EL DEVACHAN
(2ra. Parte)
Cuando
el Pensador ha consumido, en su cuerpo mental, todos los frutos de su vida terrestre
debidos a la actividad de ese cuerpo, lo abandona para vivir sin trabas en su
propia residencia.
Todas las facultades
mentales que encontraban expresión en los niveles inferiores del plano mental
se retraen al interior del cuerpo causal, de
la misma manera que los gérmenes de la vida pasional se absorbieron en el
cuerpo mental cuando este abandonó él cascaron astral a su disolución en el
Kamaloka.
Todas esas energías mentales y pasionales se eclipsan un instante
en el cuerpo causal, como fuerzas latentes faltas de materias en que
manifestarse.
(El estudiante
encontrará aquí una sugestión fecunda sobre el problema de la continuidad de la
conciencia tras el cumplimiento del ciclo del universo. Ponga a Ishvara (el
Logos) en lugar del Pensador, y reemplace las facultades, fruto de la
experiencia, por las almas humanas, frutos de un universo, y entonces entreverá
que es la condición indispensable para la continuidad del estado consciente
durante el intervalo que separa dos universos)
El cuerpo mental, la
última vestidura temporal del verdadero hombre, se disgrega entonces; y sus materiales
reingresan en el Océano común de materia, de donde fueron sacados en el último
descenso del Pensador.
Así el cuerpo causal sólo subsiste como receptáculo y tesoro de
cuanto ha sido asimilado en la vida pasada.
El Pensador, cumplido uno
de los ciclos de su gran peregrinación, reposa por un momento en su región
natal. En este instante, su estado consciente depende por completo del
grado de evolución conseguido.
En las primeras fases
de su vida, el Pensador no puede sino dormir inconscientemente, al dejar los
cuerpos que le servían de vehículos en los planos inferiores.
Su vida palpita
dulcemente en él, asimilando algunos resultados, casi insignificantes, de su
existencia terrestre, que pueden entrar en sus substancias, pero no tiene
conciencia de lo que le rodea.
Ahora bien: a medida
que progresa, este período de su vida adquiere más importancia y ocupa una parte
más considerable de su existencia celeste.
Adquiere conciencia
de sí, y por consiguiente de lo que le rodea, del no-yo; y la memoria le
presenta todo el panorama de su vida a través de las edades pasadas.
Ve las causas que en la última existencia terrestre produjeron sus
efectos, y estudia las nuevas causas que ha engendrado en esta última
encarnación; absorbe y asimila en la textura de su cuerpo causal todo cuanto
hay de más noble y sublime en el capítulo de la existencia que acaba de pasar;
y por su actividad interior desarrolla y coordina los materiales que lo
componen.
Se pone también en contacto directo con
las grandes almas, estén encarnadas o no en aquel instante, y de su
comunicación con ellas recibe enseñanzas de más firme sabiduría y más grande
experiencia.
Cada
vida celeste es sucesivamente más rica y profunda.
A
medida que la potencia receptiva del Pensador se desarrolla, el saber entra en
él en poderosas oleadas y más y más aprende a comprender las operaciones de la
Ley y las condiciones del progreso evolutivo.
Torna así cada a la vida terrestre con
mayor sabiduría, con poder más efectivo, con visión más clara del fin de la
vida y con discernimiento más claro del sendero que a él conduce
Por poco evolucionado que esté el Pensador, llega
para él un momento de visión clara en el instante de su vuelta a la vida de los
mundos inferiores.
En un momento ve su pasado con las causas que contiene,
preñadas de lo porvenir, y ante sus ojos desfila el plan general de su próxima
encarnación.
Poco después las nubes de la materia inferior surgen en torno de él y su
visión se pierde en las tinieblas. Comienza el ciclo de una nueva encarnación;
se despiertan los poderes del mental inferior y sus vibraciones reúnen los
materiales de la región correspondiente para la formación del cuerpo mental,
primer paso del nuevo ciclo. (Estas indicaciones deben bastar por
ahora, pues se tratarán de un modo más especial en los capítulos consagrados a
la Reencarnación. Recordemos que todo esto es tomado del libro “La Sabiduría
Antigua”)
Hemos dejado el alma adormecida, despojada de los últimos o jirones o
restos de su cuerpo astral, presta a pasar del Kamaloka al Devachán, del
purgatorio al cielo.
La conciencia
adormecida se despierta a un sentimiento de gozo inefable, de felicidad
indecible, de paz que sobrepuja a toda comprensión.
Las melodías más
dulces resuenan en torno a ella, los matices más delicados fascinan sus ojos;
la atmósfera misma parece un conjunto de música y de color, y todo el ser se
inunda de luz y de armonía.
Luego, a través de la
bruma de oro, aparecen sonriendo con dulzura, las figuras amadas sobre la
tierra, idealizadas por la belleza que expresan sus emociones más nobles, más
sublimes, sin la menor sombra de los cuidados y de las pasiones de los mundos
inferiores.
¿Quién podrá referir la felicidad de ese sueño, la gloria de esa primera
aurora de la existencia celeste?
Vamos a estudiar ahora detalladamente las
condiciones que distinguen las siete sub-divisiones del Devachán. Recordaremos que, en las cuatro subdivisiones inferiores,
estamos en el mundo de formas, o mejor dicho, en un mundo donde todo
pensamiento toma inmediatamente forma.
Este mundo “formal” pertenece a la personalidad, y cada alma se encuentra
allí, por consiguiente, rodeada de todos los elementos de su vida pasada que
han penetrado en su inteligencia y pueden expresarse en pura sustancia mental.
La primera región, la inferior, es el
cielo de las almas menos evolucionadas, cuya más alta emoción sobre la tierra fué un amor acendrado, sincero y
a veces desinteresado hacia la familia y los amigos.
Puede haber ocurrido
también que hayan experimentado admiración amante por una persona más pura y
mejor que ellas, o que hayan deseado llevar una vida más elevada, o hayan
tenido algún anhelo de expansión mental y moral.
Sin embargo, no
disponen todavía de los materiales necesarios para modelar las facultades y su
vida va así en progresión muy lenta.
Sus afectos de
familia, alimentados un poco acrecentados, renacerán después de cierto tiempo
con una naturaleza emocional y una tendencia más acentuada a reconocer un ideal
superior y a obrar conforme al mismo.
Entretanto gozan de
toda dicha que pueden contener; su vaso es pequeño, pero está colmado de felicidad,
y su goce celeste se extiende a todo lo que pueden concebir.
La pureza de esta
existencia y su armonía obran sobre sus facultades embrionarias, que solicitan
dulcemente su atención, y comienzan a sentir los primeros estremecimientos
interiores, precursores indispensables de todo nacimiento.
El segundo grado de la vida devachánica comprende los fieles de todas las religiones, cuyo corazón durante la
vida terrestre se dirigió con amor hacia Dios, cualquiera que haya sido el
nombre o la forma de adoración.
La forma puede haber
sido menguada, pero su corazón se ha elevado por la aspiración, y allí encuentran
el objeto de su culto y de su amor.
El Ser Divino les
espera, tal como lo concibieran en la tierra, pero revestido de la radiante
gloria de las substancias del Devachán, más hermosa y divina de lo que pueden
imaginar los sueños más exaltados.
Es Ser Divino se
limita a sí mismo para ponerse al alcance de su adorador; y cualquiera que sea
la forma bajo que haya sido adorado, en ella se ofrece a las ávidas miradas del
bienaventurado, cuyo corazón esta henchido por la correspondencia del Amor
divino.
Las almas se abisman
allí en éxtasis religioso, adorando al Único bajo las formas que su piedad prefirió
en la tierra, en medio de su devoto entusiasmo en comunión con el Ser adorado.
En la morada celeste
ningún creyente está desamparado, porque el Ser Divino es siempre visible bajo
la forma familiar a cada uno.
Al resplandor de esa
comunión, las almas crecen en pureza y en devoción, y cuando vuelven a la
tierra estas cualidades se encuentran sumamente desarrolladas.
No cabe imaginar, sin
embargo, que toda su existencia celeste se deslice en éxtasis devoto, pues
tienen también muchas ocasiones de edificar y fortalecer las demás cualidades
de corazón y de la inteligencia.
En la tercera región encontramos a los seres
sinceros y nobles que consagraron sus servicios a la
humanidad sobre la tierra y fundieron de un modo generoso su amor a Dios en
forma de trabajo para el hombre.
Recogen allí el fruto
de sus buenas obras y desarrollan al mismo tiempo su disposición para servir y
la sabiduría que utilizarán después.
Los proyectos de
amplia beneficencia se suceden ante el pensamiento del filántropo.
Como un arquitecto,
traza los planos del futuro edificio que construirá al regresar a la tierra, y
madura los designios que ejecutará en su día.
Como un Dios creador,
concibe de antemano un mundo de bondad, que se manifestará en la grosera materia
física cuando llegue oportunidad de tiempo.
Estos serán los grandes
filántropos de la tierra en los siglos venideros y encarnarán con dones innatos
de amor desinteresado y realizadora fuerza.
El cuarto cielo es seguramente el que entre todos ofrece más variado
carácter, porque en él se despliegan los poderes de las almas más avanzadas, en
cuanto pueden expresarse en el mundo de las formas.
Se encuentran allí
los primates del arte y de las letras, ejerciendo todos sus poderes de forma
color y armonía, creando facultades mayores, con las que al renacer volverán a
la tierra.
Los más potentes
genios musicales de la tierra, que sobre ellas derramaron torrentes de armonía
superior a toda descripción, así como el genio de Beethoven ya sin sordera,
hacen este cielo más armonioso, arrancando a las esferas más altas inefables
melodías que resuenan vibrantes por todos los ámbitos celestes.
Encuéntranse también
allí los maestros de la pintura y de la escultura, aprendiendo colores nuevos y
líneas de no soñada armonía.
Hay también otros,
fracasados a pesar suyo en sus grandes aspiraciones, que se ocupan en
transformar sus deseos en poderes y sus sueños en facultades y serán maestros
en otra vida.
Igualmente se
encuentran allí los verdaderos sabios e indagadores de la naturaleza,
aprendiendo los secretos de las cosas.
Ante sus ojos se
deslizan los sistemas del mundo, mostrando su mecanismo oculto con la trama delicadísima
y compleja de las leyes que regulan sus transformaciones.
Y éstos volverán a la
tierra con intuiciones ciertas de las vías misteriosas de la naturaleza y serán
los autores de los grandes “descubrimientos” del porvenir.
En este cuarto cielo
se encuentran también los estudiantes de una sabiduría más profunda, los
celosos y respetuosos neófitos que han buscado a los Instructores de la raza,
los que han querido ardientemente encontrar un Maestro y han meditado con
paciencia las enseñanzas de cualquiera de los grandes maestros espirituales de
la humanidad.
Allí realizan sus
aspiraciones y reciben la instrucción que creyeron buscar inutilmente; sus
almas beben con avidez la sabiduría celestial, y sentados a los pies del
Maestro crecen y progresan a grandes pasos.
Estos renacen sobre
la tierra para instruir e iluminar y volverán al mundo con el sello de función
sublime de instructores de la humanidad.
Muchos estudiantes que ignoran estas
operaciones sutilísimas, se preparan un lugar en el cuarto cielo, mientras en
el mundo terrestre meditan con verdadera devoción las páginas de cualquier
maestro genial, las enseñanzas de cualquier alma elevada.
Forman así, sin
saberlo, un lazo entre ellas y el maestro que aman y veneran; y en el mundo
celeste se manifestará este lazo del alma, atrayendo a una mutua comunión a las
almas que une entre sí.
Semejantes al sol que
adentra simultáneamente sus rayos en gran número de habitaciones, estando iluminada
cada una según su total capacidad para recibirlo, esas grandes almas del mundo
celeste bañan con sus rayos centenares de imágenes mentales de ellas, creadas
por sus fieles discípulos.
Estas imágenes están
llenas de vida y animadas de la esencia misma del ser que representan, de
suerte que cada estudiante tiene su maestro por instructor, sin poder
monopolizarlo, sin embargo, en perjuicio de los demás.
El hombre reside, pues, en los cielos
“formales”, durante un período determinado por la abundancia de materiales
recogidos sobre la tierra.
Todo lo bueno que ha
podido cosechar en la última vida personal encuentra allí su completo
desarrollo, su realización total, hasta en los pormenores.
Después, según hemos visto, cuando todo está
extinguido, apurada ya la última gota del cáliz de la dicha y consumida la
última migaja del festín celeste, todo cuanto se ha transformado en facultad,
todo lo de valor permanente, queda absorbido en el interior del
cuerpo causal, (el quito cielo, es la primera parte del cuerpo causal) y el Pensador se despoja de los últimos
restos del cuerpo mental, por medio del que ha manifestado sus energías en las
regiones inferiores del mundo celeste.
Despojado del cuerpo mental, continúa en su propio mundo a fin de
elaborar cuantos elementos de la cosecha asimilada puedan encontrar en esta
región elevada materiales propios para su expresión.
El gran número de
almas vulgares, no hacen, por decirlo así, más que tocar un instante el nivel
inferior del mundo “sin forma”.
Allí se refugian
momentáneamente, puesto que todos sus vehículos inferiores se han dispersado;
pero se hallan en tan embrionario estado que todavía no son capaces de poseer
ningún poder activo para funcionar independientemente en esta región.
Esas almas quedan inconscientes desde que se disgrega el cuerpo mental.
Tan sólo por un
instante puede reaccionar su conciencia; el recuerdo ilumina su pasado, como un
relámpago, y así ven las causas más salientes.
Un relámpago de
previsión igualmente breve, ilumina su porvenir y ven los efectos que han de
realizarse en la próxima existencia.
Tal es la única experiencia del mundo “sin forma” concedida a la mayoría,
porque allí, como en todas partes, la cosecha es proporcional a la siembra, y
si no se sembró nada, ¿cómo esperar
cosecha?
Ahora bien: muchas
almas sembraron durante su vida terrestre, con pensamientos profundos y noble
conducta, mucho grano cuya recolección pertenece a esta quinta región celeste;
así, es grande ahora su recompensa por haberse emancipado de la servidumbre de
la carne y de las pasiones, y comienzan a sentir la vida real del hombre, la
existencia sublime del alma misma, despojada de las vestiduras que pertenecen a
los mundos inferiores.
Aprenden, además, las verdades por visión directa, y ven las causas fundamentales
de la que son efecto los objetos concretos.
Estudian las unidades subyacentes, cuya presencia está disfrazada en los mundos
inferiores por la engañadora variedad de pormenores aparentes.
Obtienen así un profundo conocimiento de la Ley y aprenden a conocer sus
operaciones inmutables bajo los fenómenos al parecer más dispares.
He aquí cómo se
graban en el cuerpo indestructible las convicciones firmes e inquebrantables
que en la vida terrestre se revelarán como certezas profundas e intuitivas del
alma por encima y más allá de todo razonamiento.
Aquí todavía estudia
el hombre su pasado, separando cuidadosamente el complejísimo haz de las causas
que ha engendrado.
Nota sus mutuas
reacciones, las fuerzas resultantes que de ellas proceden, y ve en parte cuáles
serán sus efectos en las existencias que le reserva el porvenir.
En el sexto cielo encontramos las almas más avanzadas, que durante su vida terrestre sólo
experimentaron débil apego a las cosas temporales y cuyas energías estuvieron
consagradas por completo a la vida superior, intelectual y moral.
Para ellas el pasado
no tiene velos, su recuerdo es perfecto y sin discontinuidad alguna; se
preparan para la próxima vida la actividad de las energías destinadas a
neutralizar un gran número de fuerzas contentivas y a reanimar y fortalecer a
los que trabajan por el bien.
Tan clara memoria les
permite adoptar determinaciones precisas y enérgicas sobre lo que ha de hacerse
y lo que ha de omitirse; y pueden fijar sus decisiones en los vehículos
inferiores, en la existencia que se prepara, imposibilitando algunos males
incompatibles con esa naturaleza íntima que el ser siente en sí, haciendo, por
lo contrario, inevitables algunas costumbres que responden a las exigencias
irresistibles de una voz interior que no tolera contradicción alguna.
Tales almas vienen al
mundo con las más nobles y elevadas cualidades que hacen imposible una existencia
vulgar y señalan al niño desde la cuna como uno de los campeones de la raza.
El hombre que llega a
este sexto cielo ve desfilar ante sí los inmensos tesoros de la Inteligencia Divina
en su actividad creadora, y puede estudiar los arquetipos de todas las formas
que están en vías de evolución gradual en los mundos inferiores.
Puede bañarse en el
insondable océano de la Sabiduría Divina y resolver los problemas que se
refieren a la ejecución progresiva de esos arquetipos, comprendiendo, en fin,
aquel bien parcial que parece ser un mal a los ojos de los envenenados por la
carne.
En este horizonte
agigantado, los fenómenos toman su justo valor relativo, y hombre ve allí la
justificación de los “caminos del Señor”, que dejan de ser para él “insondables”
en cuanto se refieren a la evolución de nuestros mundos inferiores.
Los problemas que se
propuso inútilmente en la tierra y cuyas soluciones escaparon siempre de su ávida
inteligencia, los resuelve por su intuición que rasga los velos fenoménicos y
descubre los ocultos eslabones de la no interrumpida cadena de las causas.
Aquí también el alma
goza de la presencia inmediata y de la plena comunión de las grandes almas que
han cumplido su evolución en nuestra humanidad.
Libertada de las trabas que pone “el pasado” terreno, gusta “el eterno
presente” de una vida inmortal y continua.
Aquellos a quienes en la tierra llamamos “muertos
ilustres” son arriba vivientes gloriosos, y el alma, embriagada con su
presencia, vibra al contacto de su potente armonía haciéndose cada vez más
semejante a ellos.
Más sublime, más admirable brilla todavía el
séptimo cielo, patria intelectual de los Maestros y de los Iniciados.
Alma alguna puede residir en él si no ha franqueado en la tierra la
estrecha puerta de la Iniciación, la puerta “que conduce a la vida eterna” (El iniciado sale del camino ordinario
de la evolución y va hacia la perfección humana por un sendero más corto y
escarpado)
Este mundo es la
fuente de los más poderosos impulsos intelectuales y morales que se extienden
sobre la tierra, y de él se derraman, en reparadoras corrientes, y las más
sutiles energías.
La vida intelectual del mundo tiene su
raíz en él, y de él recibe el genio sus más puras inspiraciones.
Para las almas que
allí tienen su morada, poco importa que estén o no sujetas a los vehículos
inferiores.
Su conciencia sublime
no se interrumpe jamás ni su comunión con los que le rodean.
Cuando “encarnan”
pueden comunicar esta conciencia a sus vehículos inferiores en proporción mayor
o menor, según lo juzguen oportuno.
Sus determinaciones están guiadas cada
vez más por la voluntad de los grandes Seres, identificados con la del Logos, con la Voluntad que converge sin cesar al mayor
bien de los mundos, porque allí, los últimos vestigios de la separatividad (Ahamkara,
el principio que da nacimiento al Yo, principio necesario a la evolución de la
conciencia, pero que debe eliminarse concluida su obra.),
están en vísperas de eliminarse en todos los que no han alcanzado la liberación
final, es decir, que todavía no son Maestros;
y a medida que esos vestigios desaparecen, la voluntad humana se armoniza cada
vez más con la voluntad que rige el universo.
He aquí un bosquejo de las siete zonas celestes, a
una de las cuales pasa el hombre a su hora, tras el “cambio que llamamos
muerte”.
Porque la muerte es tan solo un cambio
que liberta parcialmente al alma librándola de sus más pesadas cadenas.
Es el nacimiento a una vida más larga, el regreso
del alma a su verdadera patria tras breve destierro en la tierra; el paso de la
prisión de aquí abajo a la atmósfera libre de arriba.
La muerte es la más grande ilusión terrestre.
No existe la muerte: sólo cambian las condiciones de
vida, porque la vida es continua, sin interrupción ni posibilidad de solución
de continuidad.
“El espíritu es nonato, eterno,
inmemorial, constante”; no perece al morir los cuerpos de que se ha revestido.
Creer en la muerte del espíritu cuando
el cuerpo cae en el polvo, sería como creer que los cielos se hunden cuando se
rompe un ánfora (comparación empleada en el Bhagavad Purana.).
(Tomado
del libro: La Sabiduría Antigua)
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