LA REENCARNACIÓN
(Parte
3)
Continuemos estudiando la primera
etapa de la evolución de la conciencia. La
sensación era dueña absoluta de la mente; los primeros esfuerzos mentales
estaban estimulados por el deseo.
Y así lentamente llevado, hizo el
hombre sus primeros y toscos ensayos de previsión y de planes para lo
futuro.
Empezó a reconocer la asociación de ciertas
imágenes mentales, y a la aparición de una espera la de otra, que invariablemente le
había seguido en su paso.
Comenzó, pues, a hacer deducciones y aun a
determinarse a obrar bajo la fe de estas deducciones: gran adelanto fue
éste.
También comenzó a dudar, en ocasiones, si
seguiría las vehementes sugestiones del deseo, visto que una y otra vez se
asociaban en su pensamiento las satisfacciones por aquél exigidas, con
sufrimientos sucesivos. Este efecto fue
vivificado por la imposición verbal de ciertas leyes: fuere prohibido darse determinadas
satisfacciones, advirtiéndosele que el sufrimiento seguiría a la desobediencia. Así, pues, cuando después de alcanzado el
objeto que provocara su deleite, experimentaba el dolor que al placer seguía,
el cumplimiento de la prevención que se le había hecho impresionaba su alma
mucho más que lo hubiera verificado el mismo suceso no predicho e inesperado, y
por lo tanto para él fortuito.
De este modo surgían continuos
conflictos entre la memoria y el deseo, que hacían más activa la mente,
impulsándola a funcionar con más viveza.
Estos conflictos determinaban, en realidad, la transición a la segunda gran
etapa del progreso. Entonces empezó a
manifestarse el germen de la voluntad.
El deseo y la voluntad guían las acciones de los
hombres, y aun se ha definido la voluntad como el deseo de que triunfen en la
lucha de deseos. Más éste es un
concepto superficial e imperfecto, que nada explica. El deseo es la energía del Pensador, provocada por el incentivo de los
objetos externos, mientras que la voluntad es la mima energía determinada por
las deducciones que la razón saca de las experiencias pasadas, o por la
intuición directa del Pensador. En otros términos:
el deseo actúa de fuera d dentro, la voluntad de dentro a fuera.
Al principio de la evolución humana,
el deseo es dueño absoluto del hombre y le acosa por todas partes; en el punto
medio de la evolución, el deseo y la voluntad chocan de continuo en alternadas
victorias; al terminar la evolución, el deseo ha muerto, y la voluntad domina
sin oposición ni rivalidades.
Mientras el Pensador no está lo
bastante desarrollado para ver directamente, guía a la voluntad por medio de la
razón; mas como ésta sólo puede deducir sus conclusiones
del acopio de imágenes mentales que constituyen su experiencia, y como quiera
que este acopio sea limitado, la voluntad ordena constantemente acciones
erróneas. Los
sufrimientos que de estos errores proceden, aumentan el caudal de las imágenes
mentales, suministrando así a la razón mayor copia de materiales de donde sacar
sus conclusiones. Así
se realiza el progreso; así se origina la sabiduría.
Más de tal manera el deseo se mezcla
frecuentemente con la voluntad, que lo que aparece determinado desde dentro, lo
sugieren en realidad anhelos de la naturaleza inferior, excitada por objetos
que le brindan satisfacciones. En vez de un conflicto declarado entre
las dos, la inferior se introduce de modo sutil en la corriente de la más
elevada y desvía su curso. Si los deseos
de la personalidad quedan derrotados en campo abierto, conspiran arteramente
contra su vencedor, y a menudo consiguen por astucia lo que no pueden por fuerza. Durante
esta segunda etapa, en que las facultades de la mente inferior se hallan en
proceso de evolución, la lucha es condición normal: es la batalla que se libra entre el predominio de las sensaciones y el
predominio de la razón.
El problema consiste en resolver
el conflicto conservando la voluntad libre; determinar la voluntad a lo
mejor, siendo lo mejor objeto de elección.
Debe escogerse lo mejor, pero por un acto de volición autonómica, que
dimane rectamente de una necesidad ordenada de antemano. La certeza de una ley impulsiva ha de
obtenerse de voluntades innumerables, cada una de las cuales sea libre de determinar
su propio curso. La solución de este
problema es sencilla una vez conocido, por más que la contradicción parezca
irreductible a primera vista.
Que
el hombre sea libre de determinar sus propios actos, pero que cada uno de éstos
produzca un resultado inevitable; que el hombre discurra libremente entre todos los objetos del deseo
y escoja el que quiera, pero que sufra las
consecuencias de su elección, agradables o penosas, y al cabo rechazará
espontáneamente los objetos cuya posesión trae aparejado el dolor, no apeteciéndolos
ciertamente desde el punto y hora en que haya adquirido la completa experiencia
de que su posesión acaba en quebranto. Luchando por lograr el placer y evitar la
pena, procurará que no le aplasten las tablas de la ley; y la lección se
repetirá el número de veces que sea necesario, a
cuyo fin proporcionarán las reencarnaciones tantas vidas como requiera el más perezoso
discípulo.
Poco a poco desaparecerá el deseo de los objetos que
producen al cabo sufrimiento, y aunque la cosa se presente envuelta en todo su
tentador espejismo, la rechazará no por impulsión externa, sino por libre
elección. Ha dejado ya de ser
apetecible; ha perdido su poder.
Así sucederá con cada
cosa después de otra. La elección de los
objetos marcha más y más en armonía con la ley, conforme el tiempo avanza. “Muchos
son los senderos del error; el de la verdad es uno”; recorridos
los primeros y visto que todos terminan en sufrimiento, no cabe perplejidad en
escoger el camino de la verdad, trazado por el conocimiento.
Los reinos inferiores
trabajan armoniosamente a impulsos de la ley; el
reino humano es un caos de voluntades en pugna, en rebelión y en lucha
contra la ley; pero llega el momento en
que se desenvuelve dentro de él una unidad más noble, una elección armoniosa de
voluntaria obediencia, que, por estar fundada en el conocimiento y en el
recuerdo de los resultados de la desobediencia, es estable, sin que haya
tentación capaz de quebrantarla. El
hombre ignorante y falto de lecciones está siempre en peligro de caer; más, conocido el bien y el mal por propia experiencia,
al escoger el bien está eternamente por encima de toda posibilidad de cambio.
En la esfera de la moral se denomina generalmente
conciencia a la voluntad, y está sujeta a las mismas
dificultades que en los demás campos de su actividad. Mientras las acciones recaen sobre asuntos muchas
veces repetidos, y cuyas consecuencias son tan familiares a la razón como al Pensador
mismo, la conciencia se expresa con prontitud y firmeza. Pero cuando
se presentan problemas nuevos, sobre cuya solución guarda silencio la experiencia, no puede la
conciencia expresarse con certeza; su
respuesta será vacilante, porque solo podrá deducir consecuencias dudosas, y el
Pensador es incapaz de expresarse, porque su experiencia nunca se aplicó a las
circunstancias que por primera vez se le ofrecen.
De aquí que la conciencia resuelva a
menudo erróneamente; esto es, que la voluntad, falta de dirección segura, ya
por parte de la razón, ya de la intuición, guíe las acciones por mal
camino. Y no podemos omitir las
influencias externas que afectan a la mente: formas de pensamientos de los
demás, ya sean amigos, individuos de la familia o conciudadanos. Todos estos rodean y compenetran la mente con
su propia atmósfera, falseando el aspecto de todas las cosas, desfigurando sus
verdaderas proporciones. Así influida la
razón, se ve privada con frecuencia del reposo necesario para juzgar ni aun
conforme a los dados de su experiencia propia, y acaba por deducir conclusiones
falsas, engañada por el instrumento falaz de que se ha servido para el estudio
de asunto.
La evolución de las facultades morales
está estimulada por las afecciones, aun animales y egoístas, de la infancia del
Pensador. Las
leyes de la moral están establecidas por la razón iluminada, que las discierne en
cuya conformidad la Naturaleza se mueve, e induce al hombre a proceder en armonía
con la voluntad divina. Pero
cuando no interviene fuerza alguna exterior, el impulso a la obediencia de
estas leyes radica en el amor en esa deidad oculta en el hombre, que procura
difundirse y entregarse a los demás. La
moralidad comienza para el Pensador niño, cuando por primera vez se siente
movido por el amor hacia la esposa, el hijo o el amigo, cuando se siente
inclinado a hacer algo en provecho del ser querido, sin idea alguna de provecho
personal. Esta es su primera victoria sobre la
Naturaleza inferior, en cuya completa sumisión consiste la perfección moral. De aquí la importancia de no destruir
las afecciones ni empeñarse jamás en debilitarlas, según practican muchas bajas
especies de ocultismo. Por groseros e
impuros que sean los efectos, ofrecen siempre posibilidades de evolución moral,
la cual se impiden a sí mismos los fríos de corazón y los que se aíslan dentro
de sí propios. Es más fácil tarea
purificar el amor que crearlo. Por esto dijo el
gran Maestro, que más cerca están del reino de los cielos los pecadores que los
fariseos y los escribas.
La tercera gran etapa de la conciencia comprende el
desarrollo de los más elevados poderes intelectuales.
Ya no sólo se
alimenta el pensamiento de las imágenes mentales suministradas por las sensaciones,
ya no especula únicamente sobre los objetos concretos ni se limita a los
atributos que diferencian unos de otros, sino que habiendo aprendido a
distinguirlos con claridad por la apreciación de sus desemejanzas, comienza a
agruparlos por razón de algún atributo especial que es común a objetos diversos
y constituye su lazo de unión. Así
deduce este común atributo y lo extrae, colocando todos los objetos que lo
poseen aparte de los que carecen de él, y de este modo desarrolla la facultad
de reconocer la identidad en la diversidad: primer paso hacia el reconocimiento
futuro de lo Uno como fundamento de lo múltiple.
Así va clasificando el Pensador cuanto
le rodea, desarrollando, en consecuencia, la facultad de sintetizar,
aprendiendo a construir al mismo tiempo que a analizar. Da entonces un paso más, y concibe la propiedad
común como idea separada de todos los objetos en que aparece; formando así imágenes
mentales de especie superior a las de los objetos concretos: imágenes de ideas
que no tienen existencia fenomenal en el mundo de las formas, sino que existen
en los niveles más elevados de plano mental y ofrecen materia en que el mismo
Pensador ejerce su actividad. La mente inferior almacena la idea abstracta
mediante la razón, y al hacerlo, tiende raudo el vuelo hasta tocar los límites
del mundo sin forma, desde donde confusamente vislumbra lo que hay más allá.
El Pensador considera estas ideas y vive habitualmente en medio
de ellas; y ejercitado y desarrollado ya el poder de razonar sobre lo abstracto, el Pensador comienza a encontrarse realmente
en su propio mundo, comienza la vida de activo funcionamiento en su propia
esfera.
Los hombres que esto alcanzan, se cuidan poco de los
sentidos, de la observación externa, de la aplicación del pensamiento a las
imágenes de los objetos exteriores; sus
poderes se dirigen hacia dentro, sin buscar fuera sus satisfacciones. Reposan tranquilos en sí mismos, creciendo en el estudio de los problemas
filosóficos, en la inspección más profunda del pensamiento y de la vida, antes
procurando desentrañar las causas que desvariar en la acumulación de efectos, y
acercándose día tras día al reconocimiento de Uno, que se oculta tras las
infinitas variedades de la Naturaleza visible.
En
la cuarta etapa de la conciencia se ve el Uno; y al franquear
las barreras levantadas por el intelecto, la conciencia abarca el mundo y ve
todas las cosas en sí misma y como partes de sí misma, se ve a sí misma como un
rayo del Logos, y por lo tanto, como una con El.
¿Qué es el Pensador entonces?
Ha llegado a ser Conciencia; y en
tanto que el alma espiritual puede usar a voluntad cualquiera de sus vehículos,
no está aquél forzado a usarlos ni siquiera los necesita para su plena y
consciente vida. Ya han concluido las reencarnaciones
forzosas; el hombre ha vencido a la muerte: ha alcanzado la inmortalidad. Desde entonces es “una columna del templo de
Dios, de donde no saldrá jamás”.
Para completar esta parte de
nuestro estudio, se requiere comprender la vivificación sucesiva de los diferentes
vehículos de la conciencia, y su ingreso, uno después de otro, en la esfera de
la vida activa, como instrumentos armoniosos del alma humana.
Hemos visto que el Pensador,
desde los comienzos de su vida separada, ha tenido vestiduras de materia
mental, astral etérea y física densa. Por estos medios, su vida trasciende al
exterior como puente de la conciencia, a lo largo del cual todos los impulsos
del Pensador llegan hasta el cuerpo físico denso, y todas las impresiones del
mundo externo le alcanzan a él. Pero
este uno general de los cuerpos sucesivos, como partes de un todo encadenado es
cosa muy diferente de la vivificación de cada uno de ellos para servir
alternativamente de vehículo a la conciencia, con independencia de los
inferiores. Esta vivificación de los
vehículos es lo que vamos a considerar.
El que primero debe reducirse a orden
armonioso de actividad, es el vehículo inferior; el cuerpo físico denso.
Es preciso afinar el cerebro y el sistema nervioso, y hacerlos
delicadamente sensibles a todas las impresiones que caen dentro de la escala de
su poder vibratorio. En los albores de la especie humana, cuando
este cuerpo físico se componía de la más grosera clase de materia, la gama era
muy limitada: el órgano físico de la mente sólo podía responder a las más
lentas vibraciones. Como era natural,
respondía con mucha mayor prontitud a las impresiones del mundo externo
causadas por objetos semejantes a él por su materia.
Su vivificación como vehículo de la
conciencia, consiste en que se le haga sensible a las vibraciones que parten
del interior; y la rapidez de esta vivificación depende de que la naturaleza
inferior ayude en su obra a la más elevada, de que se someta lealmente a servir
a su misterioso director. Cuando después de muchas y muchas vidas, la
naturaleza inferior comienza a vislumbrar que existe sólo por el alma, que todo
ese valor consiste en la ayuda que pueda proporcionarle y que sólo puede
conquistar la inmortalidad fundiéndose en ella, proseguirá su evolución a pasos
de gigante.
Antes de esto la evolución ha
sido inconsciente; al
principio el único objeto de la vida era la satisfacción de la naturaleza inferior,
y mientras esto fue preliminar necesario para despertar las energías del Pensador,
nada propendió directamente a convertir el cuerpo en vehículo de conciencia.
Su acción directa sobre ésta comienza
cuando la vida del hombre establece su centro en el cuerpo mental, cuando el
pensamiento comienza a dominar la sensación.
Los poderes mentales en ejercicio actúan sobre el cerebro y el sistema
nervioso, por cuya virtud se expele gradualmente la materia más grosera de que
se compone este organismo, para dar sitio a materiales más finos que sean
capaces de vibrar al unísono con las vibraciones del pensamiento que tratan de
influirlo.
El cerebro llega a ser así de constitución
más delicada, aumentando, en circunvoluciones más y más complicadas la superficie
total que ha de responder a las vibraciones mentales. El sistema nervioso, a su vez, adquiere más
sutil equilibrio, se hace más vivo y sensible a las influencias de la actividad
mental, y cuando llega la hora del reconocimiento de sus funciones como
instrumento del alma, de que antes se ha hablado, coopera activamente al desempeño de estas funciones.
Entonces comienza la personalidad a
someterse deliberadamente a disciplinar y a posponer sus pasajeras satisfacciones a
los intereses permanentes de la individualidad inmortal. Emplea en el desarrollo de las facultades
mentales el tiempo que podía malgastar en la consecución de groseros placeres;
todos los días destina algunas horas a estudios serios; el cerebro se entrega
gustoso a las impresiones que proceden del interior, en vez de las que recibe
del exterior; se siente arrastrado a responder a un orden consecutivo de
pensamientos, y aprende a refrenarse en la libre emisión de sus propias
imágenes, inútiles e inconexas, fruto de pasadas impresiones aprende a
permanecer en reposo cuando no es requerido por su maestro, para corresponder a
vibraciones, no para iniciarlas. Con el tiempo empezará a discernir los
alimentos que mejor pueden suministrar al cerebro la substancia y proscribirá
el uno de los más groseros, tales como la carne, la sangre, y el alcohol,
formándose un cuerpo puro con alimentos puros.
Y así, poco a poco, las vibraciones de orden inferior dejarán de
encontrar materia dispuesta a responder a su acción, y en consecuencia, llegará
a ser el cuerpo físico un vehículo idóneo de la conciencia, reflector delicado
de las impresiones del pensamiento, sutilmente
sensible a las vibraciones producidas por el Pensador.
El doble etéreo se conforma tan
estrictamente a la constitución del cuerpo denso, que no precisa estudiar por
separado su purificación y vivificación.
Normalmente no sirve de vehículo
separado de la conciencia, sino que actúa
simultáneamente con su compañero más denso, y cuando se halla apartado de
él por accidente o por muerte, responde muy débilmente a las vibraciones que
parten del interior. Sus funciones son, en realidad, de vehículo de
Prana, de la fuerza vital individualizada, y su desencajamiento del cuerpo
denso, al cual lleva las corrientes de vida, es, por tanto, perturbador y
dañino.
El segundo vehículo de conciencia que
debe vivificarse es el cuerpo astral.
Cuando durante el sueño abandona al cuerpo físico y flota en el mundo
astral, alcanzada ya su completa organización, la conciencia que hasta entonces
ha actuado dentro de él, comienza, no sólo a recibir por su medio las
impresiones de los objetos astrales que constituyen la llamada conciencia del
sueño, sino también a percibir, mediante sus sentidos, objetos de aquel plano:
esto es, comienza a relacionar las impresiones que recibe con los objetos que
las producen. Estas percepciones son
confusas al principio, como en las primeras percepciones que la mente recibe
cuando le sirve de instrumento el cuerpo físico de un niño, las cuales deben
corregirse en uno y otro caso por la experiencia.
El Pensador tiene que descubrir paso a
paso las nuevas facultades de que puede hacer uso mediante este vehículo más
sutil, con el cual será capaz de dominar los elementos astrales y defenderse de
los peligros de aquel plano. Y no queda
abandonado a sus propias fuerzas en este nuevo mundo, sino que seres experimentados
en las vicisitudes de la vida astral le instruyen, ayudan y aun protegen hasta
que es capaz de valerse por sí mismo. Y
así de un modo gradual, llega a adquirir completo predominio sobre el nuevo
vehículo de la conciencia, hasta el punto de serle tan familiar la vida en este
plano como en el físico.
El tercer vehículo de conciencia, el
cuerpo mental, es rarísima vez vivificado para actuar independientemente, sin
la instrucción directa de un maestro, y su funcionamiento pertenece entonces a
la vida del discípulo, en el estado actual de la evolución humana. Según ya hemos visto, se recombina para funcionar
separadamente en el plano mental, y esto requiere también experiencia y educación
a fin de que se halle por completo bajo el dominio de su dueño.
Es un hecho común a estos tres vehículos de conciencia,
pero que en los sutiles induce más fácilmente a error que en el denso, que
estos vehículos están sujetos a evolución, y que a medida que progresan, aumenta
su capacidad para recibir y responder a las vibraciones.
¿Cuántos tonos no percibe el oído amaestrado, que le pasan inadvertidos
al que no lo está, el cual oye sólo la nota fundamental? A medida que se
aguzan los sentidos físicos, el mundo aparece más y más lleno; y en donde el
campesino sólo ve el surco y el arado, la mente cultivada se fija en la flor
del arbusto y del álamo temblón, en al arrebatadora melodía de la alondra y en
el zumbido de alas diminutas en el vecino bosque; en los conejos que corren a
través de los entrelazados helechos, y en las ardillas que juguetean en las
ramas de las hayas; en los graciosos
movimientos de las cosas silvestres; en los fragantes aromas del campo y de la
selva; en los espléndidos cambiantes del
cielo matizado de nubes y en las luces y sombras fugaces de las colinas. Tanto el campesino como el hombre culto
tienen ojos, ambos tienen cerebro; pero ¡cuán diferentes sus poderes de
observación, cuán distintas sus facultades para recibir impresiones! Lo mismo sucede en otros mundos.
Cuando los cuerpos astral y mental principian a funcionar como vehículos
separados de conciencia, se encuentran, por decirlo así, en el grado de percepción
del campesino, y sólo llegan a su conciencia fragmentos del mundo astral y mental
con extraños y engañadores fenómenos; pero rápidamente se desarrollan abarcando
mayor radio y aportando a la conciencia un reflejo cada vez más exacto de lo
que les rodea.
Aquí, como en otras partes,
debemos tener presente que nuestro conocimiento no es el límite de los poderes
de la Naturaleza, y que en el mundo astral y mental, lo mismo que en el físico,
somos aún niños que nos ocupamos en recoger conchas arrojadas por las olas,
mientras quedan inexplorados los tesoros ocultos del Océano.
El desarrollo del cuerpo causal como
vehículo de conciencia, sigue en tiempo oportuno el desarrollo del cuerpo
mental, y presenta al hombre un estado de conciencia aun más maravilloso; retrocede
hacia el pasado sin límites, y avanza hasta penetrar las eventualidades del
porvenir. Entonces el Pensador no sólo
adquiere la memoria de su pasado, pudiendo rastrear el propio desarrollo a
través de la larga sucesión de vidas encarnadas y desencarnadas, sino que
también es capaz de recorrer su pasado en la tierra, y aprender las grandes
lecciones de la experiencia del mundo, estudiando las leyes ocultas que rigen
la evolución y los profundos secretos de la ida, escondidos en el seno de la
Naturaleza. En este elevado vehículo de
conciencia, puede acercarse a la velada Isis, levantar una punta del tupido
velo y fijarse en sus ojos sin peligro de cegar ante sus miradas resplandecientes;
y puede también ver en la luz que irradia, las causas del sufrimiento humano y
su término, sintiendo piedad en el corazón, más ya no las torturas del dolor
sin consuelo. La fuerza, la serenidad y
la sabiduría descienden sobre aquellos que usan el cuerpo causal como vehículo
de conciencia, y contemplan con ojos abiertos la gloria de la Buena Ley.
Cuando se desarrolla el cuerpo búdico
como vehículo de conciencia, el hombre entra en la dicha de la unión y conoce
con certidumbre completa, con realidad vívida, su unidad con todo lo que
es. Así como en el cuerpo causal, el
elemento predominante de la conciencia es el conocimiento y por último la sabiduría,
así la felicidad y el amor son los elementos
predominantes de la conciencia en el cuerpo búdico. La serenidad de la sabiduría determina
principalmente al primero, al paso que la compasión más tierna fluye de modo
inextinguible del segundo; cuando a esto se añade la fuerza divina y reposada
que caracteriza el funcionamiento de Atma,
entonces la Humanidad se corona con la divinidad, y el Dios-hombre se manifiesta en plenitud de poder, sabiduría y
amor.
(Tomado
del libro: La Sabiduría Antigua)
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