LA UNIDAD FUNDAMENTAL DE TODAS
LAS RELIGIONES
(7ta. Parte)
Cuando el
hombre comienza a ser sensible a las influencias astrales ocurre, a veces que
se abate de pronto, o se siente por lo menos exaltado por un terror
completamente inexplicable y casi irracional, que arroja sobre él una fuerza
capaz de paralizarle.
Toda resistencia es inútil contra ello y no puede
por lo menos de indignarse quien la sufre.
La mayoría de los hombres han debido experimentar
más o menos, en tal caso, ese temor indefinible, ese dolor, al aproximarse un
invisible no sé qué, el sentimiento de una presencia misteriosa, de no estar
solo.
Este sentimiento procede, en
parte, de una hostilidad que anima al mundo elemental
natural contra la raza humana, hostilidad debida a la reacción sobre el astral
de las fuerzas destructoras puestas en juego por la humanidad en el plano
físico.
Pero es también atribuible a la
presencia de elementales artificiales de naturaleza hostil, engendrados por el
pensamiento del hombre.
Los pensamientos
de odio, envidia, venganza, rencor, mala intención y descontento se producen
por millones, de suerte que el plano astral está lleno de elementales
artificiales cuya vida consiste en tales sentimientos.
¡Qué oleadas de desconfianza y de suspicacia nos encontramos también,
como veneno arrojado por el ignorante contra todos los que por sus maneras o su
aspecto tienen para él algo raro y poco común!
La ciega desconfianza respecto de todo forastero, el
desdeñoso menosprecio hacia naturales de otras comarcas, contribuyen también a
las malas influencias del mundo astral.
Tales
pensamientos crean día y noche en el plano astral legiones ciegamente hostiles,
y el choque sobre nuestro propio cuerpo astral engendra ese sentimiento de
terror vago, resultante de las vibraciones antagónicas que se sienten sin poder
comprenderlas.
Además de los elementales artificiales, el mundo astral contiene una población
densa, en la que se omiten, como lo hacemos aquí, los seres humanos
desembarazados de su cuerpo físico por la muerte.
Encontramos
aquí innumerables legiones de elementales naturales o espíritus de la
naturaleza, divididos en cinco clases: del éter, del fuego, del aire, del
agua y de la tierra.
Los cuatro últimos fueron llamados por los
ocultistas de la Edad Media: salamandras,
silfos,
ondinas y
gnomos.
Es inútil decir que otras dos
clases complementan el septenario; pero no nos interesan por ahora, puesto que
aun no se manifiestan.
Estos son los verdaderos elementales o criaturas de los elementos tierra,
agua, aire, fuego y éter.
Estos seres tienen por misión realizar las actividades que se refieren a
sus elementos respectivos.
Constituyen los canales a través de los que las energías divinas operan
en medios diversos; y son en cada elemento la expresión viva de la ley.
A la cabeza de cada una de esas
divisiones se encuentra un Ser superior
(I) (llamados Deva o dios por los indos. —El estudiante querrá conocer,
sin duda, los nombres sánscritos de los cinco dioses de los elementos
manifestados.
Helos aquí:
Indra, señor del Akasha o éter del
espacio.
Agni, señor del fuego. Pavana, señor
del aire.
Varuna, señor del agua.
Kshiti, señor de la tierra), jefe de un
ejército poderoso, inteligencia suprema y directora de la demarcación de la
naturaleza que los elementales de la clase considerada administran y en donde
realizan sus energías.
Agni, el dios del fuego, es, por lo
tanto, una entidad espiritual superior que preside las manifestaciones del
fuego en todos los planos del universo y ejerce su administración por medio de
las legiones de elementales del fuego.
Una vez conocida la naturaleza de esos seres y los métodos que permiten
dirigirles, se hacen posibles y comprensibles los llamados milagros u obras
mágicas, que atraen de cuando en cuando la atención de la prensa.
El procedimiento es el mismo, ya se admita francamente como resultado de
las artes mágicas, ya se atribuya a los espíritus.
Existen personas que pueden tomar en sus manos una braza de carbón
encendido sin experimentar daño alguno.
El fenómeno de la levitación
(suspensión de un cuerpo grave en el aire sin sostén visible) y el que consiste
en andar sobre el agua, pueden efectuarse con el auxilio de los elementales del
aire y del agua respectivamente, aunque se emplee con frecuencia otro método.
Como los elementos entran en la constitución del cuerpo humano y uno de
ellos predomina en él según la naturaleza de la persona, todo ser está relación
con los elementales, y aquellos que particularmente le son favorables
predominan en el mismo.
Las, consecuencias de este hecho, frecuentemente
observable, se atribuyen por el vulgo a la “suerte”.
Se dice que una persona “tiene buena mano” para los
cuidados de las plantas, para encender el fuego o para encontrar manantiales,
etc.
La naturaleza, con sus fuerzas ocultas, nos
advierten a cada paso; pero somos muy tardos en recibir sus indicaciones.
La tradición oculta muchas veces una verdad en un
proverbio o en una fábula; pero nosotros hemos pasado ya, según parece, la edad
de todas esas “supersticiones”.
Encontramos igualmente en el plano astral espíritus de la naturaleza—este nombre les cuadra mejor que
el de elementales—que se ocupan de la construcción de formas en los reinos mineral,
vegetal, animal y humano.
Hay espíritus de la naturaleza que dirigen las energías vitales en las
plantas, que construyen los cuerpos, molécula por molécula, en el reino animal,
y que presiden la construcción del cuerpo astral de los minerales, las plantas
y los animales, así como de la construcción del cuerpo físico humano.
Tales son las hadas y los silfos
de las leyendas, “los seres pequeños” que juegan tan gran papel en la demótica
o folklore en cada nación, los niños encantadores e irresponsables de la
naturaleza, fríamente relegados por la ciencia en manos de las nodrizas.
Día vendrá en que los sabios más
esclarecidos de futuras épocas los restituyan al lugar que les corresponde en
el orden natural; pero entre tanto el poeta y el ocultista creen en su
existencia, uno por la intuición de su genio y otro por la visión de sus
sentidos internos ampliamente desarrollada.
La
multitud se burla de ambos, del segundo sobre todo; pero no importa: la
sabiduría se rehabilitará un día por sus hijos.
La circulación activa de las corrientes de
vida en el doble etéreo de las formas minerales, vegetales y animales,
despierta poco a poco de su estado latente la materia astral implicada en su
constitución atómica y molecular.
Semejante materia empieza a vibrar muy débilmente primero en los
minerales.
La Mónada de la Forma ejerce su poder organizador y atrae sobre sí
algunos materiales con cuya ayuda los espíritus
de la naturaleza construyen el cuerpo astral mineral, masa difusa sin organización precisa.
En el reino vegetal, el cuerpo astral se
encuentra más organizado y comienza a manifestarse su característica especial:
la sensación; así pueden observarse en la
mayoría de las plantas, sensaciones sordas y difusas de bienestar o de
enfermedad, que son el resultado de la actividad creciente del cuerpo astral.
Las plantas gozan vagamente del aire, del sol y de la lluvia, que buscan
como a tientas, mientras se alejan cuando esas condiciones son nocivas.
Unas buscan la luz, otras la oscuridad, responden a las excitaciones y se
adaptan a las condiciones externas; en fin, en algunos tipos más elevados,
aparece definido el sentido del tacto.
En el reino animal, el cuerpo astral está más desarrollado, y en los
individuos superiores alcanza una organización bastante clara para mantener su
conexión durante cierto tiempo después de la muerte del cuerpo físico, y para
tener existencia independiente en el plano astral.
Los espíritus de la naturaleza que presiden la
construcción del cuerpo astral animal y humano han recibido el nombre especial
de elementales del deseo (I) (Se
les llama kamadevas, dioses del deseo)
Porque están poderosamente
animados por deseos de toda clase que introducen continuamente en la constitución
de los cuerpos astrales del hombre y de los animales, las variedades de esencia
elemental análogas a las de que su propia forma está compuesta, de suerte que
esos cuerpos adquieren, como parte integrante de su estructura, los centros
sensoriales y las diversas actividades pasionales.
Esos centros se excitan a la actividad por los impulsos que reciben de
los órganos físicos densos y se trasmiten a través de los órganos físicos
etéreos hasta el cuerpo astral, y mientras
los centros astrales no son atacados, el animal no experimenta ni placer ni
dolor.
Herid una piedra y no expresará
dolor; contiene moléculas físicas densas y etéreas, pero no tiene cuerpo astral
organizado.
El animal, en cambio, siente
dolor inmediatamente al choque, porque posee centros astrales de sensación, que
los elementales del deseo han tejido con su propia naturaleza.
Como en la obra de esos
elementales sobre el cuerpo astral interviene una nueva consideración, terminaremos
desde luego la revista de habitantes del plano astral, antes de pasar al examen
de la forma astral humana más compleja.
Según acabamos de decir, el
cuerpo del deseo (I) Kamarupa es el nombre teosófico del cuerpo astral, de Kama, deseo, y rupa,
forma.), El cuerpo astral de los animales lleva en el plano astral existencia independiente,
aunque efímera, así que la muerte destruye su envoltura física.
En los países “civilizados” esos cuerpos astrales
animales contribuyen muchísimo al sentimiento general de hostilidad de que se
ha hablado más arriba.
La matanza organizada en los mataderos y la afición
al deporte de la caza, lanzan todos los años al mundo astral millones de seres
llenos de horror, de temor y de aversión hacia el hombre.
El número comparativamente mínimo de los seres a
quienes se deja morir en paz, se pierde entre las innúmeras legiones de los
asesinados; y las corrientes que engendran, arrojan del mundo astral sobre las
razas humanas y animales influencias que tienden a acrecentar su división
porque de un lado suscitan el temor y la desconfianza “instintivas” y de otro
la propensión a la crueldad.
Semejantes sentimientos se han excitado sobremanera
hace algunos años por los métodos fríamente meditados de tortura científica,
conocidos con el nombre de vivisección; métodos cuyas crueldades sin cuento han
introducido nuevos horrores en el mundo astral por su reacción sobre los
culpables, agregando al mismo tiempo el abismo que separa al hombre de sus
“pobres parientes”.
Independientemente de lo que podemos llamar la población normal del mundo
astral, encuéntrense en él transeúntes
llevados por su trabajo y que no podemos por menos de mencionar.
Algunos de ellos vienen de nuestro propio mundo
terrestre, mientras otros vienen de regiones elevadas.
Entre los primeros, muchos
son Iniciados de diversos grados, algunos de ellos miembros de la Gran Logia Blanca, la Hermandad del Tíbet o del
Himalaya, como se la llama frecuentemente (I) (Algunos
miembros de esta Logia han dado origen a la Sociedad Teosófica), mientras que otros pertenecen a diferentes logias
ocultas extendidas por el mundo, cuyo color característico varía desde el blanco
hasta el negro pasando por todos los matices del gris (II) (Los ocultistas desinteresados, consagrados
por completo al cumplimiento de la voluntad divina, o que trabajan por adquirir
esas virtudes, se llaman blancos. Los egoístas que trabajan contra el
fin divino se llaman negros.)
La abnegación que irradian el amor y la devoción caracterizan a los
primeros;
y el egoísmo, el odio y la arrogancia son los signos de los segundos.
Entre ambos hay clases cuyo motivo es mixto, que no han comprendido
claramente la necesidad de evolucionar hacia el Ser Único o hacia el Yo
separado. A estos les llamamos grises, y se dirigen a uno u otro de
ambos grupos indicados.
Todos
son hombres que viven en un cuerpo físico y que han aprendido a despojarse a
voluntad de su envoltura corpórea para obrar, en plena conciencia, en su
astral.
Los hay de todos los grados de
saber y virtud; benéficos y malhechores, fuertes y débiles, pacíficos y
terribles.
Encontramos aquí además muchos
aspirantes jóvenes, no iniciados todavía, que aprenden a servirse de su
vehículo astral y que se ocupan en obras de beneficencia o de maleficio, según
el sendero que se disponen seguir.
Se encuentran igualmente en este plano
simples psíquicos y otros soñolientos,
errando a la ventura mientras sus cuerpos físicos duermen o se hallan en
trance.
Viene, en fin, la multitud de hombres
ordinarios.
Millones de cuerpos astrales flotan así
inconscientes del mundo que los envuelve, a una distancia mayor o menor de los
cuerpos físicos profundamente dormidos.
En cada
una de esas formas astrales, la conciencia humana se repliega sobre sí misma
absorta en sus pensamientos, retirada, por decirlo así. En lo íntimo de su seno
astral.
Como veremos muy pronto, el ser
consciente de su vehículo astral, se escapa cuando el cuerpo duerme, y pasa al
cuerpo astral; pero permanece inconsciente de lo que le rodea hasta que el
cuerpo astral está bastante desarrollado para funcionar independientemente del
cuerpo físico.
Alguna
vez se puede ver en este plano a un discípulo (Chela) que ha franqueado el
umbral de la muerte, y se prepara a una reencarnación inmediata bajo la
dirección de su Maestro.
Goza evidentemente de plena conciencia, y trabaja como los
demás discípulos que tan sólo se separan de su cuerpo físico dormido.
Veremos
que en cierto grado le está permitido al discípulo reencarnar inmediatamente
después de la muerte.
Debe entonces
esperar en el mundo astral una ocasión favorable para renacer.
Los seres humanos ordinarios, en
vías de reencarnación, pasan igualmente a través del plano astral como se
indicará luego.
No tiene
ninguna relación consciente con la vida general del plano; pero las actividades
pasionales y sensorias de su pasado determinaron una afinidad entre ellos y
algunos elementales del deseo, y estos últimos se agrupan a su alrededor
favoreciendo la construcción del nuevo cuerpo astral para la existencia terrestre
que se prepara.
Pasemos al examen del cuerpo
astral humano durante el período de existencia física.
Estudiaremos
su naturaleza y su constitución al mismo tiempo que sus relaciones con el mundo
astral; y para ello consideraremos sucesivamente:
A) el cuerpo astral de un hombre
poco evolucionado;
B) el de un hombre medianamente
evolucionado; y
C) el de un hombre
espiritualmente desarrollado.
A) —El cuerpo astral de un hombre
poco evolucionado forma una masa
nebulosa mal organizada e imprecisa.
Contiene materiales
(materia astral y esencia elemental) tomados de todas las subdivisiones del
plano astral, pero con predominio de los elementos procedentes del astral
inferior; de suerte que es denso y de textura gruesa, a propósito para
responder a todas las excitaciones relativas a las pasiones y a los apetitos.
Los colores engendrados por los ritmos vibratorios de esos
materiales son compactos, cenagosos y sombríos.
Los matices
dominantes son: rojo oscuro y verde sucio.
Ningún
cambiante, ni chispazo alguno hay en esos cuerpos astrales.
Las diversas
pasiones se manifiestan en forma de vagas oleadas pesadísimas, o muy violentas,
como relámpagos.
Así la pasión sexual producirá
una oleada de carmín sucio, y la ira un relámpago rojo siniestro.
El cuerpo astral es mayor que el
físico, y se extiende 25 a 30 centímetros alrededor de aquél, en el caso que
consideramos.
Los centros de
los órganos sensorios claramente señalados, actúan cuando les afecta desde
fuera; pero en reposo, las corrientes vitales son apáticas, y el cuerpo astral
permanece inerte e indiferente porque no recibe excitación de los mundos físico
ni del mundo mental (I) (El estudiante reconocerá aquí el predominio de la guna
Tâmasica, la cualidad de tinieblas o inercia de la naturaleza)
Característica
constante del estado primitivo es que la actividad se determina más bien por
excitación externa que por iniciativa interna del ser consciente.
Para que una
piedra se mueva es preciso empujarla; una planta crece bajo la acción de la luz
y de la humedad; y un animal se hace más activo cuando le aguijonea el hambre.
El
hombre poco desarrollado necesita excitarse de una manera análoga.
Es menester
que la inteligencia haya evolucionado parcialmente para que empiece a tomar la
iniciativa de la acción.
Los
centros de las facultades superiores (I) (Las siete ruedas. Estos
centros se llaman así por el aspecto giratorio que presentan, parecido a las
ruedas de fuegos artificiales cuando se ponen en movimiento); emparentados
con el funcionamiento independiente de los sentidos astrales, apenas son visibles.
En este grado, el hombre necesita toda suerte de
sensaciones violentas para su evolución, a fin de sacudir su naturaleza y
ejercitarse en la actividad. Los choques violentos, tanto de placer como de
dolor, procedentes del mundo externo, son necesarios para despertar y
aguijonear la acción que tanto más se acrecienta y favorece, cuanto más
numerosas y violentas sean las sensaciones. En este estado primitivo, la
calidad importa poco: la cantidad y el vigor son condiciones
esenciales.
La moralidad del hombre dimanará de sus
pasiones.
Un leve movimiento de abnegación en sus relaciones con la
esposa, con el hijo o el amigo, constituirá el primer paso en el camino
ascendente.
Este
movimiento provocará vibraciones en la materia más sutil del cuerpo astral, y
atraerá hacia él mayor proporción de esencia elemental de la misma naturaleza.
El cuerpo astral
renueva constantemente sus materiales por influencia de las pasiones. Apetitos,
deseos y emociones.
Todo buen impulso fortifica las partes más sutiles de ese
cuerpo, expulsa algunos elementos groseros y permite la recepción de materiales
más delicados, atrayendo sobre sí elementales de naturaleza benéfica, que
ayudan a favorecer el proceso de renovación.
Todo mal impulso produce en cambio efectos contrarios;
tiende a fortificar los elementos groseros, a expulsar los elementos sutiles,
hace entrar en el cuerpo astral materiales impuros y atrae elementales que
favorecen el proceso de deterioro.
En el caso que consideramos, las potencias morales e
intelectuales del hombre son de tal modo embrionarias, que podemos decir que la
construcción de su cuerpo astral y su modificación se cumple más bien en él que
por él.
Esas
operaciones dependen antes de circunstancias externas que de su propia
voluntad; pues como acaba de decir, el
carácter distintivo de su ínfimo grado de evolución estriba en que el hombre
está moviendo desde el exterior por medio de su cuerpo, y no desde el interior
mediante su inteligencia,
Así denota
considerable progreso el que el hombre pueda moverse por su voluntad, por su
propia ener-
gía, por su
iniciativa, en vez de moverse por el deseo, es decir, por la respuesta a una
atracción o a una repulsión externa.
Durante
el sueño, el cuerpo astral, que sirve de envoltura al ser consciente, se
desliza fuera del organismo físico, dejando juntamente dormidos el cuerpo denso
y al etéreo.
Pero en este
grado, la conciencia del hombre no está despierta todavía en su cuerpo astral,
porque no puede encontrar nada parecido
a los contactos violentos que le estimulan cuando está en forma física.
Sólo los elementales de naturaleza densa pueden afectarle,
provocando en su envoltura astral vibraciones difusas que se reflejan en el
cerebro etéreo y denso, donde determinan los sueños de sexualidad bestial.
En el cuerpo astral flota inmediato al cuerpo físico,
retenido por su poderosa atracción, y no puede alejarse de él.
B) — En el hombre medianamente
desarrollado desde el punto de vista moral e intelectual, el
cuerpo astral manifiesta inmenso progreso respecto del tipo anterior.
Sus
dimensiones son más considerables,
sus
materiales de naturaleza diversa mejor escogida,
y
las esencias, más sutiles, dan al conjunto cierta potencia luminosa;
mientras
que la expresión de las emociones superiores determina en él admirables
corrientes de color.
La forma del cuerpo es menos vaga
y ondulante que en el caso anterior; es clara, precisa, y reproduce la imagen
de su poseedor.
Este cuerpo
astral está evidentemente en camino de ser un vehículo práctico para uso del
hombre inte-rior, vehículo límpido
y establemente organizado, apto al mismo tiempo para funcionar, prestar servicio
y mantenerse independientemente del cuerpo físico.
No obstante su
gran plasticidad, tiene forma determinada, a la que vuelve invariablemente así
cesa el esfuerzo que ha modificado su aspecto. Su actividad es constante y está
en vibración perpetua, revistiendo tonos cambiantes que varían al infinito.
Las “ruedas”
son más claramente visibles, aunque no funcionen todavía (I) (Notarán aquí la preponderancia de la guna rajásica o cualidad—pasional
de la naturaleza.)
La ciega desconfianza respecto de todo forastero, el
desdeñoso menosprecio hacia naturales de otras comarcas, contribuyen también a
las malas influencias del mundo astral.
Tales
pensamientos crean día y noche en el plano astral legiones ciegamente hostiles,
y el choque sobre nuestro propio cuerpo astral engendra ese sentimiento de
terror vago, resultante de las vibraciones antagónicas que se sienten sin poder
comprenderlas.
Además de los elementales artificiales, el mundo astral contiene una población
densa, en la que se omiten, como lo hacemos aquí, los seres humanos
desembarazados de su cuerpo físico por la muerte.
Encontramos
aquí innumerables legiones de elementales naturales o espíritus de la
naturaleza, divididos en cinco clases: del éter, del fuego, del aire, del
agua y de la tierra.
Los cuatro últimos fueron llamados por los
ocultistas de la Edad Media: salamandras,
silfos,
ondinas y
gnomos.
Herid una piedra y no expresará
dolor; contiene moléculas físicas densas y etéreas, pero no tiene cuerpo astral
organizado.
El animal, en cambio, siente
dolor inmediatamente al choque, porque posee centros astrales de sensación, que
los elementales del deseo han tejido con su propia naturaleza.
La matanza organizada en los mataderos y la afición
al deporte de la caza, lanzan todos los años al mundo astral millones de seres
llenos de horror, de temor y de aversión hacia el hombre.
El número comparativamente mínimo de los seres a
quienes se deja morir en paz, se pierde entre las innúmeras legiones de los
asesinados; y las corrientes que engendran, arrojan del mundo astral sobre las
razas humanas y animales influencias que tienden a acrecentar su división
porque de un lado suscitan el temor y la desconfianza “instintivas” y de otro
la propensión a la crueldad.
Los hay de todos los grados de
saber y virtud; benéficos y malhechores, fuertes y débiles, pacíficos y
terribles.
Encontramos aquí además muchos
aspirantes jóvenes, no iniciados todavía, que aprenden a servirse de su
vehículo astral y que se ocupan en obras de beneficencia o de maleficio, según
el sendero que se disponen seguir.
Se encuentran igualmente en este plano
simples psíquicos y otros soñolientos,
errando a la ventura mientras sus cuerpos físicos duermen o se hallan en
trance.
Viene, en fin, la multitud de hombres
ordinarios.
Todo buen impulso fortifica las partes más sutiles de ese
cuerpo, expulsa algunos elementos groseros y permite la recepción de materiales
más delicados, atrayendo sobre sí elementales de naturaleza benéfica, que
ayudan a favorecer el proceso de renovación.
Todo mal impulso produce en cambio efectos contrarios;
tiende a fortificar los elementos groseros, a expulsar los elementos sutiles,
hace entrar en el cuerpo astral materiales impuros y atrae elementales que
favorecen el proceso de deterioro.
Esta forma astral
responde vivamente a todos los contactos que lleguen a ella a través del cuerpo
físico, y la afectan igualmente las influencias internas procedentes del ser
consciente.
La memoria y
la imaginación estimulan, pues, el cuerpo astral, y éste, a su vez, pone el
cuerpo físico en actividad en vez de estar movido exclusivamente por él como en
el caso anterior.
La purificación sigue siempre la
misma marcha: expulsión de elementos inferiores por la producción de
vibraciones contrarias, y asimilación de materiales más sutiles en reemplazo de
los eliminados.
Pero en el
caso presente,
el desarrollo moral e intelectual del hombre coloca esta construcción casi enteramente
en sus propias manos, puesto que las excitaciones de la naturaleza exterior no
le balancean de un lado para otro, sino que razona, juzga y resiste o cede
según lo que estima bueno.
Por el ejercicio de su pensamiento conscientemente dirigido
puede afectar profundamente a su cuerpo astral, cuyo perfeccionamiento prosigue
desde entonces con rapidez creciente.
Y para llegar
a ese resultado no es necesario que el hombre comprenda con exactitud el modus
operandi, como para ver tampoco necesita comprender las leyes de la luz.
Durante el sueño, ese cuerpo astral bien
desarrollado, se desliza, como ordinariamente, de su vestidura física, pues no
está tan retenido cerca de él como en el caso precedente.
Va a lo lejos en el mundo astral,
arrastrado por las corrientes astrales, en tanto que el ser consciente, en el
interior del cuerpo, incapaz de dirigir todavía sus movimientos, aunque
despierto, se ocupa en gozar sus propias imágenes y actividades mentales. Puede
igualmente recibir a través de su envoltura astral impresiones que transforma
enseguida en imágenes mentales. De esta manera el hombre adquiere conocimientos
fuera del cuerpo físico y puede trasmitirlos al cerebro bajo la forma de sueño
o de visión.
Y aun cuando los lazos de la
memoria cerebral faltaren, los conocimientos adquiridos podrán infiltrarse
insensiblemente hasta la conciencia en estado de vigilia.
C) —El
cuerpo astral de un hombre espiritualmente desarrollado está compuesto de las partículas más sutiles de
cada subdivisión de materia astral, con preponderancia de las calidades más
elevadas.
Ese
cuerpo forma, pues, un objeto admirable de luz y de color.
Tonos desconocidos en la tierra nacen en él bajo los impulsos que
preceden de la inteligencia purificada.
Las “ruedas de fuego” justifican ahora el nombre que se les da, y su
movimiento rotatorio denota la actividad de los sentidos superiores.
Un cuerpo semejante es un vehículo de conciencia en la más amplia
acepción de la palabra.
En el curso de la evolución fue vivificado en cada
uno de los órganos y dirigido bajo el poder absoluto de su poseedor.
Cuando en esa envoltura, el hombre deja su cuerpo físico, no experimenta
la menor solución de continuidad en su estado consciente.
Deja
sencillamente su vestido más grueso y se liberta de un gran peso.
Se puede mover en todos los sentidos en los límites
de la esfera astral con rapidez increíble, no hallándose por las condicionantes
de la vida terrestre.
Su cuerpo responde a su voluntad,
refleja su pensamiento y le obedece; sus
medios de servicio se centuplican y sus poderes están totalmente guiados por su
virtud. Las ausencias de partículas densas en su cuerpo astral le eximen además
de responder a las seducciones de objetos inferiores del deseo. Semejantes tentaciones no pueden
alcanzarle y se separan de él. Todo el cuerpo
vibra solamente para responder a las más elevadas emociones; el amor se derrama
en abnegación y la energía se yugula por la paciencia. Dulce, tranquilo, sereno, lleno de fuerza, pero sin
agitación alguna, tal es el hombre a quién “todos los siddhis están prontos a servir” (I) (Aquí
predomina la guna sáttvica, la cualidad de armonía, felicidad y pureza. Los siddhis son los poderes
hiperfísicos.)
El cuerpo astral es un puente tendido sobre el abismo que separa la
conciencia humana del cerebro físico.
Los impulsos recibidos por los órganos sensoriales y trasmitidos, como se
ha visto, a los centros densos y etéreos, pasan enseguida a los centros
astrales correspondientes.
Una vez allí, los elabora la esencia elemental y los transforma en
sensaciones, para presentarle finalmente al hombre interior, como objetos de su
conciencia, las vibraciones correspondientes suscitadas por las vibraciones
astrales en la materia del cuerpo mental.
Por medio de estas sucesivas gradaciones del espíritu—materia, de
sutilidad creciente, pueden transmitirse al ser consciente los groseros
contactos de los objetos terrestres.
Del mismo modo, las vibraciones
determinadas por su pensamiento pueden pasar por el mismo puente hasta el
cerebro físico para suscitar en él vibraciones físicas correspondientes a las
vibraciones mentales.
Tal es la normal y regular manera
cómo la conciencia recibe las impresiones del exterior y las devuelve a su vez
al exterior. En esa transmisión y paso de vibraciones en uno y
otro sentido consiste principalmente la evolución del cuerpo astral. Esa doble corriente obra sobre él a un tiempo en lo
interior y exterior, determina su organización y auxilia su general
crecimiento.
A medida
que el cuerpo astral se desarrolla, se afina su contextura, su forma exterior
gana nitidez y se completa su organización interna.
Impelido a responder a la conciencia con perfección creciente,
gradualmente se hace apto para servirle de vehículo separado y trasmitirle con
precisión las vibraciones recibidas directamente del mundo astral.
Así el cuerpo astral siente a menudo las impresiones directamente y las
trasmite a la conciencia, mostrándose muchas veces bajo forma de previsiones
comprobadas a no tardar.
Cuando el hombre está avanzado el grado varía según los individuos por
una serie de consideraciones que no son de este lugar se establecen
comunicaciones entre el cuerpo físico y el astral, y entre éste y el mental.
La conciencia pasa entonces sin interrupción de un
estado a otro, y el recuerdo no presenta esas lagunas que, en el hombre
ordinario, interponen una fase de inconsciencia al paso de un plano a otro.
El hombre puede además ejercer libremente sus sentidos astrales mientras
su conciencia funciona en el cuerpo físico.
Las más amplias vías de
información, abiertas por los sentidos hiperfísicos, vienen a ser peculio de su
conciencia en estado vigilia.
Los objetos que fueron antes para él materia de fe,
se convierten en materia de conocimiento, y puede comprobar personalmente la exactitud
de gran parte de las enseñanzas teosóficas respecto de las regiones inferiores
del mundo invisible.
Cuando
se divide el hombre en “principios”, es decir, en maneras de manifestarse la
vida, los cuatro inferiores, designados con el nombre de “cuaternario inferior”, se consideran
funcionantes en los planos astral y físico.
El cuarto principio es entonces Kama, el deseo, es decir, la vida en función en el cuerpo astral y condicionada
por él. Semejante principio está caracterizado por el atributo de la
sensibilidad, que se manifiesta bajo la forma rudimentaria de sensación, o bajo
la más compleja de la emoción o cualquiera otra manera mediadora.
Todo esto se resume en la palabra “deseo”; es decir, lo atraído o
rechazado por los objetos según proporcionen gusto o disgusto al “yo” personal.
El tercer principio es Prana, la vida especializada para el mantenimiento del
organismo físico.
El segundo principio es el doble etéreo, y el primero el cuerpo denso.
Estos tres principios actúan en el plano físico.
En clasificaciones ulteriores H. P. Blavatsky
descarto de la lista de los principios prana y el cuerpo físico denso: prana,
por ser la vida universal, y el cuerpo físico denso por no ser sino el
complemento del cuerpo etéreo, formado de materiales siempre cambiantes
insertos en la matriz etérica.
Adoptando
esta manera de ser, llegamos a la grandiosa concepción filosófica de la Vida
Una, del Yo Único, manifestado como Hombre, con aspectos diversos y
transitorios según las condiciones que le imponen las formas vivificadas.
La vida misma permanece idéntica en el centro, pero se muestra bajo
apariencias diferentes, cuando se la mira desde fuera, según el género de
materia que contiene uno u otro cuerpo.
En el
cuerpo físico, es Prana, que vitaliza, rige y coordina; y en el astral
es Kama, que siente, goza y sufre.
La encontraremos todavía bajo otros aspectos al
pasar a los planos más elevados; pero la idea fundamental es siempre la misma,
y también una de las ideas raíces de la Teosofía, una de esas ideas que, claramente
fijadas, sirven de hilo conductor a través del intrincado laberinto de nuestro
mundo.
(Tomado
del libro: La Sabiduría Antigua)
Va a lo lejos en el mundo astral,
arrastrado por las corrientes astrales, en tanto que el ser consciente, en el
interior del cuerpo, incapaz de dirigir todavía sus movimientos, aunque
despierto, se ocupa en gozar sus propias imágenes y actividades mentales. Puede
igualmente recibir a través de su envoltura astral impresiones que transforma
enseguida en imágenes mentales. De esta manera el hombre adquiere conocimientos
fuera del cuerpo físico y puede trasmitirlos al cerebro bajo la forma de sueño
o de visión.
Y aun cuando los lazos de la
memoria cerebral faltaren, los conocimientos adquiridos podrán infiltrarse
insensiblemente hasta la conciencia en estado de vigilia.
Su cuerpo responde a su voluntad,
refleja su pensamiento y le obedece; sus
medios de servicio se centuplican y sus poderes están totalmente guiados por su
virtud. Las ausencias de partículas densas en su cuerpo astral le eximen además
de responder a las seducciones de objetos inferiores del deseo. Semejantes tentaciones no pueden
alcanzarle y se separan de él. Todo el cuerpo
vibra solamente para responder a las más elevadas emociones; el amor se derrama
en abnegación y la energía se yugula por la paciencia. Dulce, tranquilo, sereno, lleno de fuerza, pero sin
agitación alguna, tal es el hombre a quién “todos los siddhis están prontos a servir” (I) (Aquí
predomina la guna sáttvica, la cualidad de armonía, felicidad y pureza. Los siddhis son los poderes
hiperfísicos.)
Del mismo modo, las vibraciones
determinadas por su pensamiento pueden pasar por el mismo puente hasta el
cerebro físico para suscitar en él vibraciones físicas correspondientes a las
vibraciones mentales.
Tal es la normal y regular manera
cómo la conciencia recibe las impresiones del exterior y las devuelve a su vez
al exterior. En esa transmisión y paso de vibraciones en uno y
otro sentido consiste principalmente la evolución del cuerpo astral. Esa doble corriente obra sobre él a un tiempo en lo
interior y exterior, determina su organización y auxilia su general
crecimiento.
En clasificaciones ulteriores H. P. Blavatsky
descarto de la lista de los principios prana y el cuerpo físico denso: prana,
por ser la vida universal, y el cuerpo físico denso por no ser sino el
complemento del cuerpo etéreo, formado de materiales siempre cambiantes
insertos en la matriz etérica.
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