LA
LEY DEL SACRIFICIO
El estudio de la ley del Sacrificio sigue,
naturalmente, al estudio de la ley kármica; y como observaba un Maestro, es
igualmente necesario para el mundo conocer una y otra.
Por un acto de sacrificio espontáneo
se manifestó el Logos para emanar el Universo; por el sacrificio alcanza el
hombre la perfección.
El indo recordará las primeras
palabras del Brihadâranyakopanishad, proclamando que el Alma universal nace del
sacrificio; el discípulo de Zoroastro, recordará que Ahura—Mazda produce
también de un acto de sacrificio; el cristiano, en fin, recordará el Cordero
(símbolo del Logos) inmolado desde el origen del mundo.
Síguese de aquí, que toda religión
procedente de la Sabiduría Antigua tiene como enseñanza fundamental el sacrificio,
y que en la ley del sacrificio radican algunas de las más profundas verdades
del ocultismo.
Tratando de comprender, aunque
imperfectamente, cual es la naturaleza del sacrificio del Logos, podeos evitar el general error de considerar el
sacrificio como algo esencialmente penoso, ya que por esencia es una efusión
espontánea y gozosa de la vida a fin de que otros puedan participar de ella.
No sobreviene el dolor, a menos que en el ser que sacrifica haya
desacuerdo entre la naturaleza superior, cuyo gozo consiste en dar, y la
inferior cuya satisfacción es recibir y
guardar.
Sólo este desacuerdo introduce el elemento dolor; y en la perfección
suprema, en el Logos, no puede haber desacuerdo.
El Único es el acorde perfecto del
Ser, síntesis de infinitos acordes melodiosos, donde la vida, la sabiduría y la
belleza se funden en la tónica una de la existencia.
Al objeto de manifestarse, se impone el Logos un límite a su vida
infinita.
Esto es lo que se llama un sacrificio.
Simbólicamente en el océano de la luz infinita cuyo
centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, surge una esfera inmensa, llena de
luz viva, un Logos; y la superficie de esta esfera es la voluntad que ha de
limitarse a sí misma a fin de producir su manifestación; es el velo en que se
envuelve a fin que en el interior pueda tener forma el universo.
(Esto es, el poder de auto—limitación por el cual se crean todas las
formas. Su vida aparece como Espíritu, su Mâyâ como Materia, siendo
ambos inseparables mientras dura la manifestación.)
Este universo, por el que se efectúa el sacrificio,
no existe aún; su futuro SER yace en la “MENTE” del Logos.
A él debe su concepción y deberá su vida múltiple.
LA DIVERSIDAD NO PUEDE SURGIR EN EL “INDIVISIBLE BRAHMANA”
SINO POR EL SACRIFICIO VOLUNTARIO DEL SER DIVINO
AL IMPONERSE FORMA A FIN DE EMANAR
MIRÍADAS DE ELLAS
DOTADAS CADA UNA DE UNA CHISPA DE SU VIDA Y SUSCEPTIBLE
POR ELLO DE EVOLUCIONAR HASTA SU IMAGEN PERFECTA”.
Se ha dicho:
“El sacrificio primordial de que
procede el nacimiento de los seres se llama “Karma”.
Y este paso a la actividad fuera del
reposo perfecto, de la existencia en sí, se ha reconocido siempre como
sacrificio del Logos.
Este sacrificio se perpetúa a través de
la duración del Universo, porque la vida del Logos es el único sostén de cada
vida separada.
El mismo circunscribe su vida en cada
una de las formas infinitas que engendra, soportando todas las restricciones y
limitaciones que implica cada una.
De cualquiera de ellas puede resurgir, no importa en
qué momento, el señor infinito, llenando con su gloria el Universo; pero sólo
por una sublime paciencia, por una expansión lenta y gradual, puede desa-rrollarse
cada forma hasta ser, como Él, un centro independiente de ilimitado poder.
Por esto se encierra en formas, y soporta toda
imperfección hasta que su criatura alcanza la perfección y es semejante a Él, y
una con Él, conservando intacto el hilo de su memoria individual.
Esta efusión de la vida del Logos en las formas,
constituye parte del sacrificio original y entraña la dicha del Padre Eterno al
enviar sus hijos al mundo en forma de vidas separadas, a fin de que cada una
pueda envolver una identidad imperecedera y acordar su nota en armonía con las
demás para entonar el himno eterno de felicidad, inteligencia y vida.
Esto indica la naturaleza esencial del sacrificio,
cualesquiera que sean los elementos que se entremezclen en esta noción
fundamental.
El sacrificio es la
efusión espontánea de la vida divina, a fin de hacer de ella partícipes a los
demás seres, de traer otros a la existencia y de mantenerlos hasta que puedan
subsistir por sí mismos, y esto es expresión de la alegría divina.
Porque siempre es gozoso el ejercicio de la actividad como expresión de
la potencia del operante.
El pájaro goza entonando sus gorjeos, y vibra
entusiasmado por su canto.
El pintor se regocija en las creaciones de su obra,
en el plasmo de su idea.
La actividad esencial de la vida divina
no puede ejercerse sino en don, puesto nada hay que pueda recibir. Si necesita
ser activa (y toda vida manifestada es movimiento
activo) debe
necesariamente efundirse. De aquí que el signo del espíritu sea el don, porque
el espíritu es la vida divina activa en todas las formas.
Pero la actividad esencial de la
materia consiste, por otra parte, en recibir; y al recibir las influencias
vitales se organiza en formas mantenidas por la continuidad de dichas
influencias que al cesar las disgregan. Toda la actividad de la materia tiene
este carácter receptivo, y sólo por recibir subsiste como forma; por esto
siempre toma, sujeta y retiene. La persistencia de la forma depende de su poder
de abarque y contención. Así atraerá hacia ella todo cuanto pueda, cediendo de
mal grado lo que haya de dejar. Tener y retener es su única alegría, y el dar es
muerte para ella.
Fácilmente podemos ahora ver cómo surge la idea de que el sacrificio fue
sufrimiento. Mientras la vida divina se deleita en el
ejercicio de su actividad con la donación, aun cuando incorporada en una forma
no cuida de si esta forma perece por el don y preocupase únicamente de que es
una expresión pasajera y un medio de su individual crecimiento. Por el
contrario, la forma que siempre escapársele las fuerzas vitales clama
angustiada y ejerce su actividad en retener la vida, resistiendo a la corriente
de difusión.
El sacrificio
disminuye las energías vitales que la forma reclama como suyas, agotándolas
totalmente, deja que la forma perezca. En el mundo inferior, éste es el único
aspecto cognoscible del sacrificio; y la forma, al verse próxima al suplicio,
grita temerosa de su agonía. ¿Qué hay de sorprendente, pues, en que los
hombres, cegados por la forma, hayan identificado el sacrificio con la
agonizante forma en vez de con la vida libre que se entrega exclamando
alegremente: “Heme
aquí, ¡OH Dios!, a tu voluntad sometido y por ello gozoso” ¿Qué hay, además de sorprendente en
que los hombres, conscientes de sus naturalezas superior e inferior e
identificándose sin embargo con ésta más que con aquélla, hayan sentido las
angustias de la naturaleza inferior, de la forma, con angustias propias,
sintiendo que ellos aceptan el sufrimiento al resignarse a una
voluntad más alta, y consideren el sacrificio como la aceptación devota y
resignada del dolor? Mientras el
hombre, en vez de identificarse con su vida, se confunda con la forma, no podrá
eliminar del sacrificio el elemento dolor. Pero el
dolor no puede subsistir en un ser perfectamente armonizado, porque la forma es
entonces el vehículo perfecto de la vida que con igual complacencia recibe o
abandona. El dolor cesa al cesar la lucha, porque el sufrimiento procede de
traqueteos, frotaciones y movimientos antagónicos, y cuando la naturaleza opera
en perfecta armonía no existen las condiciones de que el dolor dimana.
Siendo así la ley del sacrificio la evolución de la vida en el universo,
vemos que cada peldaño de la escala se franquea por el sacrificio. Así la vida
se efunde para renacer en una forma más elevada, mientras muere la forma que la
contiene. Aquellos cuya mirada se detiene en las formas perecederas no ven en
la naturaleza sino un gran osario; pero quienes ven que el alma inmortal escapa
para animar formas nuevas y más elevadas, escuchan en todo instante el gozoso
himno de la renaciente vida.
En
el reino mineral, la Mónada evoluciona por la ruptura de sus formas para la
producción y mantenimiento de las plantas. Los minerales se disgregan a fin de
que sus materiales puedan reconstruir las formas vegetales. La planta sacas del
suelo sus elementos nutritivos, disociándolos y asimilándolos a sus propias
substancias. Así las formas minerales
perecen a fin de que los vegetales crezcan; y esta ley de sacrificio esculpida
en el reino mineral, es la ley de la evolución de toda vida y toda forma.
La vida pasa y la Mónada evoluciona para producir el reino vegetal, siendo el
perecimiento de las formas inferiores condición indispensable para la aparición
y mantenimiento de las superiores.
El proceso se repite en el reino vegetal, cuyas
formas quedan a su vez sacrificadas para que puedan producirse y crecer las
formas animales. En todas partes, hierbas, semillas y árboles perecen para que
el mantenimiento de los cuerpos animales; sus tejidos se disgregan a fin de que
el animal pueda asimilarse los materiales que los componen para edificar su
cuerpo. De nuevo la ley del sacrificio rige en el mundo y esta vez en el reino
vegetal. La vida subsiste y las formas perecen. La
Mónada evoluciona para producir el reino animal, y los vegetales se sacrifican
a fin de que las formas animales puedan engendrarse y mantenerse.
Hacia aquí la idea del sufrimiento apenas se asocia a la del sacrificio,
pues como visto en el curso de nuestro estudio, los cuerpos astrales de las
plantas no están suficientemente organizados para las sensaciones agudas de
placer o de dolor. Pero cuando consideramos la ley del
sacrificio en el reino animal, no podemos por menos de reconocer que el dolor
se asocia a la ruptura de las formas. Puede decirse que la suma de dolor
ocasionado cuando, en “el estado de naturaleza”, un animal hace a otro presa suya,
es comparativamente insignificante en cada caso particular, habiendo, sin
embargo, dolor; y en verdad se puede decir también, que en el papel que
desempeña ayudando a la evolución de los animales, acrecienta el hombre
considerablemente ese dolor vigorizando los instintos depredatorios de los animales
carnívoros en vez de debilitarlos. Sin embargo, no es él quien ha infundido
estos instintos en el animal, aunque los haya puesto a su propio servicio para
sus propósitos; y en innumerables variedades de animales carniceros en cuya
evolución no ha ejercido el hombre influencia directa, las formas se sacrifican
para el mantenimiento de otras como en el reino mineral y vegetal. La lucha por la existencia siguió su
curso desde mucho antes que el hombre apareciese sobre la escena y acelerase la
evolución de la vida y de las formas, mientras el dolor inherente a la
destrucción de las formas comenzaba su larga tarea; hacer sentir a la Mónada
evolutiva el carácter transitorio de todas las formas que perecen y la vida que
subsiste.
La naturaleza inferior del hombre ha
evolucionado según la misma ley de sacrificio que rige en los bajos reinos. Pero con la efusión de la vida divina
que da la Mónada humana, sobreviene un cambio en la manera de operar la ley del
sacrificio como ley de vida. En el hombre, es preciso desenvolver la voluntad,
la energía automotora, la iniciativa. El impulso que fuerza en los reinos inferiores
el curso de la elevación, no puede emplearse aquí sin paralizar el crecimiento
de ese poder nuevo y esencial.
No se pide al mineral, ni a la planta
ni al animal la aceptación de la ley del sacrificio como ley de vida escogida
voluntariamente. Se le impone desde el exterior e impele a su desarrollo por
necesidad ineludible.
Pero el hombre debe tener la libertad de
escoger, indispensable para su desarrollo de una inteligencia dotada de conciencia
y discernimiento. Entonces surge el siguiente problema: “¿Cómo esta criatura libre en escoger,
ha de aprender, sin embargo, a escoger la ley de sacrificio, cuando se halla
aún en estado de organismo sensible, temiendo al dolor, que es inevitable en la
ruptura de las formas?
La experiencia de muchas eternidades, analizada por
una criatura de inteligencia continuamente creciente, habría podido, sin duda,
llevar al hombre a descubrir que el sacrificio es la ley fundamental de la vida.
Pero en esto, como en tantas otras cosas, no quedó sin ayuda y abandonado a sus
propios esfuerzos. Los divinos Instructores estaban allí, al lado del hombre,
en su infancia. Proclamaron con autoridad la ley del sacrificio, y en forma
rudimentaria fue incorporada a las religiones en que se sirvieron educar a la
naciente inteligencia de los hombres. Inútil era exigir de aquellas almas
infantiles un abandono espontáneo de los objetos que les parecían más
apetecibles; objetos cuya posesión garantizaba su existencia formal. Había que
conducirlos por un camino destinado a elevarlos seguramente, pero por grados,
hasta las alturas sublimes del sacrificio voluntario. A tal fin se les enseñó
que no eran unidades aisladas, sino que como parte de un conjunto mayor, su
vida estaba ligada a otras vidas así inferiores como superiores; pero su vida
física estaba mantenida por las vidas inferiores, por la tierra y por las
plantas, cuyo consumo constituía para la
naturaleza un crédito que tenían que saldar. Viviendo del sacrifico de los
demás seres, necesitaban sacrificar en cambio algo que pudiera mantener otras
vidas. Nutridos, debían nutrir. Y puesto que cosechaban los frutos producidos
por la actividad de las entidades astrales presentes en la naturaleza física,
tenían que compensar con ofrendas adecuadas, las fuerzas gastadas en su provecho.
De aquí todos los sacrificios ofrecidos e esas fuerzas, como les llama la
ciencia, o según la constante enseñanza de las religiones, a esas inteligencias
directoras de la naturaleza física. El fuego disgrega rápidamente la materia física y densa y restituye al éter
las partículas etéreas de la ofrenda consumida. Las partículas
astrales quedan, pues, fácilmente libertadas para que se las asimilen las
entidades astrales encargadas de sostener la fertilidad de la tierra y asegurar
el crecimiento de las plantas. Así se mantiene el movimiento cíclico de la
producción y el hombre aprende que está constantemente incurso en deuda con la
naturaleza y que debe constantemente satisfacerla. El sentimiento de la
obligación queda así implantado y nutrido por el espíritu y el pensamiento
humano recibe el estigma del deber hacia todo, hacia la naturaleza nutridota.
Este sentimiento de obligación aliase estrechamente con la idea de que el cumplimiento
del sacrificio es necesario al bienestar del hombre; y el deseo de prosperidad
continua le lleva pagar su deuda. No es
todavía sino un alma infantil, que aprende las primeras lecciones, y esta
lección de interdependencia de las vidas, de la vida de cada ser dependiente
del sacrificio de los demás, tiene capital importancia para su desarrollo. No puede todavía experimentar la divina
dicha de dar; es preciso que antes venza la repugnancia de la forma a dejar
todo lo que la alimenta. El sacrificio se identifica, pues, en el hombre
primitivo, con el abandono de una cosa estimada; abandono provocado por el sentimiento de la
obligación, por una parte, y por otra, por el deseo de continua prosperidad.
La lección siguiente traslada la recompensa del
sacrificio a una región más allá del mundo físico. Primeramente el sacrificio de los
bienes materiales debe asegurar el bienestar material; luego el sacrificio de
esos mismos bienes materiales ha de proporcionar dicha en el cielo más allá de
la muerte. La recompensa ofrecida al sacrifico es naturaleza más elevada, y el
hombre aprende que un bien relativamente permanente puede adquirirse por el
sacrificio de un bien relativamente transitorio: lección
importante que conduce al discernimiento. La
sujeción de la forma a los objetos físicos se trueca en apego a las dichas
celestes. En todas las religiones exotéricas vemos empleados por los sabios
este procedimiento de educación. Demasiados sabios para esperar de las almas
jóvenes el heroísmo sin recompensa, se contentan con sublime paciencia a animar
dulcemente en la espinosa vía de la naturaleza inferior a los niños indisciplinados
confiados a su custodia.
Gradualmente los hombres se ven
inducidos a subyugar su cuerpo, a dominar su inercia por el cumplimiento
metódico de cotidianos ritos religiosos, de carácter frecuentemente áspero; y
sus actividades se reglamentan y canalizan en direcciones útiles.
Se ven impelidos a vencer la forma y a
mantenerla sumisa a la vida, y el cuerpo adquiere el hábito de prestarse a
obras caritativas y benévolas, obedeciendo a las exigencias de la voluntad aun
cuando esta no se halle estimulada todavía sino por el deseo de recompensa en
el cielo.
Podemos ver entre los indios, persas y
chinos, como los hombres aprenden a reconocer sus múltiples obligaciones, a
ofrecer por el cuerpo su sacrificio de obediencia y de veneración hacia los antepasados,
los padres y los ancianos; a ser caritativos con delicadeza y buenos con todo
el mundo.
Poco a poco los hombres se ven obligados a desenvolver en el más alto
grado el heroísmo y la abnegación, como atestiguan los mártires que entregan
con gozo sus cuerpos a las torturas del potro antes que apostatar de sus
creencias y traicionar su fe. Esperan, en verdad, una “corona de gloria” en el
cielo en recompensa del sacrificio de su forma física; pero ¿no es ya bastante haber vencido el
apego a la forma física y haber hecho el mundo invisible de tan modo real que
se le puede tomar por el visible?
La siguiente etapa se
franquea cuando el sentimiento del deber está claramente
establecido; cuando el sacrifico de lo inferior a los superior se considera
como bueno en sí, independientemente de todo estímulo de recompensa en otro
mundo; cuando se reconoce la obligación de la parte hacia el todo; y en fin,
cuando el hombre siente que la forma que existe para el servicio de los demás,
debe en completa justicia a servir a su vez sin derecho alguno de recompensa.
El hombre comienza entonces a
comprender la ley de sacrificio como ley de la vida y a asociarse voluntariamente
con ella. Comienza igualmente a distinguirse él mismo con su pensamiento de la
forma que habita, para identificarse con la vida evolucionante. Esto le lleva
por grados a experimentar cierta indiferencia por todas las actividades de la
forma, menos por las consistentes en deberes que cumplir, y acaba por
considerarlas a todas como simples instrumentos para la utilización de energías
vitales debidas al mundo y no como acciones cuyo móvil sea el logro de un resultado.
El hombre se eleva así hasta el punto antes ya señalado en este estudio, punto
en donde cesa de engendrar el Karma que le sujeta a los tres mundos, y en donde
se unce a la rueda de la existencia porque es preciso que gire, pero no a causa
de los objetos deseables que su revolución le pueda procurar.
Más
el pleno reconocimiento de la ley del sacrificio eleva al hombre más allá del
plano mental donde el deber se considera como deber, como “lo
que debe hacerse porque es debido”; y le transporta al plano más elevado
de Buddhi, donde se siente la unidad de todos los “yos”
y todas las energía se despliegan en provecho de todos y no de un yo separado.
Únicamente en este plano se siente la ley de sacrifico como delicioso
privilegio, en vez de reconocerse sólo por la inteligencia como verdadera y justa.
En el plano búdico el hombre ve claramente que la vida es una, que el Logos
deriva perpetuamente en libre efusión de amor, y que la existencia aislada no
puede ser sino mezquina y pobre, sin hablar de la ingratitud que apareja. Allí,
el corazón se lanza completamente hacia el Logos en potente impulso de amor y
de adoración, y se entrega en gozosa renuncia a fin de ser una de las vías por
donde su vida descienda e irradie sobre el mundo para ser portador de su Luz,
un mensajero de su compasión, un operario de su reino, como única vida digna de
vivirse para acelerar la evolución humana, servir a la Buena Ley, y aliviar un
poco la carga del Seño mismo.
Únicamente en este
plano puede obrar el hombre como uno de los Salvadores del mundo, porque allí
es uno con los “yos” de todos. Identificado con la humanidad una, su fuerza, su
amor y su vida pueden dirigirse hacia cualquiera de los “yos” separados o hacia
todos. Se ha convertido en fuerza espiritual y acrecienta la energía espiritual
disponible en el sistema del mundo al añadir su propia vida.
Las fuerzas que antes empleara en los
mundos físico, astral y mental en busca de satisfacciones para su yo separado,
se reúnen para un acto de sacrificio, y transformas así en energía espiritual,
se difunden por todo el mundo como oleada de vida espiritual. Esta
transformación se efectúa según el motivo que determina el plano en el cual se
descarga la energía.
Si el hombre tiene por motivo el logro de objetos físicos, la energía
descargada opera sólo en el plano físico; si desea objetos astrales, descarga
la energía en el plano astral; y si busca goces mentales, su energía funciona
en el plano mental. Pero si se sacrifica para ser un canal de vida del Logos,
descarga la energía en el plano espiritual, y esta energía opera en todos los lugares
con potencia y sutilidad de fuerza espiritual. Para un hombre semejante, la
acción y la inacción vienen a ser lo mismo. Ocupa con gozo el lugar que se le
ofrece, porque el Logos es idéntico en todo lugar y en toda acción. Puede
dirigirse hacia toda forma y en toda acción. Puede dirigirse hacia toda forma y
obrar en todo sentido porque no conoce ni escoge ni diferencia.
Por el sacrificio se ha hecho su vida una con la del
Logos y ve a Dios en todo y todo en Dios. ¿Qué
le importan los lugares o la forma, si el mismo es la vida consciente?
“Nada tiene, y posee todas las cosas”; nada pide y el universo entra en él. Su vida es dichosa, porque es uno
con su Señor bienaventurado; al utilizar la forma para el servicio sin
sujetarse a ella, “pone
fin al dolor”
Los que comienzan a
comprender las maravillosas posibilidades ofrecidas al que se asocia voluntariamente
a la ley del sacrificio, experimentarán sin duda el deseo de comenzar esta
asociación voluntaria antes de poder elevarse a las alturas cuya vaga
descripción acabamos de hacer. Como toda verdad espiritual profunda, el
sacrifico es eminentemente práctico en su aplicación a la vida cotidiana, y
quien comprende su belleza puede efectuarlo sin vacilar.
Una vez tomada la resolución de comenzar la práctica
del sacrificio, el hombre debe señalar con un acto de sacrificio el comienzo de
cada jornada.
Antes de que comience la labor del día, él mismo
será la ofrenda hecha a Aquél a quien consagro su vida.
Así que despierte, su primer pensamiento será la consagración
de toda su fuerza a su Señor.
Luego ofrecerá en servicio todos los pensamientos,
palabras y acciones de la vida diaria, efectuándolo no por el fruto que
reporte, ni como un deber, sino por ser en aquel instante la mejor manera de
servir a Dios.
Todo lo que ocurra lo aceptará como expresión de su
voluntad. Gozo, pena, inquietud, éxito, derrota, toda cosa debe bien recibirla
como indicadora del camino de su servicio.
Recibe con gozo las cosas que le llegan y las ofrece
en sacrificio; las que se van, las pierde con gozo; puesto que se van, es que
el Señor las necesita.
Todas las potencias de que el ser dispone se
consagran con gozo al servicio; cuando le faltan, acepta la privación con
ecuanimidad dichosa; puesto que han dejado de ser disponibles; no tendrá ya que
emplearlas.
Igualmente el sufrimiento inevitable, fruto de un pasado
no redimido aún, puede transformarse por la aceptación en sacrificio voluntario.
El hombre que voluntariamente acepta este
sufrimiento puede ofrecerlo en don, y transformarlo así en fuerza espiritual.
Cada vida humana depara ocasiones innúmeras
de realizar la ley del sacrificio y cada vida se convierte en una potencia a
medida que las ocasiones surgen y se utilizan. Sin ninguna expansión de su
conciencia en estado de vigilia, el hombre puede llegar a ser un trabajador en
los planos espirituales, porque descarga en ellos energía que desde allí se
esparcen profusamente en los mundos inferiores.
Su renunciamiento aquí abajo, en su conciencia
inferior, aprisionada en el cuerpo, despierta responsivos estremecimientos de
vida en el aspecto búdico de la Mónada, que es su verdadero Yo y acelera la
época en que esta Mónada será el Ego espiritual que, por su propia iniciativa,
gobierne y rija todos los vehículos, empleándolos a voluntad según la obra que
quiera cumplir.
Ningún otro método asegura un progreso tan rápido ni
tan pronta manifestación de todas las potencias latentes en la Mónada, como la
comprensión y práctica de la ley del sacrificio. Por esto ha sido llamada por
un Maestro “La Ley de la Evolución del Hombre”.
Tiene, en verdad, aspectos más profundos y más
místicos que todos los que se han estudiado aquí; pero estos se revelarán, sin
palabras, al corazón tranquilo y amante cuya vida es por completo una ofrenda y
sacrificio. Pertenece al orden de cosas que nos sino oídas en la calma interior;
una de estas enseñanzas que sólo la “Voz
del Silencio” puede exponer.
Entre estas enseñanzas también se encuentran las profundísimas verdades que
tienen raíz en la Ley del Sacrificio.
(Tomado
del libro: La Sabiduría Antigua)
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