LA REENCARNACIÓN
(Parte
2)
Sin
duda alguna, en el transcurso de los ciclos de la evolución, la mónada
evolucionadora de la forma podría desenvolver el Manas por medio del desarrollo
progresivo; pero ni en la pasada raza humana ni en los animales al presente, no
es tal el curso de la Naturaleza. Cuando
la morada estuvo dispuesta fue enviado el que debía habitarla: de planos
superiores del ser descendió la vida átmica, velándose en Buddhi como en
hilo de oro y mostrándose en su tercer aspecto: Manas.
En
los niveles superiores del mundo sin forma del plano mental, se produjo el Manas
germinal dentro de la forma, surgiendo de esta unión el cuerpo causal embrionario. Esta es la individualización del espíritu, su
clausura dentro de la forma; y este espíritu así encerrado en el cuerpo causal,
es el alma, el individuo, el hombre real.
Este es el momento de su nacimiento, porque, aunque su esencia es
eterna, nonata y sin fin, su nacimiento en el tiempo como individuo es
definido.
Además, esta
emanación de vida llega a las formas en evolución, no de un modo directo, sino
por intermediarios. Cuando la raza ha alcanzado el punto en que es apta para recibir la
mente, los grandes seres llamados Hijos
de la Mente lanzan en los hombres la chispa monádica de Atma-Buddhi-Manas, necesaria para la formación del alma
embrionaria.
Y algunos de estos
grandes seres encarnaron realmente en formas humanas, para servir de guías e
instructores a la humanidad en su infancia.
Estos Hijos de la Mente habían completado su propia evolución
intelectual en otros mundos, y vinieron a este mundo más joven, nuestra tierra,
con objeto de prestar auxilio a la evolución de la raza humana. Son, en realidad, los padres espirituales de
nuestra raza.
Otras
inteligencias de grado mucho más inferior, hombres que habían evolucionado en
ciclos precedentes en otro mundo, encarnaron también entre los descendientes de
la raza que recibió sus almas infantiles del modo descrito. A
medida que esta raza se desenvolvía, mejorábanse los tabernáculos humanos, y
miríadas de almas que estaban esperando la oportunidad de encarnar, lo
verificaron entre sus hijos. Estas almas,
parcialmente desenvueltas, se mencionan también en los anales antiguos como
Hijos de la Mente, porque poseían mentalidad, aunque relativamente poco
desarrollada; almas niños, pudieran llamarse, para distinguirlas de las almas
embrionarias de la masa de la humanidad y de las almas adultas de aquellos
grandes Maestros. Estas almas niños, a
causa de su más desenvuelta inteligencia, constituyeron los tipos directores en
el mundo antiguo, las clases superiores en inteligencia, y, por tanto, aptas
para adquirir conocimientos y para dominar a las masas de los hombres menos desarrollados. De
este modo se han originado en el mundo las enormes diferencias mentales y
morales que separan a las razas más desarrolladas de las menos desenvueltas,
distinguiendo, aun dentro de los límites de una misma raza, al elevado pensador
y al filósofo del tipo casi brutal de los hombres más perversos. Estas diferencias dependen sólo del grado de
evolución, de la edad del alma, y han existido siempre en toda la historia de
la humanidad de este globo.
Retrocédase
cuanto se pueda en los anales históricos, y se encontrarán siempre juntas la
inteligencia elevada y la baja ignorancia; y los anales ocultos, que nos llevan
aún mucho más lejos, cuentan parecida historia de los primeros milenios de la
humanidad. No debe esto apenarnos, como si unos hubiesen sido indebidamente
favorecidos y otros injustamente cargados para la lucha de la vida. El alma más elevada tuvo su juventud y su
infancia allá en mundos anteriores, en donde otras almas estaban tan por encima
de ella como están ahora otras por debajo; el alma
más ínfima tienen que subir a donde se hallan las más altas; y almas aún no
nacidas ocuparán su puesto en la escala de la evolución. Las cosas presentes parecen injustas porque sacamos a nuestro
mundo fuera de su lugar en la evolución, y lo colocamos aparte, aislado, sin
antecesores ni sucesores. Nuestra
ignorancia es la que supone injusticia; los métodos de la Naturaleza son
iguales, y a todos sus hijos de infancia, juventud y edad madura. No es culpa suya que nuestra necedad exija que
todas las almas ocupen el mismo grado de evolución a un tiempo mismo, y grite
“Injusticia” si la exigencia no se realiza.
Se comprenderá
mejor la evolución del alma, considerándola desde el punto en que la dejamos,
cuando el hombre-animal se hallaba en estado de recibir y recibió el alma
embrionaria. Para evitar toda mala
inteligencia posible, conviene explicar que desde este momento no existieron
dos mónadas en el hombre, o sea la que había construido el tabernáculo humano y
la que descendió a este tabernáculo, y cuyo aspecto inferior era el alma
humana. Citando otro símil de H.
P. Blavatsky, diremos que así como dos rayos de sol pueden pasar a través del agujero de
un postigo y mezclarse formando uno solo, aun cuando eran dos, así sucede con
estos rayos de Sol supremo, el divino señor de nuestro universo. Cuando el segundo rayo
penetró en el tabernáculo humano, se confundió con el primero, añadiendo meramente
al mismo nueva energía, y brilló, y a la mónada humana, ya como unidad, principió
su gran tarea de desenvolver en el hombre los poderes superiores de aquella
Vida divina de donde procedía.
El alma
embrionaria, el Pensador, tenía en un principio por cuerpo mental embrionario,
la envoltura de materia mental que la mónada de forma había traído consigo,
pero que aun no había sido organizada para ningún posible funcionamiento. Era tan sólo el mero germen de un cuerpo
mental unido al germen de un cuerpo causal, y durante muchas Vidas dominaron en
absoluto al alma los fuertes deseos naturales, precipitándola en el torbellino
de sus propias pasiones y apetitos, donde era combatida por las furiosas olas
de su propia animalidad sin freno.
Por
repulsiva que en el primer momento pueda aparecer esta vida primitiva del alma,
mirándola desde el estado más elevado que consideramos, es sin embargo
necesaria para la germinación de las semillas de la mente. El reconocimiento de la diferencia, la
percepción de que una cosa es distinta de otra, es un preliminar esencial para
pensar; y a fin de despertar esta percepción en el alma no pensante aún, son necesarios
contrastes fuertes y violentos que, chocando con ella, le impongan sus
diferencias: golpe tras golpe del placer desenfrenado, golpe tras golpe del dolor
desesperante, así forma el mundo externo al alma por medio de la naturaleza de
deseos, hasta que las percepciones principian lentamente a formarse y
registrarse después de repeticiones innumerables. Las cortas adquisiciones hechas en cada vida
se acumulan por el Pensador, y de este modo principia a progresar lentamente.
Lentamente en
verdad, pues apenas si algo pensaba; y por tanto, apenas si hacia algo para la
organización del cuerpo mental; y hasta que en éste no estuvieron grabadas gran
número de percepciones como imágenes mentales, no hubo material sobre el que
pudiera basarse al acción mental iniciada internamente; ésta principia cuando
al juntar dos o más de estas imágenes mentales, resulta de ella alguna deducción,
por elemental que sea. Esta deducción
fue el principio del razonamiento, el germen de todos los sistemas de lógica
que la inteligencia humana ha desenvuelto o se ha asimilado desde entonces. Todas estas inducciones se hicieron en un principio en beneficio
de la naturaleza de deseos, para aumentar los goces y disminuir el dolor; pero
cada una de ellas aumentaba la actividad del cuerpo mental y le estimulaba a
obrar más prontamente.
Vemos, pues, que
en este período de su infancia el hombre no tenía conocimiento del bien ni del
mal: éstos no existían para él. El bien es lo que está de acuerdo con la voluntad divina, es lo que ayuda al
progreso del alma, lo que tiende a fortalecer la naturaleza superior del hombre
y a educar y subyugar la inferior; el mal es lo que retarda la evolución, lo que detiene al alma en los estados
inferiores después de aprendidas las lecciones que en ellos se enseñan; lo que
tiende al predominio de la naturaleza inferior sobre la superior, lo que
asimila al hombre con el bruto, en vez de identificarle con el Dios que debiera
desenvolver. Antes que el hombre
supiera lo que era el bien, tenía que conocer la existencia de la ley, y esto
sólo podía saberlo propendiendo a cuanto le atraía desde el mundo externo,
abalanzándose a todo objeto de deseo, y luego aprendiendo por la experiencia,
dulce o amarga, si su goce estaba en armonía o en oposición con la ley.
Tomemos como
ejemplo un hecho vulgar: la comida de manjares apetitosos; y véase como el
hombre niño podía aprender con esto la existencia de una ley natural. La primera vez, sació el hambre, satisfizo el
gusto, y sólo placer resultó de la experiencia, porque su acción estaba en
armonía con la ley. En otra ocasión,
deseando aumentar el placer, comió demasiado y sufrió las consecuencias,
porque entonces violó la ley.
Para
la inteligencia que alboreaba, debió ser experiencia confusa que lo causante de
placer, se convertía en dolor por el exceso.
Una y otra vez el deseo le inducía a excederse, y en cada ocasión experimentaba
las dolorosas consecuencias, hasta que, finalmente, aprendió la moderación,
esto es, aprendió a ajustar sus actos corporales, en este punto, a la ley
física; pues vio que había condiciones que le afectaban y que no podía dominar,
y que sólo conformando sus actos a las mismas, podía asegurar la felicidad
física.
Experiencias
semejantes afluyeron a él por medio de todos los órganos corporales, con
constante regularidad; la satisfacción de sus deseos le
ocasionaba placer o dolor, según se hallasen o no en armonía con las leyes de
la Naturaleza, y a medida que fue aumentando la experiencia, principió
a guiar sus pasos, a influir en sus decisiones.
Y en cada nueva vida no tenía que principiar de nuevo tal aprendizaje,
porque a cada nacimiento aportaba algún aumento de facultades mentales, un depósito
de experiencias cada vez mayor.
Ya hemos dicho
que el desenvolvimiento en aquellas primeras etapas era muy lento, porque no
existía más que el albor de la acción mental, y cuando el hombre abandonaba su cuerpo físico al morir, empleaba la
mayor parte del tiempo en Kamaloka, pasando en sueño un corto período
devachánico para la asimilación inconsciente de leves experiencias
mentales, no bastante desarrolladas aún para la vida activa celeste, la cual
tenía en perspectiva para mucho más adelante.
Sin embargo, el cuerpo causal permanente existía allí, como receptáculo
de sus cualidades, que conservaba para mayor desenvolvimiento en la próxima
vida terrestre. La función que el alma monádica de grupo representaba en los primeros
grados de la evolución, está
representada en el hombre por el cuerpo causal, y esta entidad permanente es la
que en todos los casos hace posible la evolución. Sin él, la acumulación de las experiencias
mentales y morales, que se muestran como facultades, sería tan imposible como la
acumulación de las experiencias físicas, que aparecen como cualidades
características de raza y de familia, sin la continuación del plasma
físico. Almas sin pasado venidas a la
existencia desde el no ser, con peculiaridades mentales y morales determinadas,
es un concepto tan monstruoso como lo fuera el de niños que apareciesen
repentinamente sin proceder de parte alguna, sin estar relacionados con nadie
ni con nada, pero mostrando, sin embargo, tipos definidos de raza y de
familia. Ni el hombre ni su vehículo
físico carecen de causa; provienen del poder creador directo del Logos; y en
esto, como en otros casos, las cosas invisibles se perciben claramente por su
analogía con las visibles; pues, verdaderamente, lo visible no es más que la
imagen y reflejo de lo invisible. Sin continuidad en el
plasma físico, no existirían medios para la evolución de las peculiaridades
físicas; sin la continuidad de la inteligencia, no existirían medios para la
evolución de las cualidades mentales y morales.
En ambos casos, sin continuidad, la evolución se detendría en su primera
etapa, y el mundo sería un caos de comienzos infinitos y aislados, en lugar de
un Cosmos en progreso constante.
No debemos pasar
por alto la circunstancia de que, en aquellos primeros tiempos, el medio
ambiente producía mucha variedad en el tipo y en la naturaleza del progreso
individual. En último término, todas las almas tienen que desarrollar sus poderes
por sí mismas; pero el orden en que se desarrollan estos poderes depende de las
circunstancias en que se halla colocada el alma. El
clima, la fertilidad o esterilidad de la naturaleza, la vida de la montaña o de
la llanura, de los bosques interiores o de las costas oceánicas, y otras
innumerables circunstancias despertarán a la actividad una serie u otra de
energías mentales. Una vida de grandes trabajos, de lucha
incesante con la naturaleza, desarrollará poderes muy diferentes de lo que ese
desenvolverían en medio de la abundancia
exuberante de una isla tropical; ambas series de poderes son necesarias, pues
el alma tiene que conquistar todas las regiones de la naturaleza; pero de este
modo pueden desarrollarse diferencias sorprendentes aun en las almas de la
misma edad, pudiendo aparecer una más adelantada que otra, según que el
observador aprecie más los poderes
“prácticos” o los “contemplativos”
del alma, las energías activas externas o las tranquilas facultades internas de
meditación. El alma perfeccionada lo posee todos; pero el alma en progreso
tiene que desarrollarlos sucesivamente, y
esto da lugar a otra de las causas de la inmensa variedad que se encuentra en
los seres humanos.
Y nuevamente
debemos hacer presente que la evolución humana es
individual. En un grupo animado por una sola alma
monádica, se encontrarán los mismos instintos en todos los individuos que compongan
dicho grupo, porque el receptáculo de las experiencias es su alma monádica, la
cual vierte su vida en todas las formas que de ella dependen. Pero cada hombre tiene su vehículo físico propio, y sólo uno a
la vez, siendo el receptáculo de todas las experiencias el cuerpo causal que
vierte su vida en su vehículo físico único, y no puede afectar ningún otro,
porque con ninguno está relacionado. De aquí
que las diferencias individuales sean entre los hombres mayores que jamás lo
hayan sido entre animales estrechamente relacionados, y de aquí también que la
evolución de las cualidades no pueda estudiarse en la masa de los hombres, sino
siempre en el individuo continuado. La imposibilidad de semejante estudio prohíbe
a la ciencia explicar por qué algunos hombres gigantescamente intelectuales y morales,
se hallan tan por encima de sus semejantes: sin que se pueda trazar la
evolución intelectual de un Shankara o de un Pitágoras ni la evolución moral de
un Gautama o de un Jesús.
Consideremos
ahora los factores en la reencarnación, toda vez que es preciso un conocimiento
claro de los mismos para explicar algunas dificultades, tales como la supuesta
falta de memoria y otras con que tropiezan los que no están familiarizados con
esta idea.
El hombre, a su paso,
después de la muerte, por Kamaloka y Devachán, pierde, uno después de otro, sus
diversos cuerpos: el físico, el astral y el mental. Estos se desintegran todos, y sus partículas vuelven a mezclarse
con los materiales de sus respectivos planos.
La relación del hombre con el vehículo físico queda por completo
destruida; pero los cuerpos astral y mental transmiten al hombre real, al
Pensador, los gérmenes de las facultades y cualidades resultantes de las
actividades de la vida terrestre, los cuales se almacenan en el cuerpo causal,
como simiente de sus próximos cuerpos astral y mental. Así. Pues, sólo queda entonces el hombre real, el labrador que
ha entrojado la cosecha para vivir de ella hasta su completa asimilación. Despunta el alba de una nueva vida, y tiene
que partir de nuevo a su trabajo hasta el anochecer.
La
nueva vida principia con la vivificación de los gérmenes mentales, los cuales
atraen materiales de los planos mentales inferiores, hasta formar con ellos un
cuerpo mental que representa exactamente el grado mental del hombre, expresando
todas sus facultades mentales como órganos; las experiencias del pasado no
existen como imágenes en este nuevo cuerpo, pues perecieron al perecer el
antiguo cuerpo mental, y sólo permaneció la esencia, los efectos de aquéllas
como facultades; eran el alimento de la mente, los materiales que ésta
convertía en poderes, y en el nuevo cuerpo reaparecen como tales poderes,
determinan sus materiales y forman sus órganos.
Cuando el hombre, el Pensador, se ha
revestido así de un nuevo cuerpo para su próxima vida en los planos mentales
inferiores, vivifica los gérmenes astrales para proveerse de cuerpo astral que
le sirva de vehículo en el plano astral.
Este cuerpo representará exactamente su naturaleza de deseos, y
reproducirá fielmente las cualidades que desenvolvió en el pasado, de la misma
manera que la semilla reproduce el árbol padre.
De este modo se encuentra el hombre completamente dispuesto para su
próxima encarnación, y la única memoria de los sucesos de su pasado se encuentra
en su cuerpo causal, su peculiar forma permanente, el único cuerpo que pasa de
una vida a otra.
Mientras tanto,
una acción independiente de él trabaja para proveerle de un cuerpo físico
adecuado a la expresión de sus cualidades.
Los lazos que formó y las deudas que contrajo con otros seres humanos en
pasadas vidas, contribuirán a determinar el lugar de su nacimiento y su
familia. ¿Fue origen de dicha o de desgracia para otros? ; Esto será un factor que determine las condiciones de su futura
vida. ¿Su naturaleza de deseos estuvo disciplinada o irregular y sin
freno?:
esto se tendrá en cuenta para la herencia física del nuevo
cuerpo. ¿Cultivó ciertos poderes
mentales, tales como el artístico?: en este punto también la herencia es un factor importante, pues
requiere delicadeza en la organización nerviosa y en la sensibilidad táctil; y
así sucesivamente en variedad sin fin. El hombre puede que tenga en sí, y tendrá
seguramente, muchas cualidades características incongruentes, de modo que sólo
algunas hallen expresión en un solo cuerpo, y así se elegirá una parte de sus
poderes adecuada a una expresión simultánea.
Todo esto lo hacen ciertas poderosas Inteligencias espirituales,
llamadas generalmente los Señores del Karma, porque su función es
inspeccionar los efectos de las causas que constantemente ponen en acción los
pensamientos, deseos y actos. Tienen
en sus manos los hilos del destino que cada hombre tejió, y guían al que ese
reencarna hacia el ambiente determinado por su pasado, y que inconscientemente
escogió en sus vidas anteriores.
Determinadas
de este modo la raza, la nación y la familia, estos grandes Seres proporcionan
lo que puede llamarse el molde del cuerpo físico—a propósito para la
expresión de las cualidades del hombre y para la extinción de las causas que ha
puesto en acción—y el nuevo doble etéreo,
copia de aquél, queda formado en el claustro materno por obra de un elemental
cuyo poder estimulante es el pensamiento de los Señores del Karma.
El
cuerpo denso está construido sobre el doble etéreo, molécula por molécula,
copiándolo exactamente; y aquí la herencia física domina por completo dentro de
los materiales provistos. Además, los
pensamientos y pasiones de la gente que le rodea, especialmente de los padres,
influyen en la tarea del elemental
constructor, y de este modo los individuos con quienes el hombre formó
lazos en el pasado, afectan las condiciones físicas, en desarrollo, para su
nueva vida en la tierra.
Desde
los primeros momentos, en nuevo cuerpo astral se pone en relación con el nuevo
doble etéreo, ejerciendo gran influencia en su formación; y por su medio, el
cuerpo mental obra sobre el sistema nervioso, preparándolo para ser un
instrumento útil a su expresión en lo futuro.
Esta influencia, comenzada en una vida prenatal—de modo que cuando nace
el niño, la formación de su cerebro revela la extensión y equilibrio de sus
cualidades mentales y morales—,
continúa después del nacimiento,
y esta construcción del cerebro y de los nervios, y su correlación con los
cuerpos astral y mental, prosigue hasta
el séptimo año de la infancia, edad en que se completa la relación entre el
hombre y su vehículo físico; y en adelante puede decirse que trabaja más
por medio de él que en él. Hasta esta edad, la conciencia del Pensador más bien se halla en
el plano astral que en el plano físico, y esto lo prueban muchas veces las
facultades psíquicas que suelen observarse en niños pequeños. Ven camaradas invisibles y paisajes preciosos; oyen voces
imperceptibles para sus padres, y perciben encantadoras y delicadas fantasías
del mundo astral. Estos fenómenos
desaparecen generalmente así que el Pensador principia a funcionar de un modo
efectivo por medio del vehículo físico, y el niño soñador se convierte en el
muchacho o muchacha vulgar, lo cual mucha s veces sucede con gran satisfacción
de sus alarmados padres, ignorantes de las causas de estas “rarezas” de su
hijo. La mayor parte de los niños tienen
por lo menos algunas de estas “rarezas”; pero pronto aprenden a ocultar sus fantasías
y visiones a sus padres, temerosos de que los reprendan por decir “mentiras”, o
por lo que aun temen más; por el ridículo.
Si lo padres pudiesen ver el cerebro de sus hijos vibrando bajo una intrincada
mezcla de estímulos físicos y astrales que los niños son incapaces de
diferenciar, y recibiendo a veces alguna vibración (tan plásticos son) hasta de
regiones superiores, que les produce visión de belleza etérea o de acción
heroica, tendrían más paciencia y simpatía por la charla confusa de los pequeños,
al tratar de traducir con palabras que no les son familiares, los choques
ilusorios de que tienen conciencia y que tratan de recibir y retener.
Si fuese general la creencia en la
reencarnación y la comprendiera el común de las gentes, libertaría la vida
infantil de su aspecto más patético, el de la in-auxiliada lucha del alma para
obtener dominio sobre sus nuevos vehículos y para relacionarse por completo con
su cuerpo más denso, sin perder el poder de impresionar los más sutiles, de
modo que les permitiese aportar a aquél sus propias vibraciones.
Los grados ascendentes de conciencia, a
través de los cuales pasa el Pensador conforme va reencarnando durante el largo
ciclo de sus vidas en los tres mundos inferiores, están claramente determinados;
y la necesidad de muchas existencias para hacer experiencia de ellos, si ha de
desarrollarse por completo, convencerá a las personas reflexivas de la verdad
de la reencarnación.
En el primer grado,
todas las experiencias son sensaciones; el trabajo de la mente sólo consiste en
reconocer que el contacto con ciertos objetos va seguido de una sensación de
placer, mientras que al contacto con otros sigue una sensación de dolor. Estos objetos forman imágenes mentales, que
bien pronto comienzan a obrar como estímulos que impulsan a la búsqueda de
cosas con el placer asociadas, cuando no se tienen delante, apareciendo así los
gérmenes de la memoria y de las iniciativas mentales. A esta tosca división primera del mundo
externo, síguese la más compleja idea de la significación de la cantidad en
materia de placer y de dolor, conforme se ha expuesto.
En este punto de la evolución, la
memoria es poco duradera, o en otros términos, las imágenes mentales son muy
transitorias. Aún
no ha surgido en la mente del Pensador la idea de deducir del pasado el porvenir,
ni siquiera de un modo rudimentario, y sus acciones van guiadas por las
influencias del mundo externo, o a lo sumo, por el incentivo de sus apetitos y
pasiones que ansían satisfacción, de suerte que por esto lo rechazará todo, por
conveniente que sea para su futuro bienestar; la exigencia del momento
prevalece sobre toda otra consideración.
En los libros de
viajes se encuentran ejemplos numerosos de almas humanas en esta situación
embrionaria; y en tal concepto, quienes se detengan a considerar las
condiciones mentales de los pueblos más salvajes, y las comparen con las de la
masa media de las naciones civilizadas, no podrán menos de convencerse de la
necesidad de las múltiples existencias
No hay para qué decir que las aptitudes
morales no están más desarrolladas que las mentales; aun no se ha concebido la
idea de bien y del mal. No es posible
introducir ni la más elemental noción de estos conceptos en un entendimiento
falto de todo desarrollo. El bien y el
placer son para él términos sinónimos, según aparece en el notable caso del
salvaje australiano, mencionado por Carlos Darwin. Acosado aquél por el hombre, dio
muerte al ser viviente que más a mano tenía, para servirle de alimento, recayendo
la suerte en su propia mujer. Un europeo
le echó en cara lo perverso de su acción, mas no le produjo impresión alguna;
pues de la censura de que era una mala cosa el comerse a su mujer, sólo dedujo
que el extranjero creía que era un alimento nauseabundo o indigesto; y en su consecuencia,
rectificó a su interpelante, sonriéndose tranquilamente, y diciendo con
satisfacción que “estaba muy buena”.
Mídase con el pensamiento la distancia moral que
separa a este hombre de San Francisco de Asís, y se concluirá que ha de haber
una evolución para las almas como la hay para los cuerpos; y que de no ser así,
tendríamos en la esfera del espíritu milagros absurdos y creaciones dislocadas.
Dos caminos hay por donde el hombre
puede salir gradualmente de esta situación mental embrionaria. Uno, que le dirijan y dominen hombres
mucho más desarrollados; y otro, el crecer lentamente sin ayuda. Este último implicaría el transcurso de
milenios sin cuento; pues sin ejemplo y sin disciplina, abandonado el hombre a
los mudables choques de los objetos externos y al contacto con otros hombres,
como él faltos de desarrollo, sólo con gran lentitud podrían despertarse las
energías internas. Ya hemos visto que cuando la masa de la
humanidad, considerada en su tipo medio, recibió la chispa que dio el ser al
Pensador, encarnaron como Maestros algunos de los más grandes Hijos de la
Mente, y que también tomaron carne otros muchos Hijos menores de la Mente, que
se hallaban en diversos grados de la evolución, los cuales constituyeron la ola
más elevada de la progresiva corriente humana. Estos gobernaron a los menos
desarrollados, bajo la benéfica autoridad de los grandes maestros; y la
impuesta obediencia a reglas elementales de buen vivir (al principio muy elementales ciertamente)
apresuró en gran manera el desarrollo de las
facultades intelectuales y morales de las almas embrionarias. Prescindiendo de todo otro testimonio, los
restos de civilizaciones gigantescas que hace mucho tiempo desaparecieron y que
muestran habilidades y concepciones intelectuales muy por encima de lo que era
posible a la masa de la humanidad, entonces en la infancia, bastan para aprobar
que existían en la tierra a cabo grandes empresas.
(Tomado
del libro: La Sabiduría Antigua)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario