domingo, 30 de noviembre de 2014

DE LA RECOMPENSA Y CASTIGO DEL EGO

LA CLAVE DE LA TEOSOFÍA

EXPOSICIÓN CLARA EN FORMA DE PREGUNTAS Y RESPUESTAS DE LA ÉTICA, CIENCIA Y FILOSOFÍA
PARA CUYO ESTUDIO HA SIDO FUNDADA LA SOCIEDAD TEOSÓFICA

Dedicada por H. P. B.
a todos sus discípulos
para que aprendan y puedan enseñar a su vez.

(Parte 33)

DE LA RECOMPENSA Y CASTIGO DEL EGO
Os oí decir que el Ego, cualquiera que haya sido la vida de la persona en la que se encarnó, jamás está sujeto a castigo alguno, post mortem.
Nunca, salvo en casos muy raros y excepcionales, de los que no hablaremos aquí, ya que la naturaleza del “castigo” en nada se relaciona con ninguno de vuestros conceptos teológicos acerca de la condenación.
Pero si es castigado en esta vida por las malas acciones cometidas en una vida previa, entonces a este Ego también debiera recompensárselo, sea aquí, o después de desencarnado.
Y así sucede. Si no admitimos castigo alguno fuera de esta tierra, es porque el único estado que conoce el Yo Espiritual en la vida futura es el de la felicidad sin mezcla.

¿Qué queréis decir con esto?
Simplemente lo que sigue: No pueden los crímenes y pecados cometidos en un plano de objetividad y en un mundo de materia recibir castigo alguno en un mundo de subjetividad pura.
No creemos en infierno o paraíso como localidades; en ningún fuego objetivo del infierno ni en gusanos que nunca mueren, ni en alguna Jerusalén con calles empedradas de zafiros y diamantes. Creemos en un estado post mortem o condición mental parecida a aquella en que nos encontramos durante un lúcido sueño. Creemos en una ley inmutable de Amor, Justicia y Misericordia absolutos creyendo en esto, decimos: “Sea cual fuere el pecado, y por horribles que sean los resultados de la trasgresión Kármica original de los Egos en la carne” (Sobre esa trasgresión ha sido basado el dogma cruel e ilógico de los ángeles caídos, que está explicado en el vol. II de la Doctrina Secreta. Todos nuestros “Egos” son entidades pensadoras y racionales (Mânasa–putras), que han vivido, sea bajo la forma humana u otras, en el ciclo de vida precedente, (Manvantara), y cuyo Karma era el de encarnarse en el hombre en el presente ciclo. Enseñaban en los Misterios que, habiendo dejado de cumplir con esta ley (o habiéndose “negado a crear“, como el Hinduismo dice de los Kumâras y la leyenda cristiana del Arcángel San Miguel), es decir, no habiéndose encarnado en debido tiempo, los cuerpos que les estaban predestinados se corrompieron (Ver Stanzas, VIII y IX, en las “Slokas de Dzyan”, vol. II de la Doctrina Secreta). De aquí nace el pecado original de las formas sin entendimiento, y el Infierno se explica simplemente por el hecho de verse prisioneros esos Espíritus o Egos puros en cuerpos de materia impura (la carne).), ningún hombre (la forma exterior material y periódica de la Entidad Espiritual) puede ser tenido por responsable de las consecuencias de su nacimiento. Él no pide nacer, ni elige a los padres que han de darle la vida. En todos conceptos es víctima de lo que lo rodea; es hijo de las circunstancias, sobre las que no tiene acción ni poder, y si se investigase imparcialmente cada una de sus transgresiones, se vería que sobre diez casos, nueve veces ha sido él el ofendido en vez del ofensor o pecador. La vida es a lo sumo un fuego cruel, un mar borrascoso que hay que cruzar, y a veces un peso muy difícil de soportar. Los más profundos filósofos han tratado en vano de penetrar y descubrir su razón de ser, y todos han fracasado en su empresa, excepto aquellos que poseían la clave para conseguirlo, a saber, los Sabios Orientales. Según la describe Shakespeare, la vida es:

“Sola una sombra errante, un mal actor
que se pavonea y desgañita cuando entra en escena,
y del cual no se oye hablar más; es un cuento
narrado estentórea y furiosamente por un idiota,
que nada significa…”
Nada es en sus partes separadas; pero es, sin embargo, una cosa de la mayor importancia en su colectividad o series de vidas. Da todos modos, casi todas las vidas individuales son, en su completo desarrollo, un sufrimiento. ¿Y habríamos de creer que el hombre desgraciado y desamparado, batido por las enfurecidas olas de la vida, si no las puede resistir y se ve arrastrado por ellas, ha de ser castigado con una condenación eterna o una pena pasajera siquiera? Jamás. Grande o vulgar pecador, bueno o malo, culpable o inocente, una vez libre del peso de la vida, el Manu (“Ego pensante”), exhausto y consumido, ha adquirido el derecho a un período de bienaventuranza y reposo absolutos. La misma Ley infalible, sabia y justa, más bien que misericordiosa, que inflige al Ego en la carne el castigo kármico por cada pecado cometido durante la vida anterior en la Tierra, ha preparado para la entidad ahora desencarnada un largo periodo de descanso mental, es decir, el olvido completo de todos los acontecimientos desgraciados y hasta de los pensamientos dolorosos más insignificantes, por los que tuvo que pasar en su última vida como personalidad, dejando en la memoria del alma sólo la reminiscencia, de lo que era la dicha o lo que conducía a la felicidad. Plotino, que dijo que nuestro cuerpo era el verdadero río Leteo, porque “las almas que en él se sumergen todo lo olvidan”, aludía a algo más de lo que dijo. Porque así como nuestro cuerpo terrestre se asemeja al Leteo, sucede lo mismo con nuestro cuerpo celeste en Devachán, y mucho más.
¿He de creer entonces que el asesino, el trasgresor de la ley divina y humana en toda forma, no recibe castigo alguno?

¿Quién dijo eso jamás? Tiene nuestra filosofía una doctrina de castigo tan severa como la del calvinista más riguroso, pero mucho más filosófica y conforme con la justicia absoluta. Ningún acto, ni siquiera un pensamiento culpable, dejará de recibir su castigo; más severamente aun este último que el primero, porque es mucho más potente y eficaz en la creación de malos resultados que el acto mismo (Yo os digo más: “cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya ha cometido adulterio en su corazón.” (Mateo, V, 28.)). Creemos en una Ley de Retribución infalible, llamada Karma, que se afirma a sí misma en un encadenamiento natural de causas, de inevitables resultados o consecuencias.
¿Cómo o dónde funciona esa ley?
Cada trabajador requiere su salario, dice la sabiduría del Evangelio; cada acción buena o mala es un padre prolífico, dice la Sabiduría de las Edades. Unid ambas sentencias y hallaréis el “porqué.” Después de haber concebido al alma libertada de los sufrimientos de la vida personal, una compensación suficiente y hasta céntupla, Karma, con su ejército de skandhas, espera en la entrada del Devachán a que vuelva el Ego para asumir una nueva encarnación. En este momento es cuando el destino futuro del entonces ya descansado Ego oscila en la balanza de la justa retribución, al caer de nuevo bajo la acción de la Ley activa kármica. En este renacimiento preparado para él, renacimiento elegido y dispuesto por esa LEY misteriosa, inexorable (pero infalible en su equidad y sabiduría), es donde son castigados los pecados cometidos en la vida anterior del Ego. Sólo que no es en un Infierno imaginario, con llamas teatrales y diablos ridículos con colas y cuernos, donde es precipitado el Ego, sino en esta Tierra, plano y región de sus pecados, es donde habrá de expiar cada pensamiento malo y cada mala acción. Lo que haya sembrado recogerá. En torno de él la Reencarnación reunirá a todos aquellos otros Egos que hayan sufrido, sea directa o indirectamente, por culpa de la personalidad pasada, aun cuando ésta no haya sido más que un instrumento inconsciente. Serán arrojados por Némesis en el camino del nuevo hombre, que oculta al antiguo, al eterno Ego, y…
Mas ¿dónde está la equidad de que     habláis, ya que esas NUEVAS “personalidades” ignoran haber pecado o que se haya pecado contra ellas?

¿Ha de considerarse que ha sido tratado con justicia un abrigo que fuese hecho jirones, al ser arrancado de las espaldas de un hombre que lo robara por aquel a quien le hubiese sido robado y que reconociese su propiedad? La nueva “personalidad” es como un traje nuevo, con su forma, color y cualidades especiales que lo caracterizan; pero el hombre verdadero que lo lleva es el mismo pecador de antes. La individualidad es la que sufre por medio de su “personalidad”. Sólo esto y nada más que esto puede darnos razón de la terrible aunque aparente injusticia en la distribución de los lotes que en la vida tocan al hombre. Cuando acierten vuestros filósofos modernos a darnos una buena razón de por qué tantos hombres inocentes, y buenos en apariencia nacen únicamente para sufrir durante toda su vida, por qué tantos nacen pobres, hasta el punto de morirse de hambre en las calles de las grandes poblaciones, abandonados por la suerte y por los hombres; por qué nacen unos en el arroyo, mientras otros ven la luz en los palacios; por qué suelen, tan frecuentemente, la nobleza y la fortuna estar en manos de los hombres peores, y raras veces de los buenos; por qué existen mendigos cuyo “yo interno” es igual al de los hombres superiores y nobles; cuando todo esto y mucho más quede satisfactoriamente explicado, bien por vuestros filósofos o por vuestros teólogos, sólo en tal caso pero no hasta entonces, tendréis el derecho de rechazar la teoría de la reencarnación. Los más grandes poetas han entrevisto esa verdad de las verdades. Shelley creyó en ella, y debió pensar en ella Shakespeare cuando escribía sobre la insignificancia del nacimiento. Acordaos de sus palabras:
¿Por qué ha de retener mí nacimiento a mi espíritu ascendente?
¿No están todas las criaturas sujetas al tiempo?
Legiones de mendigos existen en la tierra,
cuyo origen arranca de los reyes.
Y monarcas hay hoy, cuyos padres eran
los miserables de su época…”
Cambiad la palabra “padres” por la de “Egos” y tendréis la verdad.


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