miércoles, 19 de noviembre de 2014

EL KARMA (Parte 2)

EL KARMA

(Parte 2)

La segunda clase de energías se compone de nuestros deseos, de nuestro apetito respecto a los objetos que nos atraen desde el mundo exterior.

Como quiera que en los deseos del hombre haya siempre un elemento mental, podemos extender el término “imágenes mentales” para incluir en él las que se manifiestan en gran parte en la materia astral.
Los deseos, al obrar sobre el que los crea, construyen y modelan su cuerpo de deseo o cuerpo astral, y labran su destino en el Kamaloka tras la muerte, determinando, en fin, la naturaleza del cuerpo astral de su próxima encarnación.

Cuando los deseos son bestiales, intemperantes, crueles o asquerosos, son causa fecunda de enfermedades congénitas, de cerebros débiles y enfermos que engendran la epilepsia, la catalepsia, y desórdenes nerviosos de toda suerte.
De ahí proceden también las deformidades y deformaciones físicas, y en los casos extremos las monstruosidades.
Los apetitos bestiales de naturaleza anormal pueden establecer en el mundo astral lazos que retengan por algún tiempo al Ego, en un cuerpo astral formado por dichos apetitos, en sujeción al cuerpo astral de los animales en quienes sean peculiares dichos apetitos, retardando así su reencarnación.
Cuando el individuo no sufre esta pena, su cuerpo astral, en forma de bestia, imprime a veces la huella de sus características en el cuerpo físico en formación durante el período prenatal.
Tal es el origen de los monstruos semi-humanos que aparecen de cuando en cuando.
Siendo los deseos fuerzas de exteriorización que se apegan a los objetos externos, impelen siempre al hombre hacia el medio en que pueda satisfacerlos.
El deseo de las cosas terrestres sujeta al alma al mundo exterior y la arrastra hacia el lugar donde los objetos deseados pueden obtenerse más fácilmente.
Por eso se dice que el hombre nace según sus deseos.

Los deseos son, pues, una de las causas determinantes del lugar de la reencarnación.
Las imágenes astro-mentales producidas por los deseos ejercen sobre nuestros semejantes una acción análoga a la de las imágenes de igual naturaleza producidas por los pensamientos.
Los deseos, por consecuencia, nos ligan también a los demás hombres.
Nos ligan comúnmente por los poderosos lazos del amor y del odio, pues en el grado actual de evolución, los deseos de un hombre vulgar son, por lo general, más fuertes y sostenidos que sus pensamientos.
Desempeñan, pues, un gran papel en la determinación del ambiente social de las vidas futuras y pueden ponerle en contacto con algunas personas y someterle a ciertas influencias, sin que pueda sospechar las relaciones, que hay entre ellas y él.

Supongamos que un hombre que, emitiendo un pensamiento de odio terrible y vengativo, haya contribuido a provocar en otro el impulso del crimen.
El creador de semejante pensamiento está unido por su Karma al autor del crimen, aunque jamás se hayan encontrado ambos en el plano físico; y él bajo la forma de un perjuicio causado por el criminal.
Con frecuencia, una desgracia imprevista, inesperada y en apariencia totalmente inmerecida, es efecto de causa semejante; y mientras la conciencia inferior se revuelve bajo un sentimiento de injusticia, el alma aprende una lección que no olvidará jamás.

Nada inmerecido hiere al hombre, pero su falta de memoria no cohonesta la trasgresión de la ley.
Vemos, pues, que nuestros deseos, en su acción sobre nosotros mismos, forman nuestra naturaleza astral e influyen en gran manera, a través de ella, sobre el cuerpo físico de nuestra próxima reencarnación; que desempeñan un importante papel en la determinación de nuestro lugar de nacimiento; y finalmente, que por su acción sobre los demás, ayudan a atraernos, en cualquier vida futura, a los seres humanos a que nos asociaremos.

La tercera clase de energías se manifiesta en el plano físico bajo forma de acciones y engendra Karma por su efecto sobre los demás, pero no afecta sino muy poco al hombre interior.

Las acciones son efectos de los pensamientos y deseos del pasado, y el Karma que representan está en su mayor parte agotado por el mismo hecho que efectúan.
Pueden, sin embargo, afectar al hombre indirectamente, en cuanto suscitan en él nuevos pensamientos, deseos y emociones; pero en los deseos y no en las acciones mismas reside la fuerza generadora.

Es igualmente cierto que las acciones frecuentemente repetidas producen en el cuerpo físico un hábito que tiene por efecto limitar la expresión del Ego en el mundo exterior; pero este acto no sobrevive al cuerpo, y el Karma de la acción, en lo que respecta a su efecto sobre el alma, se contrae a una sola encarnación.
Otra cosa sucede cuando estudiamos el efecto de nuestras acciones sobre los demás, la dicha o la desgracia que causan, y la influencia que ejercen como ejemplos.
Nos ligan así a nuestros semejantes, gracias a esa influencia, y constituyen, por lo tanto, un tercer factor  en la futura determinación de la que ha de rodearnos.
Son también el factor esencial en la determinación de lo que podría llamarse nuestro medio ambiente no humano.
Generalmente hablando, el ambiente material, favorable o desfavorable, en el que venimos al mundo, depende del efecto ejercido por nuestras acciones pasadas al derramar la felicidad o la miseria entre los demás.
Los efectos físicos producidos sobre el prójimo por nuestros actos físicos, se neutralizan en la operación del Karma, al rodearnos de condiciones buenas o malas para una existencia futura.

Si hemos de procurar a los hombres dicha material a costa de nuestros esfuerzos, esa acción revierte sobre nosotros en forma de circunstancias felices que tienden a nuestra vida material; y si hemos sido causantes de la miseria física para nuestro prójimo, recogeremos entonces el Karma de circunstancias físicas deplorables que llevan al sufrimiento físico.

En ambos casos, las consecuencias del acto físico son independientes del motivo del acto, lo que nos lleva a considerar la segunda gran Ley:

-CADA FUERZA OPERA EN SU PROPIO PLANO.

Si un hombre siembra la dicha para los demás en el plano físico, cosechará condiciones que propendan a su propia felicidad en el mismo plano; y el motivo que presidió a la acción no intervendrá para nada en el resultado.
Un hombre puede sembrar trigo con intento de arruinar a su vecino, pero la perversión de su propósito no hará que en vez de trigo nazca cizaña.

El motivo es una fuerza mental o astral, según se proceda de la voluntad o del deseo, y reacciona, en consecuencia, sobre el carácter mental o moral o sobre la naturaleza astral.
La producción de la dicha física por la acción es una fuerza física que actúa en el plano físico.
“Por sus acciones afecta el hombre a sus semejantes en el plano físico; extiende en torno a si la dicha o la desgracia, acrecentando o disminuyendo el bienestar humano que puede proceder de motivos muy diversos, buenos, malos o mixtos”.

Un hombre puede ejecutar una acción que difunda el bien, por simple benevolencia o por ardiente deseo de favorecer a sus semejantes. Supongamos que por tal motivo ceda un parque a una ciudad para esparcimiento de los habitantes.
Otro hacer parecida acción por vanidad, para obtener, por ejemplo un título nobiliario.
Otro, en fin, lo hará por un motivo mixto, desinteresado en parte y en parte egoísta.
Los motivos afectarán respectivamente a los caracteres de estos tres hombres en sus encarnaciones futuras, en bien, en mal, o de una manera mixta.
Pero el efecto que la acción produce al proporcionar solaz a gran número de seres, no depende del motivo del donante.
Cualquiera que sea la causa del don, el efecto es el mismo y la gente goza por igual del parque; y el gozo debido a la acción del donante, da a éste un crédito kármico cuya deuda se le pagará escrupulosamente.
Nacemos en un medio confortable y hasta lujoso, según la alegría difundida por él, y su sacrificio de bienes físicos le dará la recompensa debida y el fruto kármico de su acción.
Está en su derecho; pero el uso que haga de su posición, la dicha que encuentre en sus riquezas, dependerá esencialmente de su carácter; aquí también alcanza la recompensa debida, porque cada semilla fructifica según su especie.

Verdaderamente los caminos del Karma son iguales.
No rehúsa el malvado la justa reversión de una acción benéfica; pero le da también el carácter que mereció por su intención aviesa, de suerte que en medio de sus riquezas es pobre y queda descontento y taciturno.
El hombre bueno no escapará al sufrimiento físico si extiende la miseria física por acciones erróneas debidas a un buen motivo.
La miseria que ocasione, le proporcionará miseria en su futuro ambiente físico; pero la intención pura ennoblecerá su carácter, haciendo manar de él una fuente de dicha eterna, de suerte que estará tranquilo y satisfecho en el seno de su turbación.
Muchos enigmas podrían resolverse por la aplicación de esos principios a los hechos que observamos en torno a nosotros.
La diferencia entre el efecto del motivo y el de la acción material se debe a que cada  fuerza posee las condiciones del plano en que se ha engendrado.
Cuanto más elevado y poderoso sea éste, más poderosa será la fuerza.
El motivo es, pues, mucho más importante que la acción, y una mala acción hecha con buen propósito allega al agente mucho más bien que una acción determinada por malas intenciones.

Al reaccionar el motivo sobre el carácter crea a la larga una serie de efectos, porque las acciones futuras, determinadas por dicho carácter, quedarán influidas por el mejoramiento o perversidad del mismo carácter.

La acción, por el contrario, al alegar a su autor la dicha o la desgracia física según su efecto sobre el prójimo, no entraña ninguna fuerza generadora, y se agota por su mismo esfuerzo.
Cuando un conflicto de deberes aparentes dificulta reconocer el sendero de la justicia, el hombre que reconoce el Karma esfuérzase en escoger el mejor camino, sacando el mejor partido posible de su razón y su juicio.

Es absolutamente escrupuloso en cuanto al motivo, prescindiendo de toda consideración egoísta, purifica su corazón, obra sin temor, y si yerra, acepta voluntariamente el sufrimiento que resulta de ello, como una lección que dará su fruto algún día.
Su elevada intención ennoblece su carácter en lo futuro.
Este principio general de que la fuerza pertenece al plano en que se engendra, tiene un alcance inmenso.
Si la fuerza emitida está determinada por el anhelo de objetos materiales, obra en el plano físico y atrae al actor a este plano.

Si aspira a objetos celestes, actúa en el plano devachánico y lleva al actor a este plano; y si la fuerza no tiene otro móvil que el divino servicio, se engendra en el plano espiritual y en nada puede sujetar al individuo puesto que nada ansía.

Las tres claves del Karma. —El Karma en sazón es el que está a punto de cosecharse, siendo, por consiguiente, inevitables.

De todo el Karma del pasado  tan sólo, una porción puede agotarse en el curso de una misma existencia, pues ciertas clases de Karma son de tal modo incompatibles, que no pueden cumplirse en un sólo cuerpo, sino que necesitan para su realización muchos cuerpos de tipo diferente.
Hay deudas contraídas con las demás almas, y todas esas almas no se encontrarán simultáneamente encarnadas.
Hay así Karma que debe efectuarse en determinado país o posición social, aunque el mismo individuo tenga otro Karma que necesite ambiente enteramente distinto.
En consecuencia, el hombre no podrá pagar, en una encarnación, sino parte de su Karma total.
Los grandes Señores del Karma escogen esta parte, según diremos más adelante, y el alma va a donde ha de encarnar en familia, país, situación y cuerpo apropiados para agotar la acumulación de causas escogidas, destinadas a producir sus correspondientes efectos.
Estas causas determinan el período de la encarnación, dando al cuerpo sus características, poderes y limitaciones, relacionando con el individuo las almas encarnadas en la época en que contrajo obligaciones con ellas, rodeándola de parientes, amigos y enemigos.
Estas causa determinan, además, las condiciones sociales en que el individuo nace con las ventajas e inconvenientes que de ello resultan; fijan los límites de las energías mentales que podrá manifestar, modificando la organización cerebral y nerviosa que le servirá de instrumento; combinan, en fin, todo lo que es, en su Karma, puede proporcionar penas y alegrías compatibles entre sí en el curso de la existencia presente.
Todo esto es el Karma en sazón y puede formularse en el horóscopo hecho por un astrólogo competente.
En todo esto el hombre no tiene facultad de elección, porque ya está hecha y fijada desde el pasado.
No le queda más remedio que satisfacer sus deudas  hasta el último denario.

Los cuerpos físico, astral y mental de que el alma se reviste para el nuevo período de su existencia terrestre, son, como hemos visto, resultado directo de su pasado y constituyen una parte muy importante del Karma en sazón.

Limitan por todos lados el alma del hombre, y su pasado se presenta ante él para juzgarle, señalando los límites que se ha impuesto a sí mismo.
El sabio reconoce que no puede sustraerse a estas condiciones y las acepta gozosamente, tal como son, esforzándose en aminorarlas de un modo gradual.

Hay otra clase de Karma en sazón que es de gran importancia: el de las acciones inevitables.
Toda acción es el término final de una serie de pensamientos; tomando de ejemplo la química, podemos referirnos al caso de las soluciones saturadas y considerar que añadiendo pensamiento a pensamiento de la misma especie, resulta al fin que un sólo pensamiento nuevo, o un simple impulso o una vibración de fuera, basta para producir la cristalización, es decir, el acto expresivo del pensamiento.
Si reiteramos con persistencia pensamientos del mismo género, de venganza por ejemplo, alcanzaremos por fin el punto de saturación, y el menor impulso les hará cristalizar en crimen.

O bien podemos almacenar persistentemente pensamientos de auxilio al prójimo hasta el punto de saturación, y cuando llegue la oportunidad de estímulo cristalizará en acto de heroísmo.
Un hombre puede traer al nacer un Karma en sazón de este género, y la primera vibración que se ponga en contacto con este conjunto de pensamientos dispuestos a actuar, bastará para precipitarle inconscientemente y sin voluntad preconcebida en el hecho.
No tiene tiempo de pensar, se halla en un estado en que la menor vibración del mental provoca la acción, en una situación de equilibrio inestable en que el menor choque determina la caída.
En semejantes circunstancias se sorprenderá comúnmente el hombre de haber podido cometer un crimen tal o cual, o un acto de sublime abnegación.
“Lo he hecho sin pensar”, exclama ignorando que la frecuencia de sus pensamientos hizo el acto inevitable.

Cuando un hombre ha querido varias veces ejecutar una acción, su voluntad acaba por fijarse irrevocablemente en esta, y el momento de la realización es tan solo cuestión de circunstancia.
Mientras piensa, es libre de elección, puede oponer a un pensamiento otro nuevo y destruir de un modo gradual la tendencia primitiva por la reiteración de pensamientos contrarios; pero si el inmediato estremecimiento del alma responde al estímulo de  realizar el hecho, entonces se extingue la facultad de elección.
Esto entraña la solución del viejo problema de la fatalidad y el libre albedrío.
Por el ejercicio de su libre albedrío se crea el hombre gradualmente fatalidades para sí mismo, y entre estos dos extremos se interponen todas las condiciones de libertad y de fatalidad de donde resultan las internas luchas de que tenemos conciencia.
Continuamente creamos hábitos por la repetición de las acciones deliberadamente efectuadas por la voluntad, y llegando a ser un hábito una limitación, ejecutamos automáticamente las acciones.
Tal vez deduciendo que el hábito en cuestión es malo, nos propongamos laboriosamente extirparlo mediante pensamientos de naturaleza opuesta; y tras muchas e inevitables recaídas, la nueva corriente de pensamientos toma su curso y recobramos por entero nuestra libertad, de la que nos aprovechamos para forjar enseguida nuevas ligaduras.

Así es como los pensamientos-formas de otro tiempo persisten y vuelven a limitar nuestra capacidad mental, mostrándose en forma de prejuicios individuales y nacionales.
Las mayorías de las gentes no conocen que están limitadas de este modo, y permanecen serenamente atadas a sus cadenas, ignorantes de su esclavitud; pero los que aprendan la verdad acerca de su propia naturaleza, se libertan.
La constitución de nuestro cerebro y de nuestro sistema nervioso es una de las más señaladas fatalidades en la vida.
Los tenemos inevitablemente así por efecto de nuestros pensamientos pasados y se nos presentan como un obstáculo contra el cual nos sublevamos.
Dichos órganos pueden mejorarse lenta y gradualmente, aminorándose con ello las limitaciones; pero es imposible destruirlas de repente.


(Tomado del libro: La Sabiduría Antigua)


No hay comentarios.:

Publicar un comentario