jueves, 23 de octubre de 2014

¿TIENEN ALMA LOS ANIMALES? (1ra. Parte)

¿TIENEN ALMA LOS ANIMALES?

(1ra. Parte)

“Continuamente empapada de sangre
 toda la Tierra, es sólo un inmenso altar
 sobre el cual todo cuanto vive
tiene que ser inmolado sin cesar”.
Compte Joseph de Maistre. (Soirées, I, II, 35)

I

Son muchas las anticuadas supersticiones religiosas del Oriente de las que con frecuencia se burlan las naciones occidentales en su ignorancia; pero ninguna causa tanta risa, y es tan despreciada en la práctica, como el gran respeto que los orientales sienten hacia la vida animal. Los comedores de carne no pueden simpatizar con los que se abstienen por completo de ella.

Los europeos (aquí tengo que agregar humildemente a este articulo de H.P.B. “y demás naciones occidentales”) somos bárbaros civilizados, con sólo unos pocos millares de años entre nosotros y nuestros antepasados habitantes de las cavernas, que chupaban la sangre y el tuétano sin cocer. Por lo tanto, es natural que los que tan poca importancia dan a la vida humana en sus frecuentes y a menudo inicuas guerras, desprecien por completo las agonías mortales de la creación bruta, y sacrifiquen diariamente millones de vidas inocentes e inofensivas; y si bien somos demasiado epicúreos para devorar tajadas de tigre o chuletas de cocodrilo, no han de faltarnos ni tiernos corderos ni faisanes de plumaje dorado. … Y no es cosa que deba causar gran maravilla el que el duro europeo se burle del dulce indo, el cual se estremece ante la mera idea de matar una vaca, o que se niegue a simpatizar con el budista y el jaina en su respeto por la vida de todas las criaturas sensibles, desde el elefante al mosquito.

Pero, si el comer carne se ha convertido en una necesidad vital, o sea la defensa del tirano entre las naciones occidentales; si es necesario que en cada ciudad, pueblo y aldea del mundo civilizado, una multitud de víctimas sea diariamente sacrificada en templos dedicados a la deidad denunciada por San Pablo y adorada por hombres cuyo Dios es su vientre; si todo esto y mucho más no puede ser evitado en nuestra Edad de Hierro,

¿Quién puede presentar la misma excusa en favor del sacrificio de animales por deporte?
La pesca y la caza, las más fascinantes de todas las diversiones de la vida civilizada, son, ciertamente, las más censurables desde el punto de vista de la Filosofía Oculta; las más pecaminosas a los ojos de los fieles pertenecientes a aquellos sistemas religiosos que son producto directo de la Doctrina Esotérica: el brahmanismo y el budismo
¿Está acaso fuera de toda razón el que los seguidores de estas dos religiones, las más antiguas que hoy existen, consideren al mundo animal, desde el enorme cuadrúpedo hasta el insecto infinitamente pequeño, como hermanos más jóvenes por ridícula que la idea parezca a un europeo? Este punto será considerado debidamente más adelante.

Sin embargo, por exagerada que la cosa pueda parecer, cierto es que pocos de nosotros somos capaces de representarnos, sin estremecernos, las escenas que tienen lugar todas las mañanas a primera hora en los innumerables mataderos del mundo que llaman civilizado y aun aquellas que tienen lugar durante la época de la caza. No ha despertado todavía el primer rayo de sol a la naturaleza dormida, cuando en todas partes se preparan miríadas de hecatombes para saludar al astro del día.
Jamás regocijó al Moloch pagano el grito de agonía de sus víctimas tanto como el lastimero gemido que en todos los países cristianos suena a manera de prolongado himno de sufrimiento a través de la Naturaleza entera, todos los días desde la mañana hasta la tarde.

En la antigua Esparta, de cuyos austeros ciudadanos ninguno era por cierto insensible a los delicados sentimientos del corazón humano, un muchacho, convicto de atormentar a un animal por diversión, fue condenado a muerte, por ser su naturaleza demasiado vil para que se le permitiese la vida.

Mas en la civilización europea, que progresa rápidamente en todo, salvo en virtudes cristianas, la fuerza es hoy día sinónimo del derecho. La costumbre, por completo inútil y cruel, de cazar por mera diversión aves y animales de todas especies, en ninguna parte es llevada a efecto con más fervor que en la protestante Inglaterra, en donde las misericordiosas enseñanzas de Cristo han ablandado escasamente los corazones humanos más de lo que lo estaban en los días de Nemrod, el poderoso cazador del Señor. La Ética Cristiana se halla tan trastornada, en razón de la propia conveniencia, por silogismos paradójicos como la de los paganos. A la que escribe estas líneas le dijo un día un cazador que desde el momento en que “ni un gorrión cae al suelo sin la voluntad del Padre, el que mata por diversión un centenar de gorriones, cumple cien veces la voluntad de su Padre” (!).

Desdichada y dura es la suerte de los pobres animales, convertida en fatalidad implacable por la mano del hombre. El Alma racional del ser humano parece nacida para convertirse en asesina del alma irracional del animal; en el pleno sentido de la palabra, desde el momento en que la doctrina Cristiana enseña que el alma de los animales muere con su cuerpo,

¿No tiene acaso la leyenda de Caín y Abel una doble significación?
Contémplese aquella otra desgracia de nuestra época culta: las científicas casas de matanza, llamadas salas de vivisección. Éntrese en París en alguna de ellas y véase a Paul Bert, o a algún otro de esos hombres, tan justamente llamados los sabios carniceros del Instituto, ocupados en su horrible obra. Sólo tengo que traducir la enérgica descripción de un testigo ocular, de uno que ha estudiado por completo el modus operandi de aquellos ejecutores, un autor francés bien conocido:La vivisección –dice– es una especialidad en la cual la tortura, científicamente economizada por nuestros académicos carniceros, es aplicada durante días, semanas y hasta meses enteros a las fibras de una misma víctima. Se emplean todas y cada una de las variedades de armas; se verifican análisis ante un auditorio sin piedad; se divide el trabajo todas las mañanas entre diez aprendices a la vez, de los cuales uno trabaja en el ojo, otro en la pierna, el tercero en el cerebro, un cuarto sobre el tuétano; sus manos inexpertas han logrado, sin embargo, hacia la noche, después de un día de duro trabajo, poner al descubierto la totalidad de la carroña viviente que se les ha ordenado cincelar; la cual, por la tarde, es cuidadosamente guardada en la cueva, con objeto de que a las primeras horas de la mañana siguiente pueda trabajarse de nuevo sobre ella, con tal que le haya quedado a la víctima tan sólo un soplo de sensibilidad y de vida. Sabemos que los comisionados de la ley Grammont han tratado de rebelarse contra esta abominación; pero París se ha mostrado más inexorable que Londres y Glasgow”.

Y sin embargo estos caballeros se jactan del gran objeto que se proponen, y de los grandes secretos descubiertos por ellos. “¡Horror y embustes! –exclama el mismo autor– En materia de secretos, excepto unas pocas localizaciones de facultades y de movimientos cerebrales, sólo conocemos un secreto que de derecho les pertenezca: el secreto de la tortura prolongada, al lado de la cual la terrible ley de autofagia, los horrores de las guerras, las alegres matanzas de la caza y los sufrimientos del animal bajo el cuchillo del carnicero, vienen a ser nada ¡Gloria a nuestros hombres de ciencia! Ellos han sobrepujado a todas las anteriores formas de tortura, y son ahora y seguirán siendo de un modo absoluto e incontestable, los reyes de la angustia artificial y de la desesperación” (E. de Mirville. De la Resurrection et du Miracle.)


La razón invocada para despedazar, matar y hasta para torturar legalmente a los animales, como se hace en la vivisección, es un versículo o dos de la Biblia; y su mal digerida significación, desfigurada por el llamado escolasticismo, representado por Tomás de Aquino. Hasta el mismo De Mirville, el ardiente defensor de los derechos de la iglesia, llama a semejantes textos: “Bíblicas tolerancias, arrancadas por fuerza a Dios, después del Diluvio, como muchas otras, y basadas en la decadencia de nuestra fuerza”. Sea como quiera, semejantes textos se encuentran grandemente contradichos por otros en la misma Biblia.

El comedor de carne, el cazador y hasta el vivisector, si es que entre estos últimos hay quien crea en una creación especial y en la Biblia, citan generalmente para su justificación aquel versículo del Génesis, en el cual Dios da al dual Adán “dominio sobre peces, aves, ganados y sobre todas las cosas vivientes que se mueven sobre la Tierra” (Cap. I, v.28); de aquí, según lo entienden los cristianos, el poder de vida y muerte sobre todos los animales en el globo.

A esto, los brahmanes y budistas, mucho más filosóficos, pueden contestar: “No es así. La evolución comienza a formar humanidades futuras en el seno de los planos inferiores de la existencia. Por lo tanto, matando a un animal, aunque sea un insecto, detenemos el progreso de una entidad hacia su meta final en la Naturaleza: el HOMBRE.Y el que esté versado en la Filosofía Oculta dirá Amén. Añadiendo a esto, que no solamente se retarda la evolución de aquella entidad, sino que además se detiene la de la próxima y más perfecta raza humana que debe surgir en lo futuro.

¿Quién de los dos contrarios tiene razón?
¿Cuál de ellos es más lógico?
La contestación depende principalmente, por supuesto, de las creencias personales del tercero, escogido para decidir la cuestión. Si cree en una así llamada, creación especial, entonces, en contestación a la franca pregunta de “¿Por qué debe el homicidio ser considerado como el crimen más horrible contra Dios y la Naturaleza, y el asesinato de millones de criaturas vivientes mirado meramente como una diversión?” responderá: “Porque el hombre es creado conforme a la propia imagen de Dios, y mira hacia arriba, hacia su Creador, y al lugar de su nacimiento: el cielo (os homini sublime dedit). Al paso que la mirada del animal está fija en el lugar de su nacimiento, hacia abajo, en la Tierra”.

Porque Dios ha dicho: “Produzca la Tierra las criaturas vivientes según su naturaleza, ganado y cosas que se arrastran, y bestias de la Tierra, según su naturaleza”.(Génesis, I, 24 ).Y además, porque el hombre se halla dotado de un Alma inmortal, y el mudo bruto no goza de inmortalidad alguna, ni siquiera de una corta supervivencia después de la muerte.

Ahora bien, a esto podría contestar cualquiera que raciocine sin sofismas, que si la Biblia es para nosotros la autoridad en esta materia, no hay razón alguna para que se asigne al hombre como lugar de nacimiento el cielo y no se haga así con la última de las cosas que se arrastran; pues, por el contrario, encontramos en el Génesis que si Dios creó “al hombre ” y “le ” bendijo (Cap. I, v.27 –28), también creó “grandes ballenas”, y “las bendijo”, (21–22). Además, “el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra” (11, 7), y el polvo es con toda seguridad, tierra pulverizada.

Salomón, el rey y orador, es indudablemente una autoridad, y por todo el mundo es cosa corriente, que fue el más sabio de todos los sabios bíblicos; el cual sienta una serie de verdades en el Eclesiastés (Cap. III) que deberían haber zanjado de una vez todas las disputas acerca del asunto. “Los hijos de los hombres… con hacer ver que son parecidos a las bestias” (v.18)… “pues como el hombre muere, así mueren ellas (las bestias)… y el hombre, después del pecado, no tiene ninguna exención sobre la bestia” (v.19)… “y todo va a parar a un mismo lugar… y en tierra igualmente o polvo vuelven a parar” (v.20)… “¿Quién ha visto si el alma de los hijos de Adán sube hacia arriba y el alma de los brutos cae hacia abajo? (v .21) ¡En verdad, quién es el que sabe! De todos modos, no es la ciencia ni “escuela teológica alguna”.

Si el objeto de estas líneas fuera predicar vegetarianismo, apoyándose en la autoridad de la Biblia o de los Vedas, sería el hacerlo una tarea muy fácil. Porque es completamente cierto que Dios dio al dual Adán, “el macho–hembra” del Cap. I del Génesis (el cual tiene muy poco que ver con nuestro débil antecesor del Cap. II), “dominio sobre toda cosa viviente”; sin embargo, en ninguna parte encontramos que el Señor Dios haya mandado a aquel Adán ni al otro devorar a la creación animal o destruirla por pasatiempo. Todo lo contrario: porque indicando el reino vegetal y el “fruto de un árbol produciendo semilla”, Dios dice muy claramente: “a vosotros (hombres) aquello servirá para alimento” (I,29).

Tan viva era la percepción de esta verdad entre los cristianos primitivos, que durante los primeros siglos, jamás tocaban la carne. En Octavio, Tertuliano escribe a Minucio Félix: “A nosotros no se nos permite ni presenciar, ni aun siquiera oír el relato de un homicidio; nosotros, los cristianos, que rehusamos probar platos en los cuales pueda haber sido mezclada sangre animal”.

Pero no se trata de predicar vegetarianismo, sino de defender simplemente los derechos animales, intentando demostrar la falacia de despreciar estos derechos fundándose en la autoridad bíblica.
Además, el discutir con aquellos que razonan apoyándose en interpretaciones erróneas sería por completo inútil. El que desecha la doctrina de la evolución encontrará siempre su camino lleno de dificultades; por lo tanto, jamás querrá admitir que está mucho más conforme con los hechos y con la lógica el considerar al hombre físico como el reconocido modelo de los animales, y al Ego espiritual que le anima como un principio intermedio entre el alma del animal y la Divinidad. En vano sería decirle que a menos de que acepte no sólo los versos citados para su justificación, sino también la Biblia entera, explicada a la luz de la Filosofía Esotérica –la cual reconcilia todas las contradicciones y absurdos aparentes de aquélla– jamás obtendrá la clave de la Verdad; pues no querrá creer en ella. Sin embargo, la Biblia toda rebosa caridad para con los hombres y compasión y amor hacia los animales.

El texto original hebreo del capítulo XXIV del Levítico está lleno de ello. Los versículos 17 y 18, según están traducidos en la Biblia, dicen: “Y el que mate un animal ha de restituirlo, animal por animal”; el original dice: “vida por vida”, o más bien “alma por alma”, nephesh tachat nephesh (Compárese también la diferencia entre la traducción de los mismos versículos en la Vulgata ,y en los textos de Lutero y de Witte.). Y si el rigor de la ley no llegaba hasta el punto de matar, como en Esparta, el alma de un hombre, por el alma de un animal, sin embargo, se imponía al culpable un severo castigo.

Pero esto no era todo. En el Éxodo (Cap. XX,10 y Cap. XXIII, 12 y siguientes), el reposo durante el día del sábado se extendía al ganado y a todo otro animal:“El séptimo día es el sábado … no harás ningún trabajo, ni tú ni tu ganado; y el año sabático dejarás al campo descansar y permanecer tranquilo … para que tu buey y tu asno puedan reposar ”(Éxodo ,XX,11-12.)  –Mandato– que, si algo significa, demuestra que hasta la creación bruta no estaba excluida por los antiguos hebreos de una participación en el culto de su deidad, y que era colocada en muchas ocasiones a la par del hombre mismo. La cuestión depende por completo de la idea errónea de que Alma –nephesh– es enteramente distinta de Espíritu –ruach–.

Y sin embargo, claramente sentado está que Dios sopló en las narices (del hombre) el aliento de Vida, y el hombre vino a ser un Alma viviente –nephesh– ni más ni menos que un animal, porque el alma de un animal es también llamada nephesh. El Alma se convierte en Espíritu por desenvolvimiento, siendo ambos los peldaños inferior y superior de una misma escala, cuya base es el ALMA UNIVERSAL o Espíritu.

Esta afirmación sorprenderá a las buenas gentes que, aun queriendo mucho a sus gatos y perros, están todavía demasiado apegados a las enseñanzas de sus respectivas iglesias, para que puedan admitir semejante herejía. “¡El alma irracional de un perro o de una rana, divina e inmortal como lo son nuestras almas!”, exclamarán a buen seguro. Pero así son. Y no es la humilde escritora del presente artículo quien lo dice; es uno que para todo buen cristiano debe ser una autoridad; es aquel rey de predicadores, es San Pablo.

Nuestros adversarios, que con tanta indignación se niegan a oír los argumentos de la ciencia moderna o de la esotérica, quizás prestarán un oído más benévolo a lo que su propio santo y apóstol dice sobre la materia. Y la verdadera interpretación de sus palabras será dada también no por un teósofo, ni por enemigo alguno, sino por un cristiano tan bueno y piadoso como cualquiera; en una palabra, por otro santo, Juan Crisóstomo, el que explicó y comentó las epístolas paulinas, y el que es tenido en la mayor reverencia por los teólogos de ambas iglesias, la Católica Romana y la Protestante. Los cristianos han visto ya que la ciencia experimental no está de su parte; pueden todavía recibir una sorpresa mucho más desagradable al encontrarse con que ningún indo podría abogar con más ardor en pro de la vida animal de lo que lo hacía San Pablo al escribir a los Romanos.
Los indos, a decir verdad, piden compasión para el mundo de los brutos, únicamente por razón de la doctrina de la trasmigración, y por consiguiente, por la identidad del principio o elemento que a ambos, al hombre y al bruto, anima. San Pablo va más allá: muestra al animal “esperando y viviendo en la expectación de la misma liberación de los lazos de la corrupción”, corno cualquier buen cristiano. Las expresiones precisas del gran apóstol y filósofo serán citadas más adelante en el presente trabajo, y se demostrará su verdadero sentido.

El hecho de que tantos intérpretes, Padres de la Iglesia y escolásticos hayan procurado eludir la verdadera significación de las palabras de San Pablo, no prueba nada en contra de su sentido íntimo, sino más bien contra la sinceridad de los teólogos, cuya inconsecuencia será demostrada con tal motivo; a pesar de lo cual, habrá quien defienda sus proposiciones, por erróneas que sean, hasta el último extremo. Otros, reconociendo su equivocación primera, ofrecerán al pobre animal, como Cornelio Lápide, categoría de honorable. Especulando, al tratar de la parte consignada por la Naturaleza a la creación bruta en el gran drama de la vida, dice: “El objeto de todas las criaturas es el servicio del hombre”. De aquí, juntamente con él (su dueño), están esperando su renovación: cum homine renovationem suam expectant (Commen. Apocal., cap. V, 137.). El servir al hombre no puede, seguramente, significar el ser atormentados, muertos, inútilmente cazados y maltratados; al paso, es casi innecesario explicar la palabra renovación.

Comprenden por ella los cristianos la renovación de los cuerpos después de la segunda venida de Cristo y la limitan al hombre con exclusión de los animales. Los estudiantes de la Doctrina Secreta la explican por la sucesiva renovación y perfección de formas en la escala de la existencia objetiva y subjetiva; y durante una larga serie de transformaciones evolutivas del animal al hombre y hacia arriba…

Esto será por supuesto rechazado con indignación por los cristianos. Se nos dirá que no es así como la Biblia les ha sido explicada, y que no puede tener semejante significado. Es inútil insistir acerca de lo mismo. Muchas y tristes en sus resultados han sido las erróneas interpretaciones de lo que la gente ha tenido a bien llamar la “Palabra de Dios”.
La sentencia: “Maldito sea Canaán: un siervo de siervos será para sus hermanos” (Génesis, IX, 25) ha dado origen a siglos de miseria e inmerecida angustia para los infelices esclavos negros. El clero de los Estados Unidos fue su más violento enemigo cuando surgió la cuestión antiesclavista, oponiéndose con la Biblia en la mano. Y sin embargo está demostrado que la esclavitud ha sido la causa de la decadencia natural de todos los países. Y la misma orgullosa Roma cayó, como Geyer justamente observa, porque “en el antiguo mundo la mayoría de los hombres eran esclavos”. Pero tan terriblemente imbuidos han estado en todo tiempo los mejores y más inteligentes cristianos de estas erróneas interpretaciones de la Biblia, que hasta uno de sus más grandes poetas, al tiempo que defendía el derecho del hombre a la libertad, no concede participación alguna en la misma al pobre animal. “Dios nos dio sólo a nosotros, sobre el animal, pez y ave, dominio absoluto. Aquel derecho lo poseemos nosotros por su donación. Pero al hombre del hombre no hizo señor. Título tal para sí mismo reservado, al humano dejó libre del humano.” dice Milton.

Pero como sucede en el caso del crimen, el error debe aparecer, y la incongruencia debe inevitablemente mostrarse siempre que se sostienen conclusiones erróneas, ya en contra, ya en favor de una cuestión preconcebida. Los adversarios del filozoísmo oriental ofrecen así a sus críticos un arma formidable para destruir sus más hábiles argumentos, gracias a tal incongruencia entre premisas y conclusiones, entre los hechos presupuestos y las deducciones sacadas de los mismos.

El objeto de este ensayo es lanzar un rayo de luz sobre este asunto tan serio como interesante. Los escritores católico–romanos, al sostener la legitimidad de las muchas resurrecciones milagrosas de animales verificadas por sus santos, han hecho de ellas materia de interminables debates. El “alma de los animales” es, en opinión de Bossuet, “la más difícil y la más importante de todas las cuestiones filosóficas”.

Puesta en parangón con la doctrina de la iglesia de que los animales, aunque sin carecer de alma, no la tienen permanente o inmortal, y que el principio que les anima muere con el cuerpo, se hace interesante el averiguar cómo los escolásticos y teólogos de la Iglesia reconcilian esta afirmación con aquella otra de que los animales pueden ser y han sido con frecuencia milagrosamente resucitados.

Haciendo ver la inconsecuencia de las interpretaciones escolásticas y teológicas de la Biblia, me propongo en este ensayo, que es sólo una ligera tentativa, –Pues otra cosa exigiría algunos volúmenes– el convencer a las gentes de la gran criminalidad del hecho de arrebatar la vida a los animales, especialmente en la caza y la vivisección. Y de todos modos, mi objeto es hacer ver que, por absurda que sea la noción de que así el hombre como el bruto pueden ser resucitados después de que el principio de vida se ha escapado del cuerpo para siempre, semejantes resurrecciones, si fuesen ciertas, no serían mas imposibles en el caso de una bestia que en el de un hombre; porque o bien ambos están dotados por la Naturaleza de lo que en términos generales se llama alma, o bien ni uno ni otro poseen semejante cosa.


(H. P. Blavatsky)









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