sábado, 22 de noviembre de 2014

LA LEY DEL SACRIFICIO

LA  LEY  DEL  SACRIFICIO


El estudio de la ley del Sacrificio sigue, naturalmente, al estudio de la ley kármica; y como observaba un Maestro, es igualmente necesario para el mundo conocer una y otra.

Por un acto de sacrificio espontáneo se manifestó el Logos para emanar el Universo; por el sacrificio alcanza el hombre la perfección.

El indo recordará las primeras palabras del Brihadâranyakopanishad, proclamando que el Alma universal nace del sacrificio; el discípulo de Zoroastro, recordará que Ahura—Mazda produce también de un acto de sacrificio; el cristiano, en fin, recordará el Cordero (símbolo del Logos) inmolado desde el origen del mundo.
Síguese de aquí, que toda religión procedente de la Sabiduría Antigua tiene como enseñanza fundamental el sacrificio, y que en la ley del sacrificio radican algunas de las más profundas verdades del ocultismo.

Tratando de comprender, aunque imperfectamente, cual es la naturaleza del sacrificio del Logos, podeos evitar el general error de considerar el sacrificio como algo esencialmente penoso, ya que por esencia es una efusión espontánea y gozosa de la vida a fin de que otros puedan participar de ella.
No sobreviene el dolor, a menos que en el ser que sacrifica haya desacuerdo entre la naturaleza superior, cuyo gozo consiste en dar, y la inferior  cuya satisfacción es recibir y guardar.
Sólo este desacuerdo introduce el elemento dolor; y en la perfección suprema, en el Logos, no puede haber desacuerdo.
El Único es el acorde perfecto del Ser, síntesis de infinitos acordes melodiosos, donde la vida, la sabiduría y la belleza se funden en la tónica una de la existencia.

Al objeto de manifestarse, se impone el Logos un límite a su vida infinita.
Esto es lo que se llama un sacrificio.

Simbólicamente en el océano de la luz infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en  ninguna, surge una esfera inmensa, llena de luz viva, un Logos; y la superficie de esta esfera es la voluntad que ha de limitarse a sí misma a fin de producir su manifestación; es el velo en que se envuelve a fin que en el interior pueda tener forma el universo.
(Esto es, el poder de auto—limitación por el cual se crean todas las formas.  Su vida aparece  como Espíritu, su Mâyâ como Materia, siendo ambos inseparables mientras dura la manifestación.)
Este universo, por el que se efectúa el sacrificio, no existe aún; su futuro SER yace en la “MENTE” del Logos.
A él debe su concepción y deberá su vida múltiple.

LA DIVERSIDAD NO PUEDE SURGIR EN EL “INDIVISIBLE BRAHMANA”
SINO POR EL SACRIFICIO VOLUNTARIO DEL SER DIVINO
AL IMPONERSE FORMA A FIN DE EMANAR  MIRÍADAS DE ELLAS
DOTADAS CADA UNA DE UNA CHISPA DE SU VIDA Y SUSCEPTIBLE
POR ELLO DE EVOLUCIONAR HASTA SU IMAGEN PERFECTA”.

Se ha dicho:
“El sacrificio primordial de que procede el nacimiento de los seres se llama “Karma”.

Y este paso a la actividad fuera del reposo perfecto, de la existencia en sí, se ha reconocido siempre como sacrificio del Logos.
Este sacrificio se perpetúa a través de la duración del Universo, porque la vida del Logos es el único sostén de cada vida separada.
El mismo circunscribe su vida en cada una de las formas infinitas que engendra, soportando todas las restricciones y limitaciones que implica cada una.

De cualquiera de ellas puede resurgir, no importa en qué momento, el señor infinito, llenando con su gloria el Universo; pero sólo por una sublime paciencia, por una expansión lenta y gradual, puede desa-rrollarse cada forma hasta ser, como Él, un centro independiente de ilimitado poder.
Por esto se encierra en formas, y soporta toda imperfección hasta que su criatura alcanza la perfección y es semejante a Él, y una con Él, conservando intacto el hilo de su memoria individual.

Esta efusión de la vida del Logos en las formas, constituye parte del sacrificio original y entraña la dicha del Padre Eterno al enviar sus hijos al mundo en forma de vidas separadas, a fin de que cada una pueda envolver una identidad imperecedera y acordar su nota en armonía con las demás para entonar el himno eterno de felicidad, inteligencia y vida.
Esto indica la naturaleza esencial del sacrificio, cualesquiera que sean los elementos que se entremezclen en esta noción fundamental.

El sacrificio es la efusión espontánea de la vida divina, a fin de hacer de ella partícipes a los demás seres, de traer otros a la existencia y de mantenerlos hasta que puedan subsistir por sí mismos, y esto es expresión de la alegría divina.

Porque siempre es gozoso el ejercicio de la actividad como expresión de la potencia del operante.
El pájaro goza entonando sus gorjeos, y vibra entusiasmado por su canto.
El pintor se regocija en las creaciones de su obra, en el plasmo de su idea.

La actividad esencial de la vida divina no puede ejercerse sino en don, puesto nada hay que pueda recibir. Si necesita ser activa (y toda vida manifestada es movimiento activo) debe necesariamente efundirse. De aquí que el signo del espíritu sea el don, porque el espíritu es la vida divina activa en todas las formas.

Pero la actividad esencial de la materia consiste, por otra parte, en recibir; y al recibir las influencias vitales se organiza en formas mantenidas por la continuidad de dichas influencias que al cesar las disgregan. Toda la actividad de la materia tiene este carácter receptivo, y sólo por recibir subsiste como forma; por esto siempre toma, sujeta y retiene. La persistencia de la forma depende de su poder de abarque y contención. Así atraerá hacia ella todo cuanto pueda, cediendo de mal grado lo que haya de dejar. Tener y retener es su única alegría, y el dar es muerte para ella.

Fácilmente podemos ahora ver cómo surge la idea de que el sacrificio fue sufrimiento. Mientras la vida divina se deleita en el ejercicio de su actividad con la donación, aun cuando incorporada en una forma no cuida de si esta forma perece por el don y preocupase únicamente de que es una expresión pasajera y un medio de su individual crecimiento. Por el contrario, la forma que siempre escapársele las fuerzas vitales clama angustiada y ejerce su actividad en retener la vida, resistiendo a la corriente de difusión.
El sacrificio disminuye las energías vitales que la forma reclama como suyas, agotándolas totalmente, deja que la forma perezca. En el mundo inferior, éste es el único aspecto cognoscible del sacrificio; y la forma, al verse próxima al suplicio, grita temerosa de su agonía. ¿Qué hay de sorprendente, pues, en que los hombres, cegados por la forma, hayan identificado el sacrificio con la agonizante forma en vez de con la vida libre que se entrega exclamando alegremente: “Heme aquí, ¡OH Dios!, a tu voluntad sometido y por ello gozoso” ¿Qué hay, además de sorprendente en que los hombres, conscientes de sus naturalezas superior e inferior e identificándose sin embargo con ésta más que con aquélla, hayan sentido las angustias de la naturaleza inferior, de la forma, con angustias propias, sintiendo que ellos aceptan el sufrimiento al resignarse a una voluntad más alta, y consideren el sacrificio como la aceptación devota y resignada del dolor? Mientras el hombre, en vez de identificarse con su vida, se confunda con la forma, no podrá eliminar del sacrificio el elemento dolor. Pero el dolor no puede subsistir en un ser perfectamente armonizado, porque la forma es entonces el vehículo perfecto de la vida que con igual complacencia recibe o abandona. El dolor cesa al cesar la lucha, porque el sufrimiento procede de traqueteos, frotaciones y movimientos antagónicos, y cuando la naturaleza opera en perfecta armonía no existen las condiciones de que el dolor dimana.

Siendo así la ley del sacrificio la evolución de la vida en el universo, vemos que cada peldaño de la escala se franquea por el sacrificio. Así la vida se efunde para renacer en una forma más elevada, mientras muere la forma que la contiene. Aquellos cuya mirada se detiene en las formas perecederas no ven en la naturaleza sino un gran osario; pero quienes ven que el alma inmortal escapa para animar formas nuevas y más elevadas, escuchan en todo instante el gozoso himno de la renaciente vida.

En el reino mineral, la Mónada evoluciona por la ruptura de sus formas para la producción y mantenimiento de las plantas. Los minerales se disgregan a fin de que sus materiales puedan reconstruir las formas vegetales. La planta sacas del suelo sus elementos nutritivos, disociándolos y asimilándolos a sus propias substancias. Así las formas minerales perecen a fin de que los vegetales crezcan; y esta ley de sacrificio esculpida en el reino mineral, es la ley de la evolución de toda vida y toda forma. La vida pasa y la Mónada evoluciona para producir el reino vegetal, siendo el perecimiento de las formas inferiores condición indispensable para la aparición y mantenimiento de las superiores.

El proceso se repite en el reino vegetal, cuyas formas quedan a su vez sacrificadas para que puedan producirse y crecer las formas animales. En todas partes, hierbas, semillas y árboles perecen para que el mantenimiento de los cuerpos animales; sus tejidos se disgregan a fin de que el animal pueda asimilarse los materiales que los componen para edificar su cuerpo. De nuevo la ley del sacrificio rige en el mundo y esta vez en el reino vegetal. La vida subsiste y las formas perecen. La Mónada evoluciona para producir el reino animal, y los vegetales se sacrifican a fin de que las formas animales puedan engendrarse y mantenerse.

Hacia aquí la idea del sufrimiento apenas se asocia a la del sacrificio, pues como visto en el curso de nuestro estudio, los cuerpos astrales de las plantas no están suficientemente organizados para las sensaciones agudas de placer o de dolor. Pero cuando consideramos la ley del sacrificio en el reino animal, no podemos por menos de reconocer que el dolor se asocia a la ruptura de las formas. Puede decirse que la suma de dolor ocasionado cuando, en “el estado de naturaleza”, un animal hace a otro presa suya, es comparativamente insignificante en cada caso particular, habiendo, sin embargo, dolor; y en verdad se puede decir también, que en el papel que desempeña ayudando a la evolución de los animales, acrecienta el hombre considerablemente ese dolor vigorizando los instintos depredatorios de los animales carnívoros en vez de debilitarlos. Sin embargo, no es él quien ha infundido estos instintos en el animal, aunque los haya puesto a su propio servicio para sus propósitos; y en innumerables variedades de animales carniceros en cuya evolución no ha ejercido el hombre influencia directa, las formas se sacrifican para el mantenimiento de otras como en el reino mineral y vegetal. La lucha por la existencia siguió su curso desde mucho antes que el hombre apareciese sobre la escena y acelerase la evolución de la vida y de las formas, mientras el dolor inherente a la destrucción de las formas comenzaba su larga tarea; hacer sentir a la Mónada evolutiva el carácter transitorio de todas las formas que perecen y la vida que subsiste.

La naturaleza inferior del hombre ha evolucionado según la misma ley de sacrificio que rige en los bajos reinos. Pero con la efusión de la vida divina que da la Mónada humana, sobreviene un cambio en la manera de operar la ley del sacrificio como ley de vida. En el hombre, es preciso desenvolver la voluntad, la energía automotora, la iniciativa. El impulso que fuerza en los reinos inferiores el curso de la elevación, no puede emplearse aquí sin paralizar el crecimiento de ese poder nuevo y esencial.
No se pide al mineral, ni a la planta ni al animal la aceptación de la ley del sacrificio como ley de vida escogida voluntariamente. Se le impone desde el exterior e impele a su desarrollo por necesidad ineludible.
Pero el hombre debe tener la libertad de escoger, indispensable para su desarrollo de una inteligencia dotada de conciencia y discernimiento. Entonces surge el siguiente problema: “¿Cómo esta criatura libre en escoger, ha de aprender, sin embargo, a escoger la ley de sacrificio, cuando se halla aún en estado de organismo sensible, temiendo al dolor, que es inevitable en la ruptura de las formas?

La experiencia de muchas eternidades, analizada por una criatura de inteligencia continuamente creciente, habría podido, sin duda, llevar al hombre a descubrir que el sacrificio es la ley fundamental de la vida. Pero en esto, como en tantas otras cosas, no quedó sin ayuda y abandonado a sus propios esfuerzos. Los divinos Instructores estaban allí, al lado del hombre, en su infancia. Proclamaron con autoridad la ley del sacrificio, y en forma rudimentaria fue incorporada a las religiones en que se sirvieron educar a la naciente inteligencia de los hombres. Inútil era exigir de aquellas almas infantiles un abandono espontáneo de los objetos que les parecían más apetecibles; objetos cuya posesión garantizaba su existencia formal. Había que conducirlos por un camino destinado a elevarlos seguramente, pero por grados, hasta las alturas sublimes del sacrificio voluntario. A tal fin se les enseñó que no eran unidades aisladas, sino que como parte de un conjunto mayor, su vida estaba ligada a otras vidas así inferiores como superiores; pero su vida física estaba mantenida por las vidas inferiores, por la tierra y por las plantas, cuyo consumo  constituía para la naturaleza un crédito que tenían que saldar. Viviendo del sacrifico de los demás seres, necesitaban sacrificar en cambio algo que pudiera mantener otras vidas. Nutridos, debían nutrir. Y puesto que cosechaban los frutos producidos por la actividad de las entidades astrales presentes en la naturaleza física, tenían que compensar con ofrendas adecuadas, las fuerzas gastadas en su provecho. De aquí todos los sacrificios ofrecidos e esas fuerzas, como les llama la ciencia, o según la constante enseñanza de las religiones, a esas inteligencias directoras de la naturaleza física. El fuego disgrega rápidamente  la materia física y densa y restituye al éter las partículas etéreas de la ofrenda consumida. Las partículas astrales quedan, pues, fácilmente libertadas para que se las asimilen las entidades astrales encargadas de sostener la fertilidad de la tierra y asegurar el crecimiento de las plantas. Así se mantiene el movimiento cíclico de la producción y el hombre aprende que está constantemente incurso en deuda con la naturaleza y que debe constantemente satisfacerla. El sentimiento de la obligación queda así implantado y nutrido por el espíritu y el pensamiento humano recibe el estigma del deber hacia todo, hacia la naturaleza nutridota. Este sentimiento de obligación aliase estrechamente con la idea de que el cumplimiento del sacrificio es necesario al bienestar del hombre; y el deseo de prosperidad continua le lleva  pagar su deuda. No es todavía sino un alma infantil, que aprende las primeras lecciones, y esta lección de interdependencia de las vidas, de la vida de cada ser dependiente del sacrificio de los demás, tiene capital importancia para su desarrollo. No puede todavía experimentar la divina dicha de dar; es preciso que antes venza la repugnancia de la forma a dejar todo lo que la alimenta. El sacrificio se identifica, pues, en el hombre primitivo, con el abandono de una cosa estimada; abandono provocado por el sentimiento de la obligación, por una parte, y por otra, por el deseo de continua prosperidad.

La lección siguiente traslada la recompensa del sacrificio a una región más allá del mundo físico. Primeramente el sacrificio de los bienes materiales debe asegurar el bienestar material; luego el sacrificio de esos mismos bienes materiales ha de proporcionar dicha en el cielo más allá de la muerte. La recompensa ofrecida al sacrifico es naturaleza más elevada, y el hombre aprende que un bien relativamente permanente puede adquirirse por el sacrificio de un bien relativamente transitorio: lección importante que conduce al discernimiento. La sujeción de la forma a los objetos físicos se trueca en apego a las dichas celestes. En todas las religiones exotéricas vemos empleados por los sabios este procedimiento de educación. Demasiados sabios para esperar de las almas jóvenes el heroísmo sin recompensa, se contentan con sublime paciencia a animar dulcemente en la espinosa vía de la naturaleza inferior a los niños indisciplinados confiados a su custodia.

Gradualmente los hombres se ven inducidos a subyugar su cuerpo, a dominar su inercia por el cumplimiento metódico de cotidianos ritos religiosos, de carácter frecuentemente áspero; y sus actividades se reglamentan y canalizan en direcciones útiles.
Se ven impelidos a vencer la forma y a mantenerla sumisa a la vida, y el cuerpo adquiere el hábito de prestarse a obras caritativas y benévolas, obedeciendo a las exigencias de la voluntad aun cuando esta no se halle estimulada todavía sino por el deseo de recompensa en el cielo.
Podemos ver entre los indios, persas y chinos, como los hombres aprenden a reconocer sus múltiples obligaciones, a ofrecer por el cuerpo su sacrificio de obediencia y de veneración hacia los antepasados, los padres y los ancianos; a ser caritativos con delicadeza y buenos con todo el mundo.
Poco a poco los hombres se ven obligados a desenvolver en el más alto grado el heroísmo y la abnegación, como atestiguan los mártires que entregan con gozo sus cuerpos a las torturas del potro antes que apostatar de sus creencias y traicionar su fe. Esperan, en verdad, una “corona de gloria” en el cielo en recompensa del sacrificio de su forma física; pero ¿no es ya bastante haber vencido el apego a la forma física y haber hecho el mundo invisible de tan modo real que se le puede tomar por el visible?

La siguiente etapa se franquea cuando el sentimiento del deber está claramente establecido; cuando el sacrifico de lo inferior a los superior se considera como bueno en sí, independientemente de todo estímulo de recompensa en otro mundo; cuando se reconoce la obligación de la parte hacia el todo; y en fin, cuando el hombre siente que la forma que existe para el servicio de los demás, debe en completa justicia a servir a su vez sin derecho alguno de recompensa.

El hombre comienza entonces a comprender la ley de sacrificio como ley de la vida y a asociarse voluntariamente con ella. Comienza igualmente a distinguirse él mismo con su pensamiento de la forma que habita, para identificarse con la vida evolucionante. Esto le lleva por grados a experimentar cierta indiferencia por todas las actividades de la forma, menos por las consistentes en deberes que cumplir, y acaba por considerarlas a todas como simples instrumentos para la utilización de energías vitales debidas al mundo y no como acciones cuyo móvil sea el logro de un resultado. El hombre se eleva así hasta el punto antes ya señalado en este estudio, punto en donde cesa de engendrar el Karma que le sujeta a los tres mundos, y en donde se unce a la rueda de la existencia porque es preciso que gire, pero no a causa de los objetos deseables que su revolución le pueda procurar.

Más el pleno reconocimiento de la ley del sacrificio eleva al hombre más allá del plano mental donde el deber se considera como deber, como “lo que debe hacerse porque es debido”; y le transporta al plano más elevado de Buddhi, donde se siente la unidad de todos los “yos” y todas las energía se despliegan en provecho de todos y no de un yo separado. Únicamente en este plano se siente la ley de sacrifico como delicioso privilegio, en vez de reconocerse sólo por la inteligencia como verdadera y justa. En el plano búdico el hombre ve claramente que la vida es una, que el Logos deriva perpetuamente en libre efusión de amor, y que la existencia aislada no puede ser sino mezquina y pobre, sin hablar de la ingratitud que apareja. Allí, el corazón se lanza completamente hacia el Logos en potente impulso de amor y de adoración, y se entrega en gozosa renuncia a fin de ser una de las vías por donde su vida descienda e irradie sobre el mundo para ser portador de su Luz, un mensajero de su compasión, un operario de su reino, como única vida digna de vivirse para acelerar la evolución humana, servir a la Buena Ley, y aliviar un poco la carga del Seño mismo.

Únicamente en este plano puede obrar el hombre como uno de los Salvadores del mundo, porque allí es uno con los “yos” de todos. Identificado con la humanidad una, su fuerza, su amor y su vida pueden dirigirse hacia cualquiera de los “yos” separados o hacia todos. Se ha convertido en fuerza espiritual y acrecienta la energía espiritual disponible en el sistema del mundo al añadir su propia vida.

Las fuerzas que antes empleara en los mundos físico, astral y mental en busca de satisfacciones para su yo separado, se reúnen para un acto de sacrificio, y transformas así en energía espiritual, se difunden por todo el mundo como oleada de vida espiritual. Esta transformación se efectúa según el motivo que determina el plano en el cual se descarga la energía.

Si el hombre tiene por motivo el logro de objetos físicos, la energía descargada opera sólo en el plano físico; si desea objetos astrales, descarga la energía en el plano astral; y si busca goces mentales, su energía funciona en el plano mental. Pero si se sacrifica para ser un canal de vida del Logos, descarga la energía en el plano espiritual, y esta energía opera en todos los lugares con potencia y sutilidad de fuerza espiritual. Para un hombre semejante, la acción y la inacción vienen a ser lo mismo. Ocupa con gozo el lugar que se le ofrece, porque el Logos es idéntico en todo lugar y en toda acción. Puede dirigirse hacia toda forma y en toda acción. Puede dirigirse hacia toda forma y obrar en todo sentido porque no conoce ni escoge ni diferencia.

Por el sacrificio se ha hecho su vida una con la del Logos y ve a Dios en todo y todo en Dios. ¿Qué le importan los lugares o la forma, si el mismo es la vida consciente? “Nada tiene, y posee todas las cosas”; nada pide y el universo entra en él. Su vida es dichosa, porque es uno con su Señor bienaventurado; al utilizar la forma para el servicio sin sujetarse a ella, “pone fin al dolor”

Los que comienzan a comprender las maravillosas posibilidades ofrecidas al que se asocia voluntariamente a la ley del sacrificio, experimentarán sin duda el deseo de comenzar esta asociación voluntaria antes de poder elevarse a las alturas cuya vaga descripción acabamos de hacer. Como toda verdad espiritual profunda, el sacrifico es eminentemente práctico en su aplicación a la vida cotidiana, y quien comprende su belleza puede efectuarlo sin vacilar.

Una vez tomada la resolución de comenzar la práctica del sacrificio, el hombre debe señalar con un acto de sacrificio el comienzo de cada jornada.
Antes de que comience la labor del día, él mismo será la ofrenda hecha a Aquél a quien consagro su vida.
Así que despierte, su primer pensamiento será la consagración de toda su fuerza a su Señor.
Luego ofrecerá en servicio todos los pensamientos, palabras y acciones de la vida diaria, efectuándolo no por el fruto que reporte, ni como un deber, sino por ser en aquel instante la mejor manera de servir a Dios.
Todo lo que ocurra lo aceptará como expresión de su voluntad. Gozo, pena, inquietud, éxito, derrota, toda cosa debe bien recibirla como indicadora del camino de su servicio.

Recibe con gozo las cosas que le llegan y las ofrece en sacrificio; las que se van, las pierde con gozo; puesto que se van, es que el Señor las necesita.
Todas las potencias de que el ser dispone se consagran con gozo al servicio; cuando le faltan, acepta la privación con ecuanimidad dichosa; puesto que han dejado de ser disponibles; no tendrá ya que emplearlas.
Igualmente el sufrimiento inevitable, fruto de un pasado no redimido aún, puede transformarse por la aceptación en sacrificio voluntario.
El hombre que voluntariamente acepta este sufrimiento puede ofrecerlo en don, y transformarlo así en fuerza espiritual.

Cada vida humana depara ocasiones innúmeras de realizar la ley del sacrificio y cada vida se convierte en una potencia a medida que las ocasiones surgen y se utilizan. Sin ninguna expansión de su conciencia en estado de vigilia, el hombre puede llegar a ser un trabajador en los planos espirituales, porque descarga en ellos energía que desde allí se esparcen profusamente en los mundos inferiores.

Su renunciamiento aquí abajo, en su conciencia inferior, aprisionada en el cuerpo, despierta responsivos estremecimientos de vida en el aspecto búdico de la Mónada, que es su verdadero Yo y acelera la época en que esta Mónada será el Ego espiritual que, por su propia iniciativa, gobierne y rija todos los vehículos, empleándolos a voluntad según la obra que quiera cumplir.
Ningún otro método asegura un progreso tan rápido ni tan pronta manifestación de todas las potencias latentes en la Mónada, como la comprensión y práctica de la ley del sacrificio. Por esto ha sido llamada por un Maestro “La Ley de la Evolución del Hombre”.

Tiene, en verdad, aspectos más profundos y más místicos que todos los que se han estudiado aquí; pero estos se revelarán, sin palabras, al corazón tranquilo y amante cuya vida es por completo una ofrenda y sacrificio. Pertenece al orden de cosas que nos sino oídas en la calma interior; una de estas enseñanzas que sólo la “Voz del Silencio” puede exponer. Entre estas enseñanzas también se encuentran las profundísimas verdades que tienen raíz en la Ley del Sacrificio.




(Tomado del libro: La Sabiduría Antigua)

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