedará en la serie de vidas.
–Pero, ¿no es esto aniquilación
del Ego?
–Ciertamente no. Una persona puede dormir
“como un tronco” durante un largo viaje en tren, y pasar una o varias
estaciones sin que el hombre lo recuerde o lo conciencie. También puede
despertar en la estación siguiente y continuar el viaje registrando otros
lugares de parada, hasta llegar al final del viaje, cuando la meta es alcanzada.
Tres maneras de
dormir se han mencionado: una sin sueños, una caótica, y la otra tan real que
para el hombre que duerme, sus sueños son completas realidades. Si cree en esta
última forma de sueño, ¿por qué no creer
también en la primera? De
acuerdo a lo que cada uno ha creído y esperado, así será lo que viva después de
la muerte. El que cree que no habrá vida tendrá una laguna absoluta que asumirá
las características de aniquilación entre los dos renacimientos.
Esto es
precisamente el cumplimiento del “programa” del cual hablamos, programa creado,
conformado y pensado por el materialista mismo. Pero, como usted dice, hay varias
clases de materialistas. Un ser
egocéntrico, egoísta y malvado, incapaz de derramar lágrima alguna a no ser por
sí mismo, agrega a su falta de fe una total indiferencia por todo el mundo, y
en el umbral de la muerte debe desprenderse de su personalidad para siempre. Además,
puesto que tal personalidad no tiene simpatía alguna por el mundo que la rodea,
y –por lo tanto– nada con lo cual engarzarse en el hilo de Sûtrâtmâ, toda conexión entre
los dos es rota con el último suspiro. No
habiendo Devachan para tal materialista, el Sûtrâtmâ reencarnará casi
inmediatamente.
Pero aquellos materialistas que en nada se equivocan, salvo en su
incredulidad, pasarán dormidos sólo una estación. Y más aún, llegará el momento
en que el ex–materialista se perciba a sí mismo en la Eternidad y quizás se
arrepienta de haber perdido un día (aunque sea sólo uno), o estación, de la
vida eterna.
–No obstante, ¿no sería más correcto decir que la
muerte es el nacimiento a una nueva vida, o el retornar una vez más al umbral
de lo eterno?
–Como usted
prefiera. Pero recuerde que los nacimientos difieren, y que hay casos en que los niños nacen muertos, lo que constituye un fracaso. Y todavía más, con sus fijas ideas occidentales sobre la vida
material, las palabras “viviente” y
“ser” son totalmente inaplicables al puramente subjetivo estado post–mortem de
existencia. Y es precisamente
por tales ideas que la concepción de vida y muerte ha llegado a ser tan estrecha,
salvo para unos pocos filósofos que no tienen muchos lectores y que –lamentablemente–
están demasiado confundidos como para presentar un cuadro claro de ello.
Por un lado, tales
concepciones han llevado a un craso materialismo, y por el otro, a la aún más
material, concepción de la otra vida que los “espiritualistas” han formulado en
su Summerland. (“tierra de
verano”. Este es el nombre dado por los fenomenalistas y espiritistas norteamericanos
al paraíso que sus “espíritus” habitan después de la muerte. Las
características de esta paradójica tierra que se sitúa en la Vía láctea, o un
poco más allá, sólo convierten el misterio de la muerte en una farsa lamentable.) Allí, el alma de los hombres come, bebe y contrae matrimonio, y vive en
un “paraíso” tan sensual como el de Mahoma, pero menos filosófico. En nada son mejores
los conceptos–tipo de los cristianos
no educados, sino que por el contrario –si eso es posible– son incluso más
materialistas. Los ángeles truncados, las trompetas de latón, las arpas de
oro, las calles de paradisíacas ciudades adoquinadas con piedras preciosas y
las hogueras del Infierno, en mucho se asemejan a escenas de una pantomima
navideña. Usted encuentra tanta dificultad para comprenderlo por culpa
de todas estas estrechas concepciones. ¿Por qué compararon
los filósofos orientales la vida del alma desencarnada con las visiones que se
tienen cuando se duerme? Porque
al igual que en ciertos sueños, esa alma –mientras posee toda la riqueza de la
realidad–está desprovista de toda forma objetiva densa de la vida terrestre.
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