LOS PLANOS BÚDDHICO Y NIRVÁNICO
Hemos visto que el hombre es un ser inteligente y dotado de
conciencia, es decir, el Pensador, revestido de envolturas o de cuerpos
pertenecientes a los planos mental inferior, astral y físico.
Quédanos por estudiar ahora el Espíritu, que es su Yo más
íntimo, la fuente de donde procede.
Este Espíritu Divino, rayo
emanado del Logos y participe de su Esencia, posee la triple naturaleza del Logos
mismo: y la evolución del hombre como hombre consiste en la manifestación
gradual de los tres aspectos que se desenvuelven desde el estado latente al
estado afectivo, repitiendo en miniatura en el hombre la evolución del mismo
universo.
Por
eso se ha llamado microcosmos al hombre al llamar macrocosmos al universo.
Y
por eso también se le ha llamado el espejo del universo, la imagen o el reflejo
de Dios (I) (“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”) (Génesis, I. 26.)
En,
fin el viejo axioma:
“Como es arriba, así es abajo” expresa la misma correspondencia.
La presencia
de esa divinidad encubierta garantiza, además, el triunfo final del hombre.
En el resorte oculto, la potencia motora por la
que la evolución es, a la par, posible e inevitable; la fuerza ascensional que
vence lentamente todos los obstáculos y todas las dificultades.
Es
la presencia que Matthew Arnold presentía vagamente cuando hablaba de “la Potencia que fuera de nosotros mismos tiende hacia la
perfección”.
Pero se
equivocaba al decir: “fuera de nosotros mismos”; porque en verdad es el más íntimo Yo de todos; no nuestro
yo separado, sino nuestro Yo. (Atma, el reflejo de Paramârmâ.)
Este Yo es él Único, y por
eso se le llama la Mónada (se le llama la Mónada ya se trate de la Mónada del espíritu—materia, o Atma, o
de la Mónada de la forma Atma—Buddhi o de la Mónada humana Atma—Buddhi—Manas. En los
tres casos permanece una y desempeña el papel de unidad, teniendo uno, dos o
tres aspectos.); y conviene repetir que esta Mónada es el soplo vital del
Logos, que contiene en sí misma, en germen o en estado latente, todas las
potencias y atributos divinos.
Y
semejantes potencias tienen que manifestarse por los choques procedentes de los
contactos con los objetos del universo en que la Mónada se proyecta.
El
roce engendrado solicita en respuesta las vibraciones de la vida sometida a esa
excitación; y las energías de esa vida, pasan una a una, del estado latente al
activo.
La
Mónada humana, así llamada para distinguirla, presenta, como hemos visto, los tres aspectos del Ser Divino, porque es la imagen perfecta de
Dios; y en el ciclo de la evolución humana, los tres aspectos se desarrollan
sucesivamente.
Estos aspectos son los grandes atributos de la Vida Divina,
manifestada en el universo: existencia,
felicidad e inteligencia. (Satchitânanda se usa
frecuentemente en las escrituras indas como nombre abstracto de Brahman, de
quién las tres personas de Trimurti son manifestaciones concretas.)
Los
tres Logos manifiestan respectivamente estos atributos con toda la perfección
que requieren los límites de la manifestación.
En el hombre se desenvuelven estos aspectos
en orden inverso: inteligencia, felicidad y existencia, significando esta
última la manifestación de los poderes divinos.
Hasta ahora, en nuestro estudio de la evolución
humana, hemos observado el desarrollo del tercer aspecto de la Divinidad
oculta, o sea el de la conciencia como inteligencia.
Manas, el
Pensador, el alma humana, es la imagen de la inteligencia universal,
del tercer Logos, y toda aquella larga peregrinación en los tres planos
inferiores está aplicada a la evolución de este tercer aspecto: el intelectual de la naturaleza divina en
el hombre.
Mientras dura la
evolución, podemos considerar las otras energías divinas como, por decirlo así,
en estado de incubación en el ser humano, sin desarrollar aún activamente sus
fuerzas en él.
Están replegadas en
sí mismas, in-manifestadas.
Sin embargo, la
preparación de estas fuerzas, anterior a su manifestación, prosigue poco a
poco.
Gradualmente
despiertan del sueño de la no—manifestación, que llamamos estado latente, por
la energía siempre creciente de las vibraciones de la inteligencia.
El aspecto
beatífico del Yo comienza desde entonces a emitir sus primeras vibraciones, y
las palpitaciones nacientes de su vida manifestada se sienten de un modo vago.
Este aspecto
beatífico se llama Buddhi en términos teosóficos.
Es una palabra derivada de otra sánscrita que significa
sabiduría, y el principio así designado pertenece al cuarto plano del
universo, el plano búddhico, donde todavía subsiste la dualidad, pero sin
separación.
Se trata aquí de
valerse inútilmente de palabras para exponer esta idea, porque las palabras pertenecen
a los planos inferiores donde dualidad y separación son lo mismo.
Se
puede, no obstante, dar concepto aproximado diciendo que es un estado en que cada uno es él mismo, con una claridad e intensidad a la que no se aproxima ninguno de
los mundos inferiores, y donde cada uno siente al mismo tiempo que contiene
a todos los demás, siendo uno e inseparable con ellos.
Lo más análogo en la tierra a este estado, es la condición de dos personas
unidas por un amor puro e intenso, que hace de ellas como un ser único, de
suerte que piensan, obran y viven al unísono, sin barrera entre ellas, sin
distinguir entre lo mío y lo tuyo y sin separación de ninguna especie (Por esta razón, la felicidad del amor
divino ha sido simbolizada, en muchas escrituras sagradas, por el amor profundísimo
de los esposos, como en el Bhagavad—Gita de los indos y El Cantar de los
Cantares de Salomón. Este es también el amor de que hablan los místicos sufíes y todos los místicos.)
El débil eco de esta región determina a los
hombres a buscar la dicha en la unión con el objeto de su deseo, cualquiera que
éste sea.
El aislamiento
completo es la completa miseria.
Encontrarse
desnudo, despojado de todo, suspendido en el vacío del espacio, en soledad
absoluta, sin nada más que la propia individualidad; sentirse aislado de todo
cuanto existe, encerrado siempre en él yo separado... es lo más intensamente
horrible que pueda concebir la imaginación.
La antítesis de este infierno es la unión, y la perfecta unión
es, por lo tanto, la perfecta felicidad.
Cuando entra en actividad este aspecto
beatífico del Yo, sus vibraciones, análogamente a lo que sucede en los planos
inferiores, atraen hacia ellas la materia del plano en que actúan.
Así se forma
gradualmente el cuerpo búddhico o cuerpo de la bienaventuranza, (El Anandamayakosha o estuche de beatitud
de los vedantinos. Es también el cuerpo del sol, el cuerpo solar de que a veces
hacen mención los Upanishads y otros libros)
perfectamente designado con este nombre. La única manera
de contribuir a la edificación de esta forma gloriosa, consiste en cultivar el amor puro, desinteresado,
universal, benéfico, el amor que “no ansía nada para sí, que no conoce la
parcialidad, que se da sin reservas”. Esta efusión
espontánea del amor es el más característico de los atributos divinos, el amor
que lo da todo y nada pide. Este amor crea el universo, lo conserva y dirige a
la perfección y a la felicidad.
Y
cada vez que el hombre extiende sobre todos los que lo necesitan, sin
predilecciones ni diferencias, sin anhelo de recompensa, con el puro y
espontáneo goce de la efusión, desarrolla el aspecto beatífico del Dios que hay
en él y prepara el cuerpo de belleza e inefable dicha en el que se alzará el
Pensador, libre de los límites de la separación, para hallarse consciente de su
propia individualidad y al mismo tiempo uno con todo lo que vive.
Esta
es “la morada no construida con manos, la morada eterna en los
cielos” de que habla San Pablo, el gran iniciado
cristiano, que encomia la caridad y el amor puro sobre toda virtud, porque ella
únicamente contribuye en la tierra a edificar esa gloriosa morada.
Por análoga razón los
budistas llaman a la separatividad “la
gran herejía”, y por eso también la “unión” es el fin que se proponen los
indos.
Alcanzar la liberación, es libertarse de las limitaciones que nos
dividen, y del egoísmo, raíz del mal,
que una vez desaparecido, extingue para siempre el sufrimiento.
El quinto
plano, el plano nirvánico, corresponde
al supremo aspecto humano del Dios que hay en nosotros.
Los teósofos llaman a
este aspecto Atma, o él Yo.
Este es el plano de la existencia
pura, de los poderes divinos manifestados tan completamente como pueden serlo
en nuestro quíntuple universo.
Lo que existe más allá, sobre el
sexto y séptimo planos, está sumido en la invislumbrada Luz de Dios.
Esa conciencia átmica o nirvánica es la que han alcanzado los Grandes
Seres, primicias de nuestra humanidad, que han cumplido ya el ciclo de la
evolución humana y a los que se les llama Maestros. (Se
les llama también Mahatmas o grandes espíritus, y Jivanmuktas o almas
libertadas. Están unidos a los cuerpos físicos con el fin de ayudar la
humanidad. Otros muchos grandes seres viven también en el plano nirvánico.)
Estos han resuelto en sí mismos el problema que consiste en aliar la
esencia de la individualidad con la ausencia de toda separación, y viven
inmortales como inteligencias, perfectas en sabiduría, amor y poder.
Cuando la Mónada humana emerge del seno
del Logos, asemejase a un finísimo hilo de luz, aislado por una cubierta de
substancia búddhica, que se desprende del luminoso océano de Atma, del hilo
pende una chispa que se rodea de una envoltura ovoide perteneciente a la
región arrúpica o “sin forma” del plano
mental.
“La chispa pende de la llama por el sutilísimo hilo de Fohat. (Libro de Dzyan, estancia VII. 5.
Doctrina Secreta, I.)
A medida que la evolución progresa, es
mayor y opalescente este huevo luminoso, y el hilo tenue se transforma en un canal
cada vez más amplio, a través del cual fluye con más abundancia la vida átmica.
Finalmente estos tres elementos se
funden, el tercero en el segundo y los dos en el primero, quedando unidos como
una llama a otra llama de suerte que no es posible distinguirlos.
La evolución humana en el cuarto y quinto planos pertenecen a un período
futuro de nuestra raza; pero aquellos que escogen el difícil sendero de un
progreso más rápido, pueden efectuarlo desde luego, como se explicará más
adelante.
En este sendero el cuerpo de
bienaventuranza evoluciona rápidamente, el hombre comienza a vivir más
conscientemente en esta región sublime,
y conoce la felicidad que engendra la carencia de barreras exclusivas, y la
sabiduría que entra a torrentes cuando desaparecen los límites del intelecto.
El alma se separa entonces de la rueda
que gira en los mundos inferiores y adivina la completa libertad del plano
nirvánico.
La conciencia nirvánica es la antítesis de la aniquilación; es la
existencia elevada a realidad e intensidad inconcebibles para quién sólo conoce
la vida de los sentidos y de la mente.
Comparar la conciencia nirvánica con la del hombre sujeto a la tierra,
fuera poner en parangón el esplendor del sol con un menguado candil.
Confundir el Nirvana con la
aniquilación, so pretexto de que en el Nirvana han desaparecido los límites de
la conciencia terrestre, es como si un hombre no conociese más luces que las
del candil, negara la posibilidad de luz alguna sin mecha empapada en aceite.
El Nirvana existe.
Los que han entrado en él y viven esta vida gloriosa
lo atestiguan en las Escrituras sagradas.
Además, también lo atestiguan los hijos de nuestra
raza que han subido esta escala sublime de la humanidad perfecta, y se
encuentran en relación con la tierra a fin de que nuestra raza, en su larga
peregrinación, pueda subir sin tropiezo los peldaños.
En el Nirvana residen los Seres poderosos que han cumplido su evolución
humana en universos anteriores y que salieron del seno del Logos cuando éste se
manifestó para poner nuestro universo en existencia.
Son sus ministros en el gobierno de los mundos, los
perfectos agentes de su voluntad.
Los Señores de todas las Jerarquías de
dioses y de seres que viven bajo sus órdenes en los planos inferiores, tienen
allí su residencia, porque el Nirvana es el corazón del
universo de donde irradian todas las corrientes de vida cósmica, el corazón
desde donde el Gran Aliento envía palpitaciones de vida a todas cosas, y el
corazón a donde vuelve ese Aliento el día en que el universo toca a su término.
El Nirvana es la Vida Beatífica que
anhela el místico en su ardiente celo.
El
Nirvana es la Gloria sin velos, la Meta Suprema.
La
fraternidad humana, mejor dicho, la fraternidad de todas la cosas, encuentra
base firme y sólida en los planos espirituales: átmico y búddhico.
Fuera de
ellos no hay unidad real, no existe ninguna simpatía perfecta.
El intelecto es, en el hombre, el principio separativo
que distingue él yo del no-yo, que tiene conciencia en sí mismo y considera
toda cosa como exterior y extraña.
Es el principio de combatividad que lucha y se
afirma.
Descendiendo a la base, a partir del plano intelectual, el mundo nos
presenta una escena de lucha tanto más áspera
cuanto más parte toma en ella intelecto.
La naturaleza pasional no es espontáneamente luchadora sino bajo el
aguijón del deseo, cuando encuentra algún obstáculo entre ella y el objeto
apetecido; pero a medida que el intelecto inspira su actividad, se torna cada
vez más agresiva, porque trata entonces de satisfacer sus propios deseos
futuros, y tiende a apropiarse una parte cada vez mayor de las reservas de la
naturaleza.
En cuanto al intelecto, es por sí
mismo batallador, y su naturaleza esencial consiste en afirmarse diferentemente
de los demás.
Y aquí encontramos la raíz de la
separatividad y la fuente inagotable de las disensiones humanas.
Ahora bien, cuando la conciencia alcanza el plano
búddhico, la unidad se percibe inmediatamente.
Es como si el rayo separado, divergente respecto a
los otros, se llegase hasta el sol mismo, fuente idéntica de todos los demás.
Supongan un ser vivo
en el sol, inundado de luz, con la única misión de difundirla.
Semejante ser no
establecería diferencia alguna entre los diversos rayos y con la misma complacencia
vertería la luz en todas las direcciones.
Pues lo mismo puede decirse del hombre que ha
alcanzado conscientemente el plano búddhico.
Siente vivamente en sí la fraternidad de
que los demás hablan como de algo ideal, y se extiende hacia cualquiera que de
su auxilio necesite, prodigando socorro mental, moral, astral o físico, según
la necesidad sentida.
Considera a todos los seres como a él
mismo, siente que todo lo que posee es tan de ellos como de él, mejor que de
él, puesto que siendo menor su fuerza son mayores sus necesidades. Sucede lo
que en una familia cuyos hermanos mayores soportan todas las cargas y preservan
del dolor y la privación a los menores.
Por espíritu fraternal, la debilidad da
derecho a la asistencia, a la protección cariñosa, no pudiendo jamás servir de
pretexto para la opresión.
Precisamente por haber llegado a tan
excelso nivel, manifestaron siempre los fundadores de las grandes religiones su
dulcísima ternura, su desbordante compasión hacia la humanidad, proveyendo así
a las miserias físicas como las aflicciones morales, según las necesidades de
cada cual.
La conciencia de esta unidad interna, la
percepción del Yo Único que reside igualmente en todos, tal es la única base
cierta de la fraternidad.
Otra cualquiera es deleznable y caduca.
A semejante percepción se añade la idea
que el grado de evolución de todo ser humano o no humano, depende esencialmente
de lo que podemos llamar su edad.
Algunos comenzaron su peregrinación a través de los
tiempos mucho después que otros, y aunque las facultades sean las mismas para
todos, hay quién las desarrolló de un modo más completo porque tuvo para ello
más tiempo que sus hermanos más jóvenes.
Denostando y menospreciando el
grano porque no es ya flor, la yema no podrá dar fruto ni el niño ser hombre; y
denostando y menospreciando a las almas infantiles que nos rodean porque no han
evolucionado tanto como nosotros, hacemos
mal.
No nos denostemos por no ser todavía como dioses,
porque ignoramos cuánto tiempo ocuparemos el puesto que ocupan hoy nuestros
hermanos mayores.
¿Por qué increpar entonces a las almas más jóvenes que no se parecen
todavía a nosotros?
La palabra “fraternidad” implica identidad de raza y desigualdad de desarrollo.
Y por esto representa exactamente el lazo que existe
entre todas las criaturas del universo: identidad de Vida esencial y
diferencias de grado en la manifestación de esta vida.
Tenemos nuestro origen, nuestro método
de evolución y nuestro objeto; y las diferencias de edad y de nivel han de
contribuir forzosamente a la formación de lazos más íntimos y amorosos.
(Tomado
del libro: La Sabiduría Antigua)
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