viernes, 14 de noviembre de 2014

LA REENCARNACIÓN (Parte 3)

LA REENCARNACIÓN

(Parte 3)

Continuemos estudiando la primera etapa de la evolución de la concienciaLa sensación era dueña absoluta de la mente; los primeros esfuerzos mentales estaban estimulados por el deseo.

Y así lentamente llevado, hizo el hombre sus primeros y toscos ensayos de previsión y de planes para lo futuro. 
Empezó a reconocer la asociación de ciertas imágenes mentales, y a la aparición de una espera la de otra, que invariablemente le había seguido en su paso. 
Comenzó, pues, a hacer deducciones y aun a determinarse a obrar bajo la fe de estas deducciones: gran adelanto fue éste. 
También comenzó a dudar, en ocasiones, si seguiría las vehementes sugestiones del deseo, visto que una y otra vez se asociaban en su pensamiento las satisfacciones por aquél exigidas, con sufrimientos sucesivos.  Este efecto fue vivificado por la imposición verbal de ciertas leyes: fuere prohibido darse determinadas satisfacciones, advirtiéndosele que el sufrimiento seguiría a la desobediencia.  Así, pues, cuando después de alcanzado el objeto que provocara su deleite, experimentaba el dolor que al placer seguía, el cumplimiento de la prevención que se le había hecho impresionaba su alma mucho más que lo hubiera verificado el mismo suceso no predicho e inesperado, y por lo tanto para él fortuito. 
De este modo surgían continuos conflictos entre la memoria y el deseo, que hacían más activa la mente, impulsándola a funcionar con más viveza.  Estos conflictos determinaban, en realidad, la transición a la segunda gran etapa del progreso.  Entonces empezó a manifestarse el germen de la voluntad. 
El deseo y la voluntad guían las acciones de los hombres, y aun se ha definido la voluntad como el deseo de que triunfen en la lucha de deseos.  Más éste es un concepto superficial e imperfecto, que nada explica.  El deseo es la energía del Pensador, provocada por el incentivo de los objetos externos, mientras que la voluntad es la mima energía determinada por las deducciones que la razón saca de las experiencias pasadas, o por la intuición directa del Pensador.  En otros términos: el deseo actúa de fuera d dentro, la voluntad de dentro a fuera.

Al principio de la evolución humana, el deseo es dueño absoluto del hombre y le acosa por todas partes; en el punto medio de la evolución, el deseo y la voluntad chocan de continuo en alternadas victorias; al terminar la evolución, el deseo ha muerto, y la voluntad domina sin oposición ni rivalidades.

Mientras el Pensador no está lo bastante desarrollado para ver directamente, guía a la voluntad por medio de la razón; mas como ésta sólo puede deducir sus conclusiones del acopio de imágenes mentales que constituyen su experiencia, y como quiera que este acopio sea limitado, la voluntad ordena constantemente acciones erróneas.  Los sufrimientos que de estos errores proceden, aumentan el caudal de las imágenes mentales, suministrando así a la razón mayor copia de materiales de donde sacar sus conclusiones.  Así se realiza el progreso; así se origina la sabiduría.  

Más de tal manera el deseo se mezcla frecuentemente con la voluntad, que lo que aparece determinado desde dentro, lo sugieren en realidad anhelos de la naturaleza inferior, excitada por objetos que le brindan satisfacciones.  En vez de un conflicto declarado entre las dos, la inferior se introduce de modo sutil en la corriente de la más elevada y desvía su curso.  Si los deseos de la personalidad quedan derrotados en campo abierto, conspiran arteramente contra su vencedor, y a menudo consiguen por astucia lo que no pueden por fuerza.  Durante esta segunda etapa, en que las facultades de la mente inferior se hallan en proceso de evolución, la lucha es condición normal: es la batalla que se libra entre el predominio de las sensaciones y el predominio de la razón.

El problema consiste en resolver el conflicto conservando la voluntad libre; determinar la voluntad a lo mejor, siendo lo mejor objeto de elección.  Debe escogerse lo mejor, pero por un acto de volición autonómica, que dimane rectamente de una necesidad ordenada de antemano.  La certeza de una ley impulsiva ha de obtenerse de voluntades innumerables, cada una de las cuales sea libre de determinar su propio curso.  La solución de este problema es sencilla una vez conocido, por más que la contradicción parezca irreductible a primera vista. 

Que el hombre sea libre de determinar sus propios actos, pero que cada uno de éstos produzca un resultado inevitable; que el hombre discurra libremente entre todos los objetos del deseo y escoja el que quiera, pero que sufra las consecuencias de su elección, agradables o penosas, y al cabo rechazará espontáneamente los objetos cuya posesión trae aparejado el dolor, no apeteciéndolos ciertamente desde el punto y hora en que haya adquirido la completa experiencia de que su posesión acaba en quebranto.  Luchando por lograr el placer y evitar la pena, procurará que no le aplasten las tablas de la ley; y la lección se repetirá el número de veces que sea necesario, a cuyo fin proporcionarán las reencarnaciones tantas vidas como requiera el más perezoso discípulo. 

Poco a poco desaparecerá el deseo de los objetos que producen al cabo sufrimiento, y aunque la cosa se presente envuelta en todo su tentador espejismo, la rechazará no por impulsión externa, sino por libre elección.  Ha dejado ya de ser apetecible; ha perdido su poder.

Así sucederá con cada cosa después de otra.  La elección de los objetos marcha más y más en armonía con la ley, conforme el tiempo avanza.  “Muchos son los senderos del error; el de la verdad es uno”recorridos los primeros y visto que todos terminan en sufrimiento, no cabe perplejidad en escoger el camino de la verdad, trazado por el conocimiento. 

Los reinos inferiores trabajan armoniosamente a impulsos de la ley; el reino humano es un caos de voluntades en pugna, en rebelión y en lucha contra la ley; pero llega el momento en que se desenvuelve dentro de él una unidad más noble, una elección armoniosa de voluntaria obediencia, que, por estar fundada en el conocimiento y en el recuerdo de los resultados de la desobediencia, es estable, sin que haya tentación capaz de quebrantarla.  El hombre ignorante y falto de lecciones está siempre en peligro de caer; más, conocido el bien y el mal por propia experiencia, al escoger el bien está eternamente por encima de toda posibilidad de cambio.

En la esfera de la moral se denomina generalmente conciencia a la voluntad, y está sujeta a las mismas dificultades que en los demás campos de su actividad.  Mientras las acciones recaen sobre asuntos muchas veces repetidos, y cuyas consecuencias son tan familiares a la razón como al Pensador mismo, la conciencia se expresa con prontitud y firmeza.  Pero cuando se presentan problemas nuevos, sobre cuya solución guarda silencio la experiencia, no puede la conciencia expresarse  con certeza; su respuesta será vacilante, porque solo podrá deducir consecuencias dudosas, y el Pensador es incapaz de expresarse, porque su experiencia nunca se aplicó a las circunstancias que por primera vez se le ofrecen.  

De aquí que la conciencia resuelva a menudo erróneamente; esto es, que la voluntad, falta de dirección segura, ya por parte de la razón, ya de la intuición, guíe las acciones por mal camino.  Y no podemos omitir las influencias externas que afectan a la mente: formas de pensamientos de los demás, ya sean amigos, individuos de la familia o conciudadanos.  Todos estos rodean y compenetran la mente con su propia atmósfera, falseando el aspecto de todas las cosas, desfigurando sus verdaderas proporciones.  Así influida la razón, se ve privada con frecuencia del reposo necesario para juzgar ni aun conforme a los dados de su experiencia propia, y acaba por deducir conclusiones falsas, engañada por el instrumento falaz de que se ha servido para el estudio de asunto.

La evolución de las facultades morales está estimulada por las afecciones, aun animales y egoístas, de la infancia del Pensador.  Las leyes de la moral están establecidas por la razón iluminada, que las discierne en cuya conformidad la Naturaleza se mueve, e induce al hombre a proceder en armonía con la voluntad divina.  Pero cuando no interviene fuerza alguna exterior, el impulso a la obediencia de estas leyes radica en el amor en esa deidad oculta en el hombre, que procura difundirse y entregarse a los demás.  La moralidad comienza para el Pensador niño, cuando por primera vez se siente movido por el amor hacia la esposa, el hijo o el amigo, cuando se siente inclinado a hacer algo en provecho del ser querido, sin idea alguna de provecho personal.  Esta es su primera victoria sobre la Naturaleza inferior, en cuya completa sumisión consiste la perfección moral.  De aquí la importancia de no destruir las afecciones ni empeñarse jamás en debilitarlas, según practican muchas bajas especies de ocultismo.  Por groseros e impuros que sean los efectos, ofrecen siempre posibilidades de evolución moral, la cual se impiden a sí mismos los fríos de corazón y los que se aíslan dentro de sí propios.  Es más fácil tarea purificar el amor que crearlo.  Por esto dijo el gran Maestro, que más cerca están del reino de los cielos los pecadores que los fariseos y los escribas.

La tercera gran etapa de la conciencia comprende el desarrollo de los más elevados poderes intelectuales.  Ya no sólo se alimenta el pensamiento de las imágenes mentales suministradas por las sensaciones, ya no especula únicamente sobre los objetos concretos ni se limita a los atributos que diferencian unos de otros, sino que habiendo aprendido a distinguirlos con claridad por la apreciación de sus desemejanzas, comienza a agruparlos por razón de algún atributo especial que es común a objetos diversos y constituye su lazo de unión.  Así deduce este común atributo y lo extrae, colocando todos los objetos que lo poseen aparte de los que carecen de él, y de este modo desarrolla la facultad de reconocer la identidad en la diversidad: primer paso hacia el reconocimiento futuro de lo Uno como fundamento de lo múltiple. 

Así va clasificando el Pensador cuanto le rodea, desarrollando, en consecuencia, la facultad de sintetizar, aprendiendo a construir al mismo tiempo que a analizar.  Da entonces un paso más, y concibe la propiedad común como idea separada de todos los objetos en que aparece; formando así imágenes mentales de especie superior a las de los objetos concretos: imágenes de ideas que no tienen existencia fenomenal en el mundo de las formas, sino que existen en los niveles más elevados de plano mental y ofrecen materia en que el mismo Pensador ejerce su actividad. La mente inferior almacena la idea abstracta mediante la razón, y al hacerlo, tiende raudo el vuelo hasta tocar los límites del mundo sin forma, desde donde confusamente vislumbra lo que hay más allá.  

El Pensador considera estas ideas y vive habitualmente en medio de ellas; y ejercitado y desarrollado ya el poder de razonar sobre lo abstracto, el Pensador comienza a encontrarse realmente en su propio mundo, comienza la vida de activo funcionamiento en su propia esfera. 

Los hombres que esto alcanzan, se cuidan poco de los sentidos, de la observación externa, de la aplicación del pensamiento a las imágenes de los objetos exteriores; sus poderes se dirigen hacia dentro, sin buscar fuera sus satisfacciones.  Reposan tranquilos en sí mismos, creciendo en el estudio de los problemas filosóficos, en la inspección más profunda del pensamiento y de la vida, antes procurando desentrañar las causas que desvariar en la acumulación de efectos, y acercándose día tras día al reconocimiento de Uno, que se oculta tras las infinitas variedades de la Naturaleza visible.

En la cuarta etapa de la conciencia se ve el Uno; y al franquear las barreras levantadas por el intelecto, la conciencia abarca el mundo y ve todas las cosas en sí misma y como partes de sí misma, se ve a sí misma como un rayo del Logos, y por lo tanto, como una con El
¿Qué es el Pensador entonces?
Ha llegado a ser Conciencia; y en tanto que el alma espiritual puede usar a voluntad cualquiera de sus vehículos, no está aquél forzado a usarlos ni siquiera los necesita para su plena y consciente vida.  Ya han concluido las reencarnaciones forzosas; el hombre ha vencido a la muerte: ha alcanzado la inmortalidad.  Desde entonces es “una columna del templo de Dios, de donde no saldrá jamás”.

Para completar esta parte de nuestro estudio, se requiere comprender la vivificación sucesiva de los diferentes vehículos de la conciencia, y su ingreso, uno después de otro, en la esfera de la vida activa, como instrumentos armoniosos del alma humana.

Hemos visto que el Pensador, desde los comienzos de su vida separada, ha tenido vestiduras de materia mental, astral etérea y física densa. Por estos medios, su vida trasciende al exterior como puente de la conciencia, a lo largo del cual todos los impulsos del Pensador llegan hasta el cuerpo físico denso, y todas las impresiones del mundo externo le alcanzan a él.  Pero este uno general de los cuerpos sucesivos, como partes de un todo encadenado es cosa muy diferente de la vivificación de cada uno de ellos para servir alternativamente de vehículo a la conciencia, con independencia de los inferiores.  Esta vivificación de los vehículos es lo que vamos a considerar.

El que primero debe reducirse a orden armonioso de actividad, es el vehículo inferior; el cuerpo físico denso.  Es preciso afinar el cerebro y el sistema nervioso, y hacerlos delicadamente sensibles a todas las impresiones que caen dentro de la escala de su poder vibratorio.  En los albores de la especie humana, cuando este cuerpo físico se componía de la más grosera clase de materia, la gama era muy limitada: el órgano físico de la mente sólo podía responder a las más lentas vibraciones.  Como era natural, respondía con mucha mayor prontitud a las impresiones del mundo externo causadas por objetos semejantes a él por su materia.

Su vivificación como vehículo de la conciencia, consiste en que se le haga sensible a las vibraciones que parten del interior; y la rapidez de esta vivificación depende de que la naturaleza inferior ayude en su obra a la más elevada, de que se someta lealmente a servir a su misterioso director.  Cuando después de muchas y muchas vidas, la naturaleza inferior comienza a vislumbrar que existe sólo por el alma, que todo ese valor consiste en la ayuda que pueda proporcionarle y que sólo puede conquistar la inmortalidad fundiéndose en ella, proseguirá su evolución a pasos de gigante.  

Antes de esto la evolución ha sido inconsciente; al principio el único objeto de la vida era la satisfacción de la naturaleza inferior, y mientras esto fue preliminar necesario para despertar las energías del Pensador, nada propendió directamente a convertir el cuerpo en vehículo de conciencia. 
Su acción directa sobre ésta comienza cuando la vida del hombre establece su centro en el cuerpo mental, cuando el pensamiento comienza a dominar la sensación.  Los poderes mentales en ejercicio actúan sobre el cerebro y el sistema nervioso, por cuya virtud se expele gradualmente la materia más grosera de que se compone este organismo, para dar sitio a materiales más finos que sean capaces de vibrar al unísono con las vibraciones del pensamiento que tratan de influirlo. 
El cerebro llega a ser así de constitución más delicada, aumentando, en circunvoluciones más y más complicadas la superficie total que ha de responder a las vibraciones mentales.  El sistema nervioso, a su vez, adquiere más sutil equilibrio, se hace más vivo y sensible a las influencias de la actividad mental, y cuando llega la hora del reconocimiento de sus funciones como instrumento del alma, de que antes se ha hablado, coopera activamente al  desempeño de estas funciones.

Entonces comienza la personalidad a someterse deliberadamente a disciplinar  y a posponer sus pasajeras satisfacciones a los intereses permanentes de la individualidad inmortal.  Emplea en el desarrollo de las facultades mentales el tiempo que podía malgastar en la consecución de groseros placeres; todos los días destina algunas horas a estudios serios; el cerebro se entrega gustoso a las impresiones que proceden del interior, en vez de las que recibe del exterior; se siente arrastrado a responder a un orden consecutivo de pensamientos, y aprende a refrenarse en la libre emisión de sus propias imágenes, inútiles e inconexas, fruto de pasadas impresiones aprende a permanecer en reposo cuando no es requerido por su maestro, para corresponder a vibraciones, no para iniciarlas.  Con el tiempo empezará a discernir los alimentos que mejor pueden suministrar al cerebro la substancia y proscribirá el uno de los más groseros, tales como la carne, la sangre, y el alcohol, formándose un cuerpo puro con alimentos puros.  Y así, poco a poco, las vibraciones de orden inferior dejarán de encontrar materia dispuesta a responder a su acción, y en consecuencia, llegará a ser el cuerpo físico un vehículo idóneo de la conciencia, reflector delicado de las impresiones  del pensamiento, sutilmente sensible a las vibraciones producidas por el Pensador.

El doble etéreo se conforma tan estrictamente a la constitución del cuerpo denso, que no precisa estudiar por separado su purificación y vivificación.  Normalmente no sirve de vehículo separado de la conciencia, sino que actúa simultáneamente con su compañero más denso, y cuando se halla apartado de él por accidente o por muerte, responde muy débilmente a las vibraciones que parten del interior.  Sus funciones son, en realidad, de vehículo de Prana, de la fuerza vital individualizada, y su desencajamiento del cuerpo denso, al cual lleva las corrientes de vida, es, por tanto, perturbador y dañino.

El segundo vehículo de conciencia que debe vivificarse es el cuerpo astral.  Cuando durante el sueño abandona al cuerpo físico y flota en el mundo astral, alcanzada ya su completa organización, la conciencia que hasta entonces ha actuado dentro de él, comienza, no sólo a recibir por su medio las impresiones de los objetos astrales que constituyen la llamada conciencia del sueño, sino también a percibir, mediante sus sentidos, objetos de aquel plano: esto es, comienza a relacionar las impresiones que recibe con los objetos que las producen.  Estas percepciones son confusas al principio, como en las primeras percepciones que la mente recibe cuando le sirve de instrumento el cuerpo físico de un niño, las cuales deben corregirse en uno y otro caso por la experiencia. 

El Pensador tiene que descubrir paso a paso las nuevas facultades de que puede hacer uso mediante este vehículo más sutil, con el cual será capaz de dominar los elementos astrales y defenderse de los peligros de aquel plano.  Y no queda abandonado a sus propias fuerzas en este nuevo mundo, sino que seres experimentados en las vicisitudes de la vida astral le instruyen, ayudan y aun protegen hasta que es capaz de valerse por sí mismo.  Y así de un modo gradual, llega a adquirir completo predominio sobre el nuevo vehículo de la conciencia, hasta el punto de serle tan familiar la vida en este plano como en el físico.

El tercer vehículo de conciencia, el cuerpo mental, es rarísima vez vivificado para actuar independientemente, sin la instrucción directa de un maestro, y su funcionamiento pertenece entonces a la vida del discípulo, en el estado actual de la evolución humana.  Según ya hemos visto, se recombina para funcionar separadamente en el plano mental, y esto requiere también experiencia y educación a fin de que se halle por completo bajo el dominio de su dueño. 

Es un hecho común a estos tres vehículos de conciencia, pero que en los sutiles induce más fácilmente a error que en el denso, que estos vehículos están sujetos a evolución, y que a medida que progresan, aumenta su capacidad para recibir y responder a las vibraciones.  ¿Cuántos tonos no percibe el oído amaestrado, que le pasan inadvertidos al que no lo está, el cual oye sólo la nota fundamental?  A medida que se aguzan los sentidos físicos, el mundo aparece más y más lleno; y en donde el campesino sólo ve el surco y el arado, la mente cultivada se fija en la flor del arbusto y del álamo temblón, en al arrebatadora melodía de la alondra y en el zumbido de alas diminutas en el vecino bosque; en los conejos que corren a través de los entrelazados helechos, y en las ardillas que juguetean en las ramas de las hayas;  en los graciosos movimientos de las cosas silvestres; en los fragantes aromas del campo y de la selva; en los espléndidos  cambiantes del cielo matizado de nubes y en las luces y sombras fugaces de las colinas.  Tanto el campesino como el hombre culto tienen ojos, ambos tienen cerebro; pero ¡cuán diferentes sus poderes de observación, cuán distintas sus facultades para recibir impresiones!  Lo mismo sucede en otros mundos.  Cuando los cuerpos astral y mental principian a funcionar como vehículos separados de conciencia, se encuentran, por decirlo así, en el grado de percepción del campesino, y sólo llegan a su conciencia fragmentos del mundo astral y mental con extraños y engañadores fenómenos; pero rápidamente se desarrollan abarcando mayor radio y aportando a la conciencia un reflejo cada vez más exacto de lo que les rodea. 

Aquí, como en otras partes, debemos tener presente que nuestro conocimiento no es el límite de los poderes de la Naturaleza, y que en el mundo astral y mental, lo mismo que en el físico, somos aún niños que nos ocupamos en recoger conchas arrojadas por las olas, mientras quedan inexplorados los tesoros ocultos del Océano.

El desarrollo del cuerpo causal como vehículo de conciencia, sigue en tiempo oportuno el desarrollo del cuerpo mental, y presenta al hombre un estado de conciencia aun más maravilloso; retrocede hacia el pasado sin límites, y avanza hasta penetrar las eventualidades del porvenir.  Entonces el Pensador no sólo adquiere la memoria de su pasado, pudiendo rastrear el propio desarrollo a través de la larga sucesión de vidas encarnadas y desencarnadas, sino que también es capaz de recorrer su pasado en la tierra, y aprender las grandes lecciones de la experiencia del mundo, estudiando las leyes ocultas que rigen la evolución y los profundos secretos de la ida, escondidos en el seno de la Naturaleza.  En este elevado vehículo de conciencia, puede acercarse a la velada Isis, levantar una punta del tupido velo y fijarse en sus ojos sin peligro de cegar ante sus miradas resplandecientes; y puede también ver en la luz que irradia, las causas del sufrimiento humano y su término, sintiendo piedad en el corazón, más ya no las torturas del dolor sin consuelo.  La fuerza, la serenidad y la sabiduría descienden sobre aquellos que usan el cuerpo causal como vehículo de conciencia, y contemplan con ojos abiertos la gloria de la Buena Ley.

Cuando se desarrolla el cuerpo búdico como vehículo de conciencia, el hombre entra en la dicha de la unión y conoce con certidumbre completa, con realidad vívida, su unidad con todo lo que es.  Así como en el cuerpo causal, el elemento predominante de la conciencia es el conocimiento y por último la sabiduría, así la felicidad y el amor son los elementos predominantes de la conciencia en el cuerpo búdico.  La serenidad de la sabiduría determina principalmente al primero, al paso que la compasión más tierna fluye de modo inextinguible del segundo; cuando a esto se añade la fuerza divina y reposada que caracteriza el funcionamiento de Atma, entonces la Humanidad se corona con la divinidad, y el Dios-hombre se manifiesta en plenitud de poder, sabiduría y amor.


(Tomado del libro: La Sabiduría Antigua)


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