Introducción a
la Filocalia de la Oración de Jesús
La invocación incesante del
nombre de Jesús
Existe, en la vida de
las Iglesias de oriente y de la Iglesia ortodoxa rusa en particular, una
práctica espiritual de la oración muy profunda: la oración de Jesús u oración
del corazón. La misma fue introducida en Rusia hacia mediados del siglo XIV y
san Sergio, el fundador del monaquismo ruso, la conocía y la practicaba, así
como sus discípulos. Entre ellos, Nil de la Sora es uno de los más conocidos.
Otro monje muy conocido, Paisij Velitchkovsky, la difundió y popularizó en el
siglo XVIII.
Pero, a
través de las Iglesias de oriente, esta práctica se remonta a la tradición de
los Padres griegos de la edad media bizantina: Gregorio Palamas, Simeón el
Nuevo Teólogo, Máximo el Confesor, Diádoco de Fótice; así como a los Padres del
desierto de los primeros siglos: Macario y Evagrio. Algunos la vinculan con los
mismos apóstoles: «Esta oración, dice un texto de la Filocalia, nos viene de
los santos apóstoles. Les servía para orar sin interrupción, siguiendo la
exhortación de san Pablo a los cristianos de orar sin cesar».
Esta
tradición espiritual tuvo sus principales focos de vida en los monasterios del
Sinaí a partir del siglo XV, y en el monte Athos, especialmente en el XIV.
Desde fines del siglo XVIII se expandió fuera de los monasterios gracias a una
obra, la Philocalie publicada en 1782 por un monje griego, Nicodemo el
Hagiorita y editada en ruso, poco después, por Paisij Velitchkovsky.
Otra
más reciente la popularizó, los Relatos de un peregrino ruso (fin del
siglo XIX). Ese libro está extensamente difundido en Rusia; fue traducido al
francés en 1945 por Ediciones du Seuil y existen varias ediciones en castellano
(Relatos de un peregrino ruso, Salamanca 31997).
La oración de Jesús es una
corriente de la espiritualidad oriental, pero algunos ven en ella, además, el
«tipo esencial de la mística ortodoxa» (Bulgakov). Otro autor se atreve a
denominarla: «corazón de la Ortodoxia» [1]
Esta oración consiste en
una invocación incesante del nombre de Jesús, de allí su nombre: oración de
Jesús. Ella encuentra su fuerza en la virtud del nombre divino, el nombre de
Yahvé en el Antiguo Testamento, el nombre de Jesús en el Nuevo Testamento,
particularmente en el libro de los Hechos de los apóstoles: «Aquel que invoque
el nombre del Señor será salvado» (Hech 2, 21).
El nombre es la persona
misma.
El nombre de Jesús salva,
cura, arroja los espíritus impuros, purifica el corazón.
Se trata de «llevar
constantemente en el corazón al muy dulce Jesús, de ser inflamado por el recuerdo
incesante de su nombre bienamado y por un inefable amor hacia él», así se
expresa el padre Paisij Velitchkovsky[2].
Esta
oración se apoya en las exhortaciones apostólicas:
«Orad sin cesar…» (1 Tes
5, 17);
«Haced en todo tiempo,
mediante el Espíritu, toda clase de oraciones…» (Ef 6, 18);
e incluso sobre la
parábola de Jesús mostrando que «es necesario orar siempre sin descanso» (Lc
18, 1); y sobre esta palabra de orden:
«Velad y orad en todo
tiempo» (Lc 21, 36).
Dicha oración consiste en repetir sin
cesar la fórmula:
«Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, ten piedad de mí, pecador» (según
Lc 18, 38).
Se trata del grito del ciego de Jericó
que implora a Jesús la curación, y también de la oración del publicano: «Oh
Dios, compadécete de mí, que soy pecador» (Lc 18, 13). Es también el Kyrie eleison –«Señor, ten piedad de
nosotros»– de la liturgia.
«La
forma primitiva de la oración de Jesús, dice Meyendorf, parece ser el Kyrie
eleison cuya repetición constante en las liturgias orientales se remonta
también a los Padres del desierto»[3].
Las palabras de la fórmula
pueden variar, pero se recomienda aplicarse a una fórmula breve y fija. Esto
tomará el nombre de «oración monológica». «Que
vuestra oración ignore toda multiplicidad: una sola palabra bastó al publicano
y al hijo pródigo para obtener el perdón de Dios. Que no exista afectación en
las palabras de vuestra oración: ¡cuántas veces los balbuceos simples y
monótonos de los niños conmueven a su padre! No os lancéis en largos discursos
para no disipar vuestro espíritu en la búsqueda de palabras. Una sola palabra
del publicano conmovió la misericordia de Dios; una sola palabra llena de fe
salvó al ladrón. La prolijidad en la oración a menudo llena el espíritu de
imágenes y lo disipa, mientras que a menudo una sola palabra (monología) tiene
por efecto recogerlo»[4].
La
respiración del nombre de Jesús
La
oración de Jesús puede comenzar por una oración vocal recitada un cierto número
de veces –con ayuda de un rosario, por ejemplo– y bajo la dirección de un guía
espiritual o staretz. El rosario ortodoxo, hecho de lana negra trenzada,
posee cien «nudos»; los hay más cortos. Se puede recitar uno, o dos, o varios,
a ciertas horas del día. Pero éste es sólo un medio
exterior que debe conducir a la oración interior. Esta debe entonces adecuarse
al ritmo de la respiración. Se recomienda ser prudente y no separarse de las
directrices dadas por el staretz. El staretz es un anciano, por
lo general monje, que tiene experiencia en la oración y es apto para ser el
«padre» o guía espiritual. Sin embargo, si se está en la imposibilidad de tener
un guía semejante, «es posible dejarse guiar por la santa Escritura», dice el padre Velitchkovsky, «y por
las recomendaciones de los Padres». La respiración sirve de soporte y de símbolo espiritual
a la oración. «El nombre de Jesús es un perfume que se expande» (Cant 1, 4) y
que se ama respirar. El soplo de Jesús es espiritual, cura, arroja los
demonios, comunica el Espíritu santo (Jn 20, 22).
El Espíritu santo es soplo
divino (Spiritus, spirare), espiración de amor en el seno del
misterio trinitario. La respiración de Jesús, como el latido de su corazón,
debía estar ligada sin cesar a ese misterio de amor, como también a los
suspiros de la criatura (Mt 7, 34; 8, 12) y a las «aspiraciones» que todo corazón humano lleva en
sí. «El mismo Espíritu intercede dentro de nosotros con gemidos inefables» (Rom 8, 26).
La
función respiratoria, esencial para la vida del organismo, está ligada a la
circulación de la sangre, al ritmo del corazón, a las fibras más profundas de
nuestro ser. La respiración profunda del nombre de Jesús es vida para la
criatura: «El que da a todos la vida, la respiración y todas las
cosas. En él tenemos la vida, el movimiento y el ser» (Hech 17, 25-28). «En lugar de respirar al
Espíritu santo, dice Gregorio el Sinaíta, estamos colmados por el soplo de los malos espíritus».
Adecuando
la oración al ritmo respiratorio, el espíritu se calma, encuentra el «reposo» (hesychia,
en griego; de ahí el nombre de «hesicasmo» dado a esta corriente espiritual de
la oración). El espíritu se libera de la agitación del mundo exterior, abandona
la multiplicidad y la dispersión, se purifica del movimiento desordenado de los
pensamientos, de las imágenes, de las representaciones, de las ideas. Se
interioriza y se unifica al mismo tiempo que ora con el cuerpo y se encarna. En
la profundidad del corazón, el espíritu y el cuerpo reencuentran su unidad
original, el ser humano recobra su «simplicidad».
Conviene buscar el silencio del espíritu, evitar todos
los pensamientos, incluso aquellos que parecen lícitos, fijarse constantemente
en las profundidades del corazón y decir: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten
piedad de mí». A veces sólo se dirá: «Señor Jesucristo, ten piedad de mí».
Luego se cambiará: «Hijo de Dios, ten piedad de mí»; esta última fórmula, según
Gregorio el Sinaíta, es más fácil para los principiantes. Pero no es necesario cambiar a menudo
de fórmula, aconseja, sino sólo a veces. «Recitando atentamente
esta oración, permanecerás de pie o sentado, o incluso acostado, reteniendo la
respiración, en la medida de lo posible, para no respirar demasiado a menudo…
Invoca al Señor Jesús con un deseo ferviente y en una paciente expectativa,
abandona todo pensamiento… Si ves la impureza de los malos espíritus, es decir,
los pensamientos, encerrando el espíritu en el corazón, invoca al Señor Jesús
sin cesar y sin distracción, y ellos huirán, invisiblemente quemados por el
nombre divino. La hesychia… consiste en buscar al Señor en su corazón,
es decir, guardar su corazón en la oración y encontrarse constantemente en el
interior de este último…»[5]. Sin embargo, no se trata aquí de actos meritorios: número de rosarios,
cantidad de oraciones, mortificaciones en el sentido vulgar.
La
noción de mérito está ausente de la teología oriental.
«No os inquietéis por el
número de oraciones a recitar. Que vuestra sola preocupación sea que la oración
brote de vuestro corazón, viviente como una fuente de agua viva. Arrojad
enteramente de vuestro espíritu la idea de cantidad»[6].
No se trata de un ejercicio mecánico,
o de una técnica psico-somática, emparentada con la de otras religiones
orientales. Se trata de un ejercicio, ciertamente sostenido, que es llamado
«atención», o incluso «sobriedad», o «trabajo espiritual», o «guardia del
corazón». Es una vigilancia de la oración que quiere ser y devenir incesante y
penetrante en las fuentes mismas del corazón.
La
oración del corazón
La oración de Jesús es
también llamada oración del corazón.
Esta
noción del corazón es esencial en la espiritualidad oriental y, en particular,
la rusa. Se podría decir que en este aspecto la tradición oriental no se ha
dejado subyugar por las nociones de la filosofía grecolatina y que ha
permanecido mucho más cerca de las fuentes bíblicas y semitas.
Existe,
en efecto, una teología del corazón en el Antiguo Testamento, al igual que en
el Nuevo, que es la llave de la antropología bíblica.
Se
puede distinguir –y oponer– el corazón y la cabeza. La cabeza sería el dominio
de lo cerebral, de lo mental, de lo intelectual, de lo lógico, de lo racional…
Pero el corazón no debe ser reducido únicamente al dominio de lo afectivo, del
sentimiento.
«Es un
hombre de corazón», se dice a veces, o bien: «es una mujer de cabeza». El
corazón es una dimensión espiritual, donde el cuerpo tanto como el alma entre mezclan
sus raíces. El corazón es la fuente vital del ser.
«El corazón, en efecto, es
el amo y el rey de todo el organismo corporal, y cuando la gracia se apodera de
las praderas del corazón, reina sobre todos los miembros y todos los
pensamientos del alma, y es de allí de donde ella espera el bien»[7].
«Algunos colocan el
espíritu en el cerebro, como en una especie de acrópolis; otros le atribuyen la
región central del corazón, aquélla que está libre de todo soplo animal. En
cuanto a nosotros, sabemos a ciencia cierta que nuestra alma razonable no está
dentro de nosotros como estaría en un vaso –puesto que es incorpórea– y tampoco
fuera –puesto que está unida al cuerpo– sino que ella está en el corazón como
en su órgano»[8].
«En cuanto al corazón,
designa en la tradición oriental el centro del ser humano, la raíz de las
facultades activas del intelecto y de la voluntad, el punto de donde proviene y
hacia el cual converge toda la vida espiritual. Es la fuente, oscura y
profunda, de donde brota toda la virtud psíquica y espiritual del hombre y por
la cual éste está próximo y se comunica con la fuente misma de la vida»[9].
La
oración de Jesús, con su aspecto de técnica espiritual y su ritmo respiratorio,
consiste en el descenso del espíritu –o de la inteligencia–al corazón.
«Conviene descender desde
el cerebro al corazón. Por el momento, dice Teófano el Recluso, no hay en
vosotros más que reflexiones totalmente cerebrales sobre Dios, pero el mismo
Dios permanece en el exterior»[10].
«Ontológicamente, la consecuencia esencial de la caída,
para el hombre, es precisamente esta disgregación espiritual por la cual su
personalidad está privada de su centro y su inteligencia se dispersa en el
mundo exterior. El lugar donde se produce esta dispersión de la personalidad en
el mundo de las cosas es la cabeza, el cerebro; allí los pensamientos forman
remolinos, como copos de nieve, como enjambres de moscardones en el verano.
Por el cerebro, el espíritu conoce un mundo que le es
exterior al mismo tiempo que pierde el contacto con los mundos espirituales,
cuya realidad estrecha oscuramente, sin embargo, el corazón. Para reconstruir a
la persona en la gracia, es necesario, entonces, reencontrar una relación
armoniosa entre la inteligencia y el corazón»[11].
Es
necesario orar con el corazón, es necesario encontrar la oración del corazón.
Es necesario sentarse en
un lugar retirado y tranquilo, lejos del ruido y el movimiento, en silencio.
Inclinar la cabeza hacia el corazón, alejarse de la agitación de los
pensamientos, decir no a la dispersión, a la multiplicidad de las imágenes, de
las ideas, de los recuerdos. Respirar calma, lenta, profundamente, orando al
Señor Jesús. Fijar la mirada interior en el «lugar del corazón» todavía sombrío
y oscuro, donde la oración introduce el nombre divino de Jesús con el ritmo de
la respiración.
Poco a
poco el nombre de Jesús se identifica con los latidos del corazón. El
corazón, por sí mismo, ora y respira sin cesar en la oración de Jesús que se
convierte, así, en «oración perpetua» e incesante.
Ese
aspecto técnico nos parece chocante. Vemos en él, enseguida, como el psicólogo
sagaz que es todo hombre occidental, el peligro de la introspección, de la
autosugestión, del «análisis»…
Sin
embargo, no se trata de eso. Se trata, en realidad, de
liberar el corazón y el espíritu de la opresión de los pensamientos, de la
ocupación continua de las ideas, de la influencia de los «espíritus impuros», a
fin de que, bajo la acción de la gracia, las «energías del corazón», liberadas,
puedan brillar en nosotros sin trabas a través de nuestra alma tanto como de
nuestro cuerpo. «En el corazón está la vida, y allí también conviene vivir»[12]
La
iluminación del corazón
Cuando
la oración de Jesús se convierte en oración del corazón, su primer efecto es la
iluminación. No olvidemos que ella es el grito suplicante del ciego para
obtener la curación (Lc 18, 38) al que Jesús responde abriendo los ojos del
enfermo y dándole la luz. La oración incesante de Jesús obtiene la curación. «La sola presencia de Cristo, cuando anuncia que daría su
vida en rescate de una multitud, ‘comunicó’ la oración de Jesús al ciego de
Jericó»[13].
Los
ojos del corazón se abren a la luz divina. El corazón se ilumina y, por él, el
ser entero (Mt 6, 22). «Cuando la inteligencia y el corazón
están unidos en la oración, y los pensamientos del alma no están dispersos, el
corazón se entibia con un calor espiritual y la luz de Cristo resplandece en
él, llenando de paz y de alegría al hombre interior»[14].
La
iluminación aportada por la oración del corazón viene sólo de la gracia. «Sólo la gracia divina
posee en sí misma la facultad de comunicar la deificación a los seres de una
manera analógica; entonces la naturaleza resplandece con una luz sobrenatural y
se encuentra transportada por encima de sus propios límites por una
sobreabundancia de gloria»[15]. Pero la iluminación no se produce
sin trabajo; a veces, sólo es dada al término de una prolongada espera, de una
larga pena. Ello se debe a que el corazón es también el dominio del pecado, de
lo oscuro, de las tinieblas.
No olvidemos el sentido de las palabras de la oración:
«Señor Jesús, ten piedad de
mí, pecador».
Es
necesario forzar esa oscuridad por la contrición y el verdadero
arrepentimiento, a menudo por las «lágrimas»; es la «gracia del
enternecimiento» la que imprime en la mirada y el rostro de los espirituales de
oriente una dulzura semejante.
«En la
atmósfera del corazón, una vez purificado de los soplos de los espíritus malos,
es imposible, se ha dicho, que no brille la luz divina de Jesús. Siempre que no
se hinche de orgullo, de vanidad y de presunción»[16].
Esta
iluminación del corazón procede de una acción del Espíritu santo, que es luz.
Pero es necesario no confundirla con las aspiraciones, las visiones, las
«luces» espirituales o sensibles. De hecho, los Padres son unánimes en
recomendar que no se busquen tales cosas. No es necesario dedicarse a ellas ni
dejarse distraer por ellas, si se presentan. Pues se debe, siempre, guardar la
«sobriedad».
La
verdadera oración del corazón es siempre «la oración pura».
La
«deificación» del hombre
Mediante la oración del
corazón, mediante la gracia de la iluminación, el ser recobra su armonía
interior, su unidad. Vuelve la espalda a la dispersión, a la multiplicidad, a
la división. El espíritu y el corazón, el alma y
el cuerpo, se reconcilian. El hombre recobra su unidad original. Se
recubre con la imagen de Dios y la semejanza divina. Es «deificado». La
«deificación» (théosis, en griego), es obra, no del hombre, sino de la
gracia. «En primer lugar la gracia muestra al hombre su pecado,
lo hace surgir ante él y, colocando constantemente ante sus ojos ese terrible
pecado, lo conduce a juzgarse a sí mismo. Le revela nuestra caída, ese
espantoso, profundo y sombrío abismo de perdición donde ha caído nuestra raza
por la participación en el pecado de Adán. Luego, poco a poco, otorga una
profunda atención y el enternecimiento del corazón en el momento de la oración.
Habiendo preparado así el vaso, de una manera súbita, inesperada, inmaterial,
toca las partes separadas y éstas se reúnen. ¿Quién es el que ha tocado? Yo no
puedo explicarlo. No he visto nada, no he escuchado nada, pero me he visto
cambiado; repentinamente me he sentido transformado por el efecto de un poder
todopoderoso. El Creador ha actuado, para la restauración, del mismo modo que
actuó para la creación. Cuando sus manos tocaron mi ser, la inteligencia, el
corazón y el cuerpo se reunieron para construir una unidad total. Luego se
sumergieron en Dios y permanecieron allí durante todo el tiempo en que fueron
sostenidos por la mano invisible, inasible y todopoderosa»[17].
La
teología oriental conoció una discusión muy viva en el siglo XIV entre Gregorio
Palamas y alguien denominado Barlaam.
Este
último, imbuido de una pretendida escolástica occidental, se dedicó
directamente a cuestionar la práctica de la oración del corazón y sus
fundamentos teológicos, ridiculizando, en particular, sus métodos respiratorios
y arriesgándose, con ello, a arrojar al descrédito toda la vida monástica.
Gregorio Palamas, en su Tríadas, toma la defensa del hesicasmo y de la
tradición y, apoyado en la autoridad de los Padres, formula la doctrina de las
«energías » divinas.
¿Cómo puede Dios, que es
trascendente e inaccesible en su esencia, comunicar al hombre su gracia y, en
particular, hacerlo participar de la «deificación»? Puesto que se puede participar en Dios y puesto que la
esencia sobreesencial de Dios es absolutamente imparticipable, debe haber
alguna cosa, entre la esencia imparticipable y los participantes, que les
permita participar en Dios…[18]
Esa cierta cosa son las
«energías» divinas, comparables a los rayos del sol que traen luz y calor sin
ser el sol en su esencia, y que llamamos, sin embargo, sol. Son las energías
divinas que actúan en el corazón para recrearnos a la imagen de Dios y a su
semejanza. Por ese medio Dios se da al hombre sin dejar de ser trascendente a
él.
De
hecho, este problema de las «energías» ha suscitado, y suscita todavía,
interminables discusiones. ¿Son creadas o increadas?…
— ¿Comunica Dios su
esencia por su intermedio, o no?…
— ¿De qué naturaleza es
esta théosis o deificación?
Lo que
hay de cierto es que, el hesicasmo, la corriente espiritual y tradicional de la
oración de Jesús, fue dotada por Gregorio Palamas de una teología
extremadamente sólida y profunda. En ese momento, cuando el Imperio de oriente
estaba a punto de desaparecer, ello ciertamente la ayudó a sobrevivir y a
expandirse en las diversas Iglesias ortodoxas y, especialmente, en Rusia.
[2] 2. Citado por E. Behr-Sigel, La prière de Jesús ou le
mystére de la spiritualité monastique orthodoxe, en La douloureuse Joie,
Bellefontaine 1974, 92.
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